Tribuna:

La cena en casa de los Suárez

En los tres años que el joven Malcolm Morley permaneció en una maloliente cárcel de Inglaterra, allá por los años cuarenta, por un asunto nunca totalmente aclarado, se hubiera dicho que se cerraba sobre la promesa de su primera juventud la tediosa rutina de la celda, el refectorio, los paseos por el patio, en circulo y con las manos en la espalda,, y el sórdido rumor de los talleres' donde los reclusos confeccionaban calcetines destinados a los huérfanos del Reino Unido y otras instituciones de caridad. Nunca se - hubiera podido vislumbrar en tan gris ocupación la futura carrera de un a...

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En los tres años que el joven Malcolm Morley permaneció en una maloliente cárcel de Inglaterra, allá por los años cuarenta, por un asunto nunca totalmente aclarado, se hubiera dicho que se cerraba sobre la promesa de su primera juventud la tediosa rutina de la celda, el refectorio, los paseos por el patio, en circulo y con las manos en la espalda,, y el sórdido rumor de los talleres' donde los reclusos confeccionaban calcetines destinados a los huérfanos del Reino Unido y otras instituciones de caridad. Nunca se - hubiera podido vislumbrar en tan gris ocupación la futura carrera de un artista a quien el sistema penitenciario británico logró inculcar un, exaltado afán por los viajes, una violenta necesidad de color y un temperamento desconfiado.Malcolm Morley nació en 1931. Después de saldar sus cuentas pendientes con la justicia de la Reina navegó en la marina mercante y se convirtió en un pintor a quien nunca faltó la añoranza por la inocencia perdida de los trópicos. Sus primeros catálogos le incluyen en aquella poderosa escuela de pintores que fue el expresionismo, abstracto., Libros de arte posteriores le clasifican en la insignificante corriente artística conocida por la breve explosión gaseosa de la sílaba pop. Alguno de sus cuadros más significativos proceden d e la escuela misteriosa del hombre de las cavernas y otros rinden un devastador tributo a la estética del fotograma. Algo hace pensar que Malcolm Morley fue artífice de todas las vanguardias sin pertenecer a ninguna. De su obra se desprende un sentimiento de. soberana independencia Si hay algo común a los artistas, quizá sea la participación en ese sentimiento. Una muestra de su obra se exhibió recientemente en la sala de exposiciones de la Fundación La Caixa sin que el escandaloso precio del catálogo empañara la admiración debida a un artista que en el fondo de su alma siempre rindió homenaje a los pintores extravagantes o lunáticos, de Van Gogh al aduanero Rousseau.

Uno de los cuadros de Morley, titulado Cena a bordo -fechado, creo, en 1956-, representa a seis comensales reunidos a cenar en el lujoso comedor de un paquebote, los caballeros vestidos de esmoquin con satinados reflejos de solapa, lo mismo que el camarero; ellas, luciendo aquellos modelos. de noche de los años cincuenta que resultan tan inalcanzablemente femeninos para quienes, de aquellos tiempos ingratos sólo recordamos las regañonas inclinaciones de abuelas, hermanas y mamás. Un brazo enguantado de negro hasta el codo brinda en, primer plano con champaña, proponiendo una alusión apenas encubierta -a Toulouse-Lautrec. El friso del fondo, con flores y faunos, evoca un ambiente de decadencia pompeyana. Todos ríen. Quizá festejan el paso de la línea, quizá se trata de la noche del capitán. Quizá celebran el ingenio de uno de los personajes centrales, del cuadro que sin ningún género de dudas, y después de atento examen, se parece inexplicablemente, al presidente Adolfo. Suárez. Ya sé lo que esta afirmación puede tener de asombrosa, pero ésa es la fatalidad de todas las coincidencias. El espectador retrocede, vuelve incrédulo al cuadro y verifica la afirmación.

'Lamento que el lector, ávido' -sólo de creer a sus propios ojos, no pueda precipitarse a contemplarlo. Por el lienzo sopla un aire de locura, y únicamente se espera el sordo crujido del casco del buque para adivinar que nos hallamos, abordo del Titanic. Es muy grande, la tentación del no velista de continuar fagocitando la materia anecdótica del cuadro amparándose en la excusa de que la exposición se ha clausura do, y la descripción exacta necesita de otros recursos que el decir vayan y vean. Pongamos que la Cena a bordo de Malcolm Mórley tiene esa extraña esencia de los instantes. suspendidos en los que se intuye con champaña, esmoquin, primeras damas y jefes de Gobierno, que algo va a pasar.

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Yo también he leído el libro sobre Torcuato Fernández-Miranda escrito por su hija Pilar y por su- sobrino Alfonso, y, con otros muchos lectores, se puede afirmar tajantemente al menos una cosa: la: transición no la hizo el lector. A lo más y" sin excesivo esfuerzo, transigió consigo mismo., Tampoco la hizo Iñaki Anasagasti, que gallea adulador para afirmar que la hizo el pueblo (o que se hizo en su pueblo, no entendí bien su declaración). Poco importa. Con sus sombras, sus gozos y su erudición doctoral, el libro de los tres Fernández-Miranda lanza la red, donde atrapar una extraña captura literaria; esto es, la personalidad de una eminencia gris, como se habla de un tiburón gris, o de un cachalote gris, o de la esencia, volátil del ámbar gris, revelando tan sólo lo necesario para que su naturaleza mortal quede imprecisa. ¿En. qué consiste ser eminencia gris? ¿Cuál es la fuerza y la debilidad de carácter que tal genero entraña? El paso a la historia dé la, eminencia gris es uno de los más difíciles, pues el destino mismo, de la eminencia gris es disolverse en la historia. Mal se intuye en esas condiciones, cuál es el centro de gravedad del libro. La escurridiza personalidad del primer Torcuato cumple el más difícil papel protagonista, aquel de ser o no ser.

Sin embargo, y supuesto que los libros tengan centro de gravedad cómo los hombres ombligo, Pilar y Alfonso Torcuato logran, con literaria perfección, hallar un centro al suyo en el escueto relato de una cena. Es muy probable que no agrade a ninguno de los Fernández-Miranda que la esencia difusa de la errúnencia gris encuentre asidero terrenal en la personalidad de Adolfo Suárez, y mucho menos en su casa. Porque la cena, aquel 8 de marzo, tuvo lugar en casa de los Suárez. Se ventilaba una apuesta por nadie conocida. La eminencia gris, entre siendo y no siendo, por no asumir los riesgos, sondea en el futuro presidente cuál es la amplitud de su codicia y cuál la profundidad de su legítima ambición. "¿Por qué no has de ser tú presidente de Gobierno?", dice Suárez. Un segundo de silencio. "¿Por qué no tú?", replica astuto Torcuato.

Hay un cruce de miradas. En un instante se carga de tensión la historia reciente de España. En el instante anterior todos ríen. Como en las buenas novelas, la tensión no remite sino muy lentamente después. Atrás quedan las cenas franquistas. de decadencia pómpeyana (Vega Sicilia o Paternina banda azul, según las jerarquías, amigas clandestinas, fuertes timbas, malta para los avezados jugadores de póquer y para ellas sambuca con un grano de café). Algo se clausura en el ambiente. Se cena a bordo en casa de los Suárez y sólo se espera el sordo crujir e las cuadernas del barco para saber que nos hallamos a bordo del Titanic, y que aquel paquebote franquista se había topado con la masa sumegida de un iceberg. Crujía el Casco y a la España del régimen se le rompían las costuras. Sólo se pudieron salvar los que Adolfo Suárez cóndujo a los botes. Con toda modestia, y que disculpe Torcuato, los que transigimos éramos el iceberg.

Manuel de Lope es escritor.

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