Los habitantes de Lübeck ansían que la muerte de los inmigrantes no sea un atentado neonazi

La ciudad de Lübeck, patria chica de alemanes ilustres como el escritor Thomas Mann y el premio Nobel de la Paz Willy Brandt, no e resigna a recibir el sambenito de racista y enófoba, como consecuencia del incendio que en la madrugada del jueves destruyó la asa donde vivían unos 50 asilados asiáticos africanos. La hermosa ciudad hanseática amaneció ayer, en un día triste de invierno, con grandes placas de hielo flotando por el río Trave. Los habitantes de Lübeck no pueden comprender lo ocurrido. En los comentarios de la calle, y sobre todo entre los inmigrantes, casi todos atribuyen el incendi...

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La ciudad de Lübeck, patria chica de alemanes ilustres como el escritor Thomas Mann y el premio Nobel de la Paz Willy Brandt, no e resigna a recibir el sambenito de racista y enófoba, como consecuencia del incendio que en la madrugada del jueves destruyó la asa donde vivían unos 50 asilados asiáticos africanos. La hermosa ciudad hanseática amaneció ayer, en un día triste de invierno, con grandes placas de hielo flotando por el río Trave. Los habitantes de Lübeck no pueden comprender lo ocurrido. En los comentarios de la calle, y sobre todo entre los inmigrantes, casi todos atribuyen el incendio a neonazis. Pero los ciudadanos de Lübeck se agarran con todas sus fuerzas a la idea de que todo pueda haber sido un accidente.

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Las autoridades no confirman la hipótesis del atentado racista y dejan abiertas todas las posibilidades. Al recibir la noticia de la puesta en libertad de los sospechosos, un ciudadano no pudo evitar la exclamación: "¡Gracias a Dios que no fueron los neonazis!". En la alambrada que rodea el edificio incendiado de la Hafenstrasse, 52 alumnos de las escuelas de Lübeck han colgado sus dibujos y textos coi-no recuerdo y homenaje a los muertos. Se advierten los trazos inseguros de los niños que afirman: "No estáis solos. Compartimos vuestro dolor". Se repiten las preguntas ante lo inexplicable: "¿Por qué tuvieron que morir esas personas?, ¿por qué?" y "No podemos entenderlo". En el suelo acumulan las velas encendidas, al lado de las flores.Allí mismo, en la parte trasera de la casa donde en la madrugada del jueves murieron 10 asilados, la mayoría abrasados y alguno estrellado contra el suelo al intentar huir de las llamas, la presidenta de Gobierno del Estado de Schleswig-Holstein, la socialdemócrata Haide Simonis, escuchaba a primera hora de la tarde de ayer las palabras airadas y vehementes de un grupo de refugiados del Zaire.El que lleva la voz cantante grita en francés a la jefa de Gobierno sus reivindicaciones para poner fin a la situación en que viven en este Estado del norte de Alemania: "Queremos que se cierren todos los refugios de asilados y se nos traslade a vivir a pisos con alemanes, queremos integración y vivir entre alemanes, para que los neonazis no puedan quemar a nuestros hermanos".

Mientras los inmigrantes zaireños exponían sus quejas y su dolor a Simonis, las grúas seguían su trabajo y levantaban a trozos el techo de la casa incendiada. Los expertos no han podido todavía entrar en el segundo piso y la buhardilla del edificio ante la amenaza de ruina. Se teme que en la buhardilla, donde vivía una mujer con varias de sus hijas, puedan encontrarse nuevos cadáveres calcinados. Se echa de menos a cuatro personas y ni siquiera se puede precisar con certeza el número de personas que vivían en la casa incendiada, porque había en ella un gran movimiento de familiares y amigos que dormían con frecuencia allí.Una mujer negra se marchaba del lugar apoyada en el hombro de un amigo. Alguien explicó que había perdido a su marido. Una angoleña de 25 años, Monique Bunga, se lanzó al vacío con su hija de tres años en brazos. La madre se mató y la niña salió ilesa. El más afectado por la tragedia es Jean-Daniel Makudila, un zaireño de 43 años que vivía desde hace siete años en Lübeck y había salido de viaje a Aquisgrán, para asistir al entierro de un familiar. En la casa incendiada, su esposa -Landu, de 29 años-, sus cuatro hijos -de uno, cuatro, seis y doce años- y su hijastra, de 19, murieron abrasados. Los bomberos los vieron a todos juntos en el segundo piso, pero no se decidieron a saltar. De pronto desaparecieron y las llamas los devoraron. Al mediodía de ayer Makudila entró apoyado en dos compatriotas, en medio de desgarradores sollozos, en una sala del Ayuntamiento de Lübeck donde el alcalde de la ciudad, el socialdemócrata Michael Bouteiller, celebraba una reunión con vecinos que habían acudido junto con emigrantes. El alcalde no pudo contener las lágrimas.Racismo cotidiano

Los relatos de la tragedia se suceden en Lübeck y los ciudadanos discuten y comentan en la calle lo ocurrido. En las proximidades de la casa incendiada, el asilado zaireño Flavien Mavungo, de 38 años, casado y con una hija, se lamentaba del racismo cotidiano que, tiene que soportar en Lübeck y explica que Schleswig-Holstein es el peor Estado federado alemán por su oposición a la integración de los asilados en la sociedad. Mavungo lleva ocho años a la espera de que se le reconozca su condición de refugiado político. Perito mercantil de profesión, Mavungo no puede trabajar por carecer del estatuto legal que lo permite. "No sé si mañana me expulsarán del país", se lamentaba. El asilado vive de la asistencia social alemana, que paga, a toda su familia unos 1.000 marcos (84.000 pesetas) mensuales.

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A las puertas de la sede central de la policía, la comisionada para los extranjeros de Kiel, la capital del Estado, Stephanie Rothenburg-Unz, acababa de asistir a las explicaciones sobre la puesta en libertad de los presuntos autores neonazis. "Aunque no sea un atentado, la catástrofe es un crimen. estructural por la forma en que se produjo. Por la forma de alojar a los asilados, con las casas que no se cuidan, las catástrofes pueden ocurrir en cualquier momento", sentenció.

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