Tribuna:

El gafe

Inagotable la capacidad del ser humano para adaptarse y asumir cualquier adversidad; quizá sea otra de las señas de identidad que permiten nuestra supervivencia. Los animales se adaptan mal a los cambios en su habitual forma de vida y les resulta más penosa la pérdida de algo que nosotros sobrellevamos con notable entereza: la libertad. Tan intolerable lo encuentran ellos que deciden no reproducirse en cautividad. Ahí tenemos al malogrado Chu-lin, el oso panda que fingió aceptar la esclavitud, mientras pudo aguantar, para fallecer en la flor de la vida. Nosotros, los humanos, soportamos...

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Inagotable la capacidad del ser humano para adaptarse y asumir cualquier adversidad; quizá sea otra de las señas de identidad que permiten nuestra supervivencia. Los animales se adaptan mal a los cambios en su habitual forma de vida y les resulta más penosa la pérdida de algo que nosotros sobrellevamos con notable entereza: la libertad. Tan intolerable lo encuentran ellos que deciden no reproducirse en cautividad. Ahí tenemos al malogrado Chu-lin, el oso panda que fingió aceptar la esclavitud, mientras pudo aguantar, para fallecer en la flor de la vida. Nosotros, los humanos, soportamos lo que nos echen y podemos coexistir, tan campantes, con la abyección física y la ignominia moral. Pensándolo con innecesario detenimiento, la verdad, no es para sentirse satisfechos de esta condición, ni del empeño -a todas luces neciopor recordar los tiempos infelices.Conforme con que las mil veces relatadas penalidades que sufrieron los madrileños, durante la posguerra civil, fueron muchas, duras, incómodas, fastidiosas. Tuvo la calidad de lo pasajero, al quedar atrás la miseria y urgir la supervivencia. Como no acaba de remitir la memoria compungida de aquella época, me permito evocarla, por el mismo precio, con espíritu panglossiano, epítome del refrán español que sugiere ponerle al mal tiempo buena cara, pues, a fin de cuentas, al mal tiempo le tienen sin cuidado nuestras muecas. Traigo a evocación los años cuarenta, en esta ciudad de nuestros gozos y nuestros sinsabores.

Todo estaba racionado, hasta lo que no existía. Con el estómago medio vacío -o medio lleno, según se mire- íbamos cada día al café Gijón, los que imaginábamos un glorioso futuro, a remolque de las musas. En realidad, lo más granado del ingenio se iba en hablar mal unos de otros, acreditado ejercicio retórico. Hubo restricciones de cuanto era necesario; es algo sobre lo que toda controversia es ociosa, especialmente cuando nadie niega la objetiva evidencia. Ausencia de luz, en distintas horas de la jornada, precisamente las de la tertulia de sobremesa, indicio revelador del vituperable desdén del régimen hacia los epígonos de Garcilaso, lo que no iba a tardar en pagar caro, apenas 35 años. La tarde aquella fue especial. Cayó sobre Madrid una de las tormentas con que los cielos nos distinguen, acompañada, como detallan amorosamente los gacetilleros, por gran aparato eléctrico, el que faltaba al tocar el timbre, y un calor sofocante. Por los pavimentos laterales del paseo de Recoletos se precipitaba un torrencial Misisipí. De Canarias había llegado un vate, cargado de ilusiones, ingenuo todavía, que mostraba el último libro, afectuosamente dedicado por el más que notable novelista, inicuamente castigado con la fama de presunto gafe. Alguien -temo que yo n-úsmo-, con un gesto cruel y gratuito, arrancó aquella página caligrafiada, le arrimó una cerilla y la hoja, en llamas, planeó blandamente hasta el suelo. Así hubiera concluido un acto descortés e injusto.

Caían chuzos de punta, con alevosa furia. Por algún conducto o avería, el sótano del café Gijón embalsa el agua de la lluvia y aquella precisa tarde ocurrió lo que otras veces: se empaparon los sacos de carburo, almacenados para suministrar la luz azulenca de los renacidos quinqués, sustitutos anacrónicos del fluido en suspenso, programado o sobrevenido, lo que sucedía con fatigosa reiteración. No es precisa experiencia pragmática para imaginar lo que ocurre cuando se humedece el carburo y sobre sus emanaciones llega, ardiendo, blandamente, lo recuerdo, una hoja de papel, con la amable dedicatoria de un supuesto gafe. El guirigay de la bulliciosa clientela mitigó la sorda explosión, compañera de un intensísimo y breve resplandor. Por las rejillas que ventilan la bodega brotó la súbita llamarada. Quien conozca la topografía del Gijón, encontrará, con suma facilidad, estos aliviaderos: se encuentran, precisamente, bajo los veladores y junto a los ventanales.

Ninguno de los presentes pudo dar una versión aceptable, imparcial y homologada de mi levitación y el vertiginoso trayecto sobre los mojados adoquines, los que, entonces, aún pavimentaban la calzada. Las perneras del pantalón quedaron levemente tostadas y mis pantorrillas súbitamente depiladas, por un sistema poco recomendable. Estragos transitorios. No así el malaje del escritor bilbaíno, a cuyos irresistibles poderes ocultos se atribuyó el suceso, que no fue sino una estúpida frivolidad. Vamos, eso creo.

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