Reportaje:

"No volveré a saquear otra vez"

Era como un rumor de plegarias en medio de la mañana ardiente, en el centro de Monrovia: barrios fantasmales, saqueados, sembrados de cascotes, papeles, teléfonos arrancados de cuajo, fotografias borrosas, restos (le una vida reventada. Y de vez en cuando una ráfaga de ametralladora, el silbido de una bala perdida. Junto a los altos muros de una mezquita coronada de alambre de espino, el rumor de las oraciones era todavía más vivo. Al doblar la esquina se reveló el misterio: una patrulla nigeriana de la Ecomog (la fuerza de paz interafricana) ponía en práctica sus nuevas técnicas pedagógicas.L...

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Era como un rumor de plegarias en medio de la mañana ardiente, en el centro de Monrovia: barrios fantasmales, saqueados, sembrados de cascotes, papeles, teléfonos arrancados de cuajo, fotografias borrosas, restos (le una vida reventada. Y de vez en cuando una ráfaga de ametralladora, el silbido de una bala perdida. Junto a los altos muros de una mezquita coronada de alambre de espino, el rumor de las oraciones era todavía más vivo. Al doblar la esquina se reveló el misterio: una patrulla nigeriana de la Ecomog (la fuerza de paz interafricana) ponía en práctica sus nuevas técnicas pedagógicas.Los ocho muchachos estaban acostados de espaldas sobre el asfalto, con los torsos desnudos y los, brazos extendidos hacia el cielo, como suplicando al sol despiadado. Repetían en una melopea: "No volveré a saquear otra vez. No volveré a saquear otra vez". Uno de los soldados nigerianos, con una vara en la mano, se encargaba de reavivar el ritmo de la plegaria y de sacar sucesivamente a cada dos de los ladrones de la fila para hacerlos saltar en cuclillas mientras intentaban derribarse empujándose con las palmas abiertas.

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Cuando todos, agotados y empapados de sudor, hubieron pasado por la primera fase de la reeducación, fueron obligados a dar vueltas sobre el asfalto rugoso y ardiente, ante la divertida mirada de los vecinos asomados a los umbrales de sus casas, que antes parecían deshabitadas. La gravilla que se les incrustaba en la espalda hacía gemir de dolor a los nuevos arrepentidos.

Por último, el maestro nigeriano ordenó al pelotón de pillos que formaran dos hileras en cuclillas: mientras el primero se tiraba de las orejas, el resto lo hacía de la cinturilla del pantalón del que precedía. Así bajaron la calle, como un gusano ebrio y saltarín, sin dejar de repetir su promesa de no volver a pecar. Después fueron puestos en estampida a golpes de vara.

Uno de los soldados nigerianos, más temible si cabe que los propios guerrilleros liberianos, mostró el fruto del pillaje: un saco lleno de pastillas de jabón Lux. El resto acabará en los mercados de Lagos gracias a la oportuna mediación de la fuerza de paz que no se atreve a desplegarse en las calles más disputadas de Monrovia.

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