Reportaje:EXCURSIONES: EL FERROCARRIL DEL TIÉTAR

Camino de hierro

Un viejo trazado ferroviario une Pelayos y San Martín, entre ruinas del valle de las Siete Iglesias

En tiempos de levitación magnética y alta velocidad, pasearse por una vía de tren abandonada constituye todo un ejercicio de insumisión: una quijotada. Con lo que ha costado el AVE, te pueden hasta acusar de desacato. Dos horas y media, las mismas que tarda el Ibertren de los psoevillanos desde Atocha a Santa Justa, se echan andando entre Pelayos y San Martin de Valdeiglesias. Mas si llegas cinco minutos tarde, ningún hortera te devuelve el dinero.El Ferrocarril del Tiétar, concebido en 1891 para unir Madrid con Arenas de San Pedro, es uno de esos caminos que la incuria españ...

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En tiempos de levitación magnética y alta velocidad, pasearse por una vía de tren abandonada constituye todo un ejercicio de insumisión: una quijotada. Con lo que ha costado el AVE, te pueden hasta acusar de desacato. Dos horas y media, las mismas que tarda el Ibertren de los psoevillanos desde Atocha a Santa Justa, se echan andando entre Pelayos y San Martin de Valdeiglesias. Mas si llegas cinco minutos tarde, ningún hortera te devuelve el dinero.El Ferrocarril del Tiétar, concebido en 1891 para unir Madrid con Arenas de San Pedro, es uno de esos caminos que la incuria española ha legado a las generaciones venideras para que saquemos de excursión al quijote que llevamos dentro. Con pasmosa celeridad, el Ministerio de Obras Públicas ya había instalado hacia 1934 los raíles entre las estaciones de Pelayos y San Martín, y, para celebrar el buen ritmo de los trabajos, se trajeron una locomotora y a unos cuantos señores de uniforme y dieron por inaugurad la cosa. La guerra impidió festejar nada más, y hoy tornillos de un palmo yacen orinientos en los desmontes, escoria de un tren fantasma que sólo pasó una vez, "como un desfile de banda militar china, entre la eternidad y la nada" (José Lezama Lima, Paradiso).

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Siete kilómetros, los únicos que se estrenaron hace 65 años, serán los que recorramos esta jornada, aprovechando la explanación del viejo tendido. Los carriles desaparecieron, pero no así las ventajas del trazado: come, uno de los postulados de la ingeniería ferroviaria dicta que la. pendiente no debe exceder del 2%, resulta que caminaremos, como reyes por terreno franco y sin cuestas.

Evacuando los vehículos cabe la presa de San Juan y sus casposos merenderos, descenderemos unos metros por la carretera de acceso para tomar hacia poniente la pista de tierra que surge frente al poblado de San Juan, fácil de reconocer por el cerramiento de malla metálica que lo delimita. Galantes ejemplares de pino piñonero (Pinus pinea) nos brindarán durante estos primeros pasos su copa globosa a guisa de paraguas 0 de sombrilla, según el día que pinte. Y en menos que canta un gallo, nos plantaremos junto al monasterio de Santa María de Váldeiglesias o de Bernardos o de Pelayos, que de las tres formas se conoce a este ruinoso cenobio.

Una mera fachada renacentista (siglo XVI) y los muros exteriores son cuanto queda en pie de este venerable edificio. Pero sus humildes apariencias engañan, pues los caminantes han de saber que este monasterio fue fundado por el monje Guillermo en 1148, reinando Alfonso VII, soberano de Castilla y León, y que alrededor de él llegaron a reunirse las siete iglesias que darían nombre al valle y al lugar de San Martín, y que su abad gozó de tamaños privilegios que hasta el alcalde de la villa era elegido a dedo por él...

Dejando para otro día ulteriores lecciones de historia -verbi gratia: el pique entre los monjes y don Alvaro de Luna, condestable de Castilla, a quien Juan Il otorgó el señorío de estas tierras en igualdad con el abad-, proseguiremos nuestra andadura por la extinta vía para ir sobrepasando, en llanísimo paseo, los restos de la estación de Pelayos, las demasiadas urbanizaciones, los viñedos que han dado fama a este rincón de Madrid, los olivos polvorientos, el camposanto de los sanmartinos y las primeras casas de los vivos.

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La rosa flor de los jaguarzos y la amarilla de las retamas, la amapola y el jazmín, el cantueso y el romero, el tomillo y la mejorana pintan de primavera las orillas del camino, vía de un tren imaginario que ya está a punto de arribar a San Martín.

El castillo de la Coracera y la iglesia herreriana señorean en lontananza sobre el caserío cuando los excursionistas enfilan la avenida del Ferrocarril y, en llegando a la Casa de Cultura, que fue estación de un solo día, se apean de sus mochilas y resoplan como si vinieran de muy lejos, de un largo viaje en tren que hubiera durado más de sesenta años.

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