Editorial:

Rusia sin Borís

EL PRESIDENTE de Rusia, Borís Yeltsin, vuelve a estar enfermo, y esta vez, al parecer, de mayor gravedad que en anteriores ocasiones. Que los hábitos de vida de Yeltsin no son los más adecuados para llegar a viejo en condiciones de salud medianamente aceptables es de sobra conocido. Su afición, a los 64 años, a la comida, las fiestas y sobre todo la bebida le ha convertido en un hombre extremadamente quebradizo. Su dolencia cardiaca viene de lejos, ya le ha dado varios sustos, y nadie puede descartar que este ataque o uno próximo sea el definitivo. La afición a los excesos etílicos, que Yeltsi...

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EL PRESIDENTE de Rusia, Borís Yeltsin, vuelve a estar enfermo, y esta vez, al parecer, de mayor gravedad que en anteriores ocasiones. Que los hábitos de vida de Yeltsin no son los más adecuados para llegar a viejo en condiciones de salud medianamente aceptables es de sobra conocido. Su afición, a los 64 años, a la comida, las fiestas y sobre todo la bebida le ha convertido en un hombre extremadamente quebradizo. Su dolencia cardiaca viene de lejos, ya le ha dado varios sustos, y nadie puede descartar que este ataque o uno próximo sea el definitivo. La afición a los excesos etílicos, que Yeltsin comparte con millones de rusos, no es en su caso un asunto particular. Afecta al futuro de su inmenso Estado, a la estabilidad de Europa y a la seguridad de todo el mundo.Yeltsin puede estar sólo unas semanas en el hospital y volver a su vida normal, pero es más probable que estemos ante el principio del. fin de su carrera política, sobreviva o no a su dolencia. Esta certeza ha alarmado en las cancillerías occidentales, y sobre todo en Washington. Porque desde hace años, una extraña alianza de políticos y analistas occidentales ha apostado en sus relaciones con Rusia siempre por Yeltsin, como antes hicieron con Gorbachov. Entonces les salió medianamente bien. Pero esto no significa que aquella buena fortuna se repita. El Estado ruso está prácticamente desvertebrado, las mafias han infiltrado las instituciones, y el orden público se ha desmoronado. Queda en evidencia que el apoyo incondicional a Yeltsin era una apuesta de alto riesgo. Sus posibilidades de seguir como presidente tras las elecciones son prácticamente nulas.

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Tiene junto a su cama el maletín con el botón que pondría en situación de alarma y disparo los misiles atómicos rusos. Y está rodeado por su familia y sus asesores, entre los que hay personas de toda calaña e ideología. Aunque consciente en su lecho del hospital, no podrá dirigir el país, y su agenda para las próximas semanas, incluida la cumbre sobre Bosnia en Moscú, habrá de ser ser cancelada.

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El Estado ruso no cuenta hoy con instituciones sólidas para cubrir el vacío de poder que provoca la enfermedad de Yeltsin. Que Víktor Chernomirdin, primer ministro, asuma la responsabilidad del presidente no tranquiliza a nadie, pese a ser de los líderes mas sensatos en la cúpula.

Sin un presidente que, pese a su retórica nacionalista ocasional, está convencido de que la salvación de Rusia pasa por su modernización y no por el retorno a los orígenes, nefastos pero idealizados, otros líderes populistas creerán llegada su hora. Y Occidente, se queda, al menos durante semanas, sin interlocutor, cuando el 17 de noviembre se cumple el plazo para la destrucción de armamento convencional acordada en Viena, a lo que se niega el Ejército ruso, y está en plena marcha el debate sobre la ampliación de la OTAN. Yeltsin está lejos de ser el interlocutor ruso ideal, pero es el mejor que Occidente tiene. O tenía.

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