A palo seco
Uno de los bosques más insólitos de la región perdura en la árida solana del cerro de El Chaparral
En tiempos de corrupción y sequía todos, deberíamos tomar nota de la austeridad casi calvinista de las sabinas: no consumen ni gota de agua y su madera -que viene a ser el alma de los árboles- es imputrescible. ¡Qué hermosa bandera comunitaria harían siete sabinas en lugar de siete estrellas! ¡Qué lección inmarcesible recibirían las generaciones venideras con sólo verlas campear sobre escuelas y mercados, sobre cosos taurinos y casas consistoriales!Así, además del trivium de los JASP -inglés, filosofía barata y física cuántica-, los chaveas madrileños aprenderían que las sabinas dominar...
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En tiempos de corrupción y sequía todos, deberíamos tomar nota de la austeridad casi calvinista de las sabinas: no consumen ni gota de agua y su madera -que viene a ser el alma de los árboles- es imputrescible. ¡Qué hermosa bandera comunitaria harían siete sabinas en lugar de siete estrellas! ¡Qué lección inmarcesible recibirían las generaciones venideras con sólo verlas campear sobre escuelas y mercados, sobre cosos taurinos y casas consistoriales!Así, además del trivium de los JASP -inglés, filosofía barata y física cuántica-, los chaveas madrileños aprenderían que las sabinas dominaron la Península en los días fríos y secos de las glaciaciones cuaternarias y que sólo al mejorar las previsiones meteorológicas comenzaron a batirse en retirada, buscando asiento en terrenos de tan poco jugo que harían retorcerse de sed a un tuareg.
Curiosamente (les explicarían), el valle del Lozoya, que hoy es un formidable depósito de humedad, atesora el último sabinar de la región. Y aunque esta ubicación parezca contradecir el carácter sobrio de la especie, antes al contrario lo confirma, pues en vez de perdurar en cualquiera de las umbrías o a la vera de los muchos regatos que adornan el paraje, ha ido a elegir la solana del cerro de El Chaparral para seguir creciendo a sus anchas. Allí, tendido sobre la árida pendiente, entre encinas y cantuesos, yace este superviviente de los hielos remotos como un naufrago jadeante y feliz.
Para conocer esta reliquia vegetal caben dos opciones: la primera, concebida según el dicho aquí te pillo, aquí te mato (muy JASP, pues), consiste en dejar el Clio o simular en un apartadero existente en el kilómetro 13 de la M-604, a tiro de piedra de Lozoya del Valle, para acto seguido escalar el talud de la carretera y echarse a correr monte arriba hasta coronar El Chaparral (1.413 metros). Tiempo estimado de subida: 45 minutos. Probabilidades de que alguien pueda disfrutar así de una jornada campestre: cero.
Más razonable se nos antoja este mínimo rodeo: salir a pie de Lozoya por la cañada que bordea el embalse de Pinilla. hacia Levante y, una vez llegados a la desembocadura del arroyo del Villar, remontar su curso por entre el tupido robledal de la margen izquierda -primero atrochando y, más adelante, por pista forestal- hasta alcanzar el collado que da paso a la localidad, de Navarredonda.
Progresando luego por la cuerda hacia el Sur junto a una alambrada de espino, el caminante no tardará ni media hora en plantarse en la cima de la Cruz. Y encaramado al vértice geodésico, aunque sólo sea por sumarle un metro más a los 1.514 que ya tiene el pico, se dará un atracón de vistas pantagruélico: desde la Cabrera hasta la Somosierra, pasando por el embalse de Riosequillo y las antenas parabólicas de Gandullas, tan de otro planeta ellas...
Pero el excursionista, lejos de hartarse, reanudará su camino hacia poniente en demanda del plato fuerte de la jornada: la vecina cumbre de El Chaparral. Desde ella abarcará el mirífico Lozoya, de Peñalara al embalse de Pinilla. Y desde ella emprenderá, para cerrar el círculo, el regreso al pueblo por la solana de las sabinas.
Si nuestra bandera fuera otra, este paseo sería asignatura obligatoria. Nuestros chavales aprenderían a reconocer la sabina albar (Juniperus thurifera) por su copa cónica o redondeada, sus hojas escuamiformes -como de ciprés- y sus frutos globosos -arcéstidas- Probarían a mezclar las hojas con miel para limpiar las suciedades del cuero. Leerían en Flora española, de Quer, que el humo de "la corteza y leño promueve los menstruos con tanta violencia (...) que las mujeres, queriendo encubrir un delito con otro mucho mayor, usan este remedio para abortar, y suelen pagar la pena de su detestable culpa, porque casi siempre excita tan horrible flujo de sangre que convierte en tumba de su hijo a la infeliz que intentó quitar la vida a su mismo hijo". Y se mondarían de risa.