Tribuna:

Para no olvidar lo esencial

Esteban S. Barcia murió en vacaciones, cuando las aulas están vacías y los problemas de la educación parecen tomarse también un descanso. Quizá su espíritu de profesor, de maestro vocacional y riguroso, no le hubiera permitido hacerlo en días lectivos. Porque era un gran trabajador, un hombre recto y fiel a su forma, de ver las cosas, puritano y escrupuloso en el cumplimiento de sus obligaciones. Murió en agosto, cuando todo está en letargo.Pero el año académico ya se ha reanudado y ahora es cuando notamos con intensidad la ausencia de Esteban. Porque todos sus amigos le considerábamos en vida...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Esteban S. Barcia murió en vacaciones, cuando las aulas están vacías y los problemas de la educación parecen tomarse también un descanso. Quizá su espíritu de profesor, de maestro vocacional y riguroso, no le hubiera permitido hacerlo en días lectivos. Porque era un gran trabajador, un hombre recto y fiel a su forma, de ver las cosas, puritano y escrupuloso en el cumplimiento de sus obligaciones. Murió en agosto, cuando todo está en letargo.Pero el año académico ya se ha reanudado y ahora es cuando notamos con intensidad la ausencia de Esteban. Porque todos sus amigos le considerábamos en vida como un referente moral, y queremos que su recuerdo nos ayude a recuperar la ilusión de aquellos años en los que tantas cosas empezaban.

Más información

Conocí a Barcia recién incorporado al mundo del periodismo como creador y responsable del suplemento educativo de EL PAÍS. Acababa de entrar en escena una nueva generación de periodistas volcados al mundo de la educación. Todos ellos jóvenes -¿quiénes no éramos jóvenes entonces?- y con un amplio y exacto conocimiento de los problemas del sistema educativo del país. Y también entusiastas y exigentes. Y es que en aquellos años se ' vivían casi apasionadamente, y, desde luego, concienzudamente, las grandes cuestiones de la educación como un obligado debate nacional. Barcia, que provenía de la profesión -siempre llevó a gala su título de maestro-, aportaba al debate una visión responsable y rigurosa del papel de la escuela pública como agente de igualación social, como semillero de hábitos democráticos. Estábamos todavía en la estela del 68 francés, que había dejado en España una huella modesta, pero en ningún caso intrascendente, como era la llamada ley de Villar Palasí, de carácter abierto y reformista, y, en otro orden de cosas, la preocupación por aproximar la educación a los requerimientos del incipiente tejido industrial.

La Fundación Universidad-Empresa daba entonces sus primeros pasos y ello me puso en contacto con aquel grupo de periodistas críticos y, ya lo dije, apasionados por la educación. Discutíamos mucho y esto era un signo de vitalidad. La aparición de la empresa en su mundo de valores educativos constituía una novedad que no era fácil de entender y aceptar en aquellos años. No podré nunca olvidar la imagen de Barcia en las reuniones con los "periodistas de educación", siempre atentísimo aunque pareciera distante, más duro en la forma que en el fondo, planteando interrogaciones y dudas sobre esa nueva relación entre educación e industria que predicaba mi fundación. Debo de decir que su posición crítica y exigente me ayudó con frecuencia a evitar fallos de apreciación y a poner cada cosa en su sitio. El, por su parte, fue convenciéndose de la necesidad de contar con el sistema industrial en la definición de la nueva política educativa y tuvimos que agradecerle incontables veces su cabal entendimiento de estas nuevas variables del sistema educativo.

Todos los que andábamos metidos en estos menesteres, y desde luego Esteban, compartíamos en aquellos tiempos una misma confianza en que la política educativa del país podía y debía cambiar hacia mejor, y que cada uno de nosotros podía hacer algo para que así fuera. El futuro, por así decirlo, nos parecía moldeable. La Educación, con mayúsculas, ocupaba un lugar prioritario en los periódicos, en la política y en la sociedad, y formaba parte de esa aventura ilusionada de la transición en la que se entremezclaban objetivos diversos, pero convergentes: la democracia, Europa, una educación mejor, más accesible y más relacionada con las necesidades de la sociedad, de la industria, de la empresa...

Pero con el paso del tiempo otras preocupaciones y problemas acapararon la atención política y social. Desgraciadamente, el gran debate educativo quedaba, con frecuencia, sepultado entre temas menores. En la entrega de los premios Europa de nuestra fundación, hablamos Barcia y yo con tristeza de estas cosas, es decir, del aparente desinterés de la sociedad, de los Gobiernos, de la propia prensa hacia los temas de la educación..., ¿qué se podía hacer para recuperar la ilusión de aquellos tiempos en los que todo nos parecía posible?

Se nos ha muerto Barcia. No queremos que su memoria nos deje un poso triste y estéril. Por el contrario, sus amigos y sus compañeros tenemos la necesidad de recordarle para cargamos las pilas con todo lo que él significaba para nosotros, para actualizar la ilusión, las ganas, las convicciones que él tenía; para que su recuerdo sea un estímulo y un acicate. Porque, como Esteban, muchos seguimos creyendo que la educación es, puede ser, un instrumento importante para hacer mejor la sociedad en la que vivimos. Más todavía; no tienen los países en estos momentos - un arma más eficaz que la política educativa para enfrentarse con garantías a lo que hay detrás de esas palabras que tanto asustan: competitividad y globalización. Sabemos que la educación cobra una importancia capital ante los nuevos problemas económicos y sociales que plantea la sociedad de la información. Lo sabemos, pero, a la vista de como van las cosas, parece como si no lo supiéramos. La memoria de Esteban S. Barcia nos tiene que servir para recordarlo, para no olvidarlo. Creo que éste es el mejor homenaje que podemos ofrecerle.

Antonio Sáenz de Miera es director de la Fundación Universidad-Empresa.

Archivado En