Tribuna:

Señuelos

En primer lugar, una generalización: todo poder gobernante tiene un potencial totalitario, es decir, una tendencia a eliminar la posibilidad de apelación (ya sea racional o sentimental) a cualquier juicio extrínseco a su poder. Cuando se dan varias e ininterrumpidas formas de resistir a esta tendencia tienen lugar algunos periodos históricos de relativa libertad. La batalla nunca se gana. La democracia no es un sistema como falsamente se enseña, sino una forma -que cambia todo el tiempo- de resistencia.La paranoia es la imagen especular del totalitarismo. Dicho de una manera más sencilla, la p...

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En primer lugar, una generalización: todo poder gobernante tiene un potencial totalitario, es decir, una tendencia a eliminar la posibilidad de apelación (ya sea racional o sentimental) a cualquier juicio extrínseco a su poder. Cuando se dan varias e ininterrumpidas formas de resistir a esta tendencia tienen lugar algunos periodos históricos de relativa libertad. La batalla nunca se gana. La democracia no es un sistema como falsamente se enseña, sino una forma -que cambia todo el tiempo- de resistencia.La paranoia es la imagen especular del totalitarismo. Dicho de una manera más sencilla, la paranoia es la percepción del poder totalitario en la práctica por la cual casi todo obedece a ese poder. (Por supuesto, cuando la paranoia es patológica, la práctica es más imaginaria que real). La tendencia totalitaria llama continuamente a la obediencia y exige ser desobedecida continuamente. Ahora, una pregunta: ¿qué ha pasado en Europa occidental, desde una perspectiva política, desde la caída del muro de Berlín? Algo ha cambiado en la política en los cinco últimos años. Todo el mundo siente el cambio, aunque no le haya puesto un nombre, y lo siente no exactamente como una desesperación, sino, más modestamente, como una especie de desesperanza. Esto causa aburrimiento, indiferencia y, al final, violencia. ¿Qué ha pasado?

Durante, la actual crisis en Francia, donde los sindicatos apoyan una huelga general como protesta popular contra el plan del Gobierno de llevar a cabo recortes en el sistema de la Seguridad Social, el primer ministro Juppé y el presidente Chirac han perdido gran parte del respaldo que tenían hace seis meses, tras las elecciones presidenciales. Pero las quejas que ahora hay respecto de Jacques Chirac deben ser analizadas en un contexto más amplio. Ciertamente, su breve historial hasta el momento indica que es inepto, arrogante, riada convincente y obstinado. Pero estos rasgos también caracterizan a otros líderes recientes de Europa: Major, Berlusconi y, en un contexto muy diferente, Yeltsin.

¿Cómo actúan estos nuevos hombres, sobre todo en pantalla, que es donde podemos verlos más de cerca? Cada uno tiene sus tics y una manera propia de resultar cautivador mostrando alguna debilidad seductora. La debilidad de Chirac es que es un hombre de pocas palabras que se ve obligado a seguir hablando. La de Yeltsin era su afición a la bebida. Pero todos ellos, con sus equipos, componen un buen número; todos ellos comparten una postura común y una forma de dirigirse a la opinión pública.

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Hay un obstáculo entre su respiración y sus palabras: las dos cosas nunca van normal y orgánicamente unidas. Poco convencidos, tienen que escucharse a sí mismos. Cuando se mueven, tienden a arrastrar los pies porque no tienen un sentido innato de finalidad. (Aquí hay que distinguir entre finalidad y ambición). Visten elegantemente, pero parece que acaban de robar sus trajes para hacer más fácil su salida. Todos están más preocupados por la salida que por la llegada. Sus gestos, lejos de ser arrolladores como eran los gestos de la mayoría de los políticos tradicionales, son más bien parvos, y su mirada es profunda y tensa. Su ansiedad parece tener menos que ver con lo que ya saben y más con las últimas noticias desconocidas que aguardan.

Y, desde luego, hablan. No de la vida cotidiana, la nuestra o la suya. No de nuestros temores ni, ciertamente, de los suyos -su temor sistemático es que se les abandone-. Hacen muchas referencias al futuro, pero está claro que no pueden ver más allá de las próximas elecciones; a pesar de que padecen una miopía extrema y crónica, hablan de lo que creen ver en el horizonte. Hacen complicadas distinciones entre derecha e izquierda, desempleo y productividad, impaciencia y sacrificio, orden y fanatismo, lo obsoleto y lo moderno, Europa y el resto del mundo... Pero el espacio que crean sus palabras está tan deshabitado como una sala de espera o el umbral de una puerta.

Sí, es como si charlaran en el umbral de la puerta mientras el equipo de alta fidelidad, la cámara, los ahorros del abuelo y las joyas de la mujer inician un viaje sólo de ida a través de la ventana de atrás. Su papel, allí en el umbral, es hablar de otra cosa mientras en otra parte se hace el trabajo. Su profesión es crear no un debate político, sino una distracción. Sus cabezas parlantes se han convertido en señuelos. Esto es lo que ha cambiado en Europa en los cinco últimos años. ¿Por qué ha pasado?

Hasta el final de la guerra fría y el colapso del sistema soviético, el sistema capitalista necesitó la política para intentar reclutar al resto del mundo en su lucha por eliminar cualquier futuro alternativo al que él mismo proponía. Consecuentemente, necesitaba palabras como libertad, democracia y' justicia que implicaran política. Hoy la situación es diferente: el libre mercado se convirtió de la noche a la mañana en el triunfante sistema global. Ahora todo en toda la tierra puede, por fin, ser vendido o comprado por los que tienen los medios. (Para vender se necesitan todavía más, medios que para comprar, y entre los medios está el control de los medios de comunicación). Este poder está más o menos concentrado en manos de las 200 mayores empresas multinacionales.

Esto deriva en que muchas de las grandes decisiones que determinan la vida en el planeta y su futuro sean tomadas no por Gobiernos u organismos electos, sino por los que tienen agarrado el mercado. Escribo "tienen agarrado" en vez de "controlan" porque el azar tiene aquí un papel significativo. Los organismos reguladores de este nuevo poder global son el Banco Mundial, el FMI, la OMC, etcétera. Con el apoyo de sus seguidores, estas organizaciones, que poseen más poder económico amenazador que cualquier Estado, imponen en todo el mundo las condiciones necesarias para el desarrollo óptimo de la economía de mercado.

Dondequiera que se aplican, estas condiciones cambian la vida del país, destrozando la agricultura y las comunidades locales, aumentando el paro, ensanchando el abismo entre ricos y pobres y destruyendo el bienestar social. Conforme este plan global avanza, exige cada vez más una despolitización mundial. De otro modo las protestas de la mayoría que padece pueden volverse demasiado insistentes. Nuestros políticos-señuelos son los agentes de esta despolitización. Y no necesariamente por decisión propia, sino por obediencia. Aceptan los proyectos del mercado global para el futuro como si fueran una ley natural en vez de examinarla como lo que es: una poderosa y cínica operación. La única concesión que hacen a la historia humana es llamar a esta operación modernización. Tal abnegación por su papel podría parecer sorprendente, pero nunca debería subestimarse -ni ahora ni en el pasado- la atracción de la obediencia para los hombres que buscan poder inmediato. ¡Venderían a su abuela con tal de conseguir más ciberespacio! Así pues, el futuro del planeta -repiten en el umbral- no puede debatirse ni decidirse a escala política, ya que sencillamente está sujeto a una ley naturat. ¡Ninguna economía puede escapar a esta ley!

Después vienen las consecuencias, que en todas partes son duras o más que duras. Millones de personas padecen paro, desarraigo, pobreza en todas sus formas. Millones más están amenazadas. Frente a este sufrimiento, los señuelos, con sus palabras huecas, están como si se hubieran quedado sin habla. No poseen un lenguaje de aguante o de lucha, así que no pueden -aunque quieran- entablar el primer intercambio, el primer llamamiento lanzado y respondido, que ha sido siempre el punto de partida de la política. Su obediencia les ha privado de toda conciencia de lo que une a la gente. El fetichismo de los beneficios produce una especie de adormecimiento del alma.

Nadie en ninguna parte sabe todavía lo que implicará resistirse a la operación del mercado global, qué formas de resistencia funcionarán mejor o cómo compartir los enormes sacrificios y el amor propio nuevamente descubierto que se derivarán de ello. Es demasiado pronto, puesto que sólo han pasado cinco años. Lo que es seguro es que ése es el punto en que la política rechazada se reanudará en el próximo milenio. O quizá ya se haya reanudado.

John Berger es escritor británico.

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