Tribuna:LAS CLAVES DE LA TRANSICIÓN / y 5.

Se juzgó con la absoluta irrelevancia política de Suárez que lo convertía en un "insignificante relleno" ¡Qué error! ¡Qué inmenso error!

Nadie votó por Fraga, y Areilza cae en la 1ª votación. 3 de JULIO 1976A las 9.30 de la mañana siguiente, 3 de julio, volvió a reunirse un Consejo sosegado: los consejeros se sentían protagonistas del futuro, responsables e independientes. Ni había habido ni iba a haber consignas oficiales. Los menos, los afectos a el proyecto de la Corona, confiaban en la habilidad del presidente delConsejo. Los más, los afectos a la continuidad franquista, ya no desconfiaban de la habilidad del presidente del Consejo, se sentían seguros en la medida que percibían que las instituciones fun...

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Nadie votó por Fraga, y Areilza cae en la 1ª votación. 3 de JULIO 1976A las 9.30 de la mañana siguiente, 3 de julio, volvió a reunirse un Consejo sosegado: los consejeros se sentían protagonistas del futuro, responsables e independientes. Ni había habido ni iba a haber consignas oficiales. Los menos, los afectos a el proyecto de la Corona, confiaban en la habilidad del presidente delConsejo. Los más, los afectos a la continuidad franquista, ya no desconfiaban de la habilidad del presidente del Consejo, se sentían seguros en la medida que percibían que las instituciones funcionaban. También es cierto que las previsiones de funcionamiento habitual del Consejo habían privado a los consejeros de tiempo para la conspiración o para la presión y les habían enfrentado repentinamente con sus responsabilidades históricas. Por ello, todos, aun los más antidemócratas y antimonárquicos, se sentían abrumados por la responsabilidad y tendían hacia la prudencia. No faltaban ni la moderación ni el sentido común.

El presidente abrió la sesión. Es correcta la afimación de Morán cuando escribe que "el presidente hace una breve intervención sobre la misión histórica de este Consejo y sobre las características de independencia absoluta de los allí reunidos, no sometidos a ninguna presión que no sea la de la conciencia y la de España". Cuando todos esperaban oír de boca del presidente del Consejo el nombre predestinado, Torcuato Fernández-Miranda propuso que cada consejero escribiera tres nombres en una papeleta para comenzar las deliberaciones elaborando una lista general que recogiera a todos los candidatos.

Resultó una lista de 32 nombres formada por José María de Oriol, Gonzalo Fernández de la Mora, Rodríguez de Valcárcel, García Hernández, Solís Ruiz, López Rodó, Federico Silva, Manuel Fraga, José María Areilza, López-Bravo, Adolfo Suárez, Licinio de la Fuente, Rafael Cabello de Alba, Alfonso Osorio, Jesús Romero Gorría, Fernando Castiella, José María Azcárate,Virgilio Oñate, Alfonso Álvarez Miranda, Fernando de Santiago, Galera Paniagua, Emilio Lamo de Espinosa, Carlos Pérez de Bricio, Leopoldo Calvo Sotelo, Joaquín Ruiz-Giménez, Juan Sánchez Cortés, Raimundo Fernández Cuesta, Alejandro Fernández Sordo, Fernando Suárez González, Antonio Barrera de Irimo, Cruz Martínez Esteruelas y Alberto Monreal Luque.

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A partir de esta lista comenzó la criba. Se fue leyendo uno a uno cada nombre y preguntando si se mantenía o eliminaba. Si ninguno de los consejeros apoyaba al nombrado, éste quedaba eliminado (en esta fase previa a las votaciones Fraga perdió su lugar en la lista de los candidatos al no ser defendido su nombre por ninguno de los consejeros). Si uno solo de los consejeros defendía a un candidato, se votaba en secreto para ver si obtenía la mayoría. Los nombres que consiguieron los votos necesarios pasaron a una nueva eliminatoria.

Cada familia del régimen jugó sus bazas, aceptando la eliminación de sus candidatos más débiles, o de los que suscitaban menor interés de los consejeros, para quedarse con los estimados más fuertes y que concitaban mayores aprecios.

José María de Areilza, candidato con gran proyección en el extranjero, pero con escaso apoyo en el país, cayó en la primera vuelta. Sacar su candidatura adelante hubiera tenido un coste seguramente impagable en términos de respeto a la legalidad; además, en aquel momento tampoco había el menor interés institucional para que prosperara su nominación. Se le apreciaba, al igual que a Manuel Fraga, pero se consideraba que no era el hombre adecuado, y no por falta de personalidad política, sino por todo lo contrario.

Compartimos de nuevo la tesis de Morán cuando afirma que "casi por unanimidad quedan para sufrir otra votación nueve candidatos". Son los siguientes: "Alejandro Rodríguez de Valcárcel y Nebreda, José García Hernández, Laureano López Rodó, Federico Silva Muñoz, Gregorio López-Bravo y de Castro, Adolfo Suárez González, Alfonso Álvarez Miranda y Carlos Pérez de Bricio y Olariaga" [y Gonzalo Fernández de la Mora].

A estas alturas, los consejeros apuestan por los, candidatos que estiman fuertes, que les inspiran confianza y que consideran viables... En el fondo hay algo de envite.

Todos los candidatos son personas de las que se presume afección al régimen. Los consejeros integristas, la gran mayoría, están satisfechos del resultado y aceptan el juego. Quieren ser ponderados y equilibrar la propuesta entre las tres familias que sostienen el régimen: democristianos conservadores, tecnócratas y falangistas puros o gente del Movimiento.

Ninguna persona seria puede establecer barreras significativas dentro de tan convencional clasificación. Objetivamente, la clasificación es sumamente irrelevante, pero, en el pequeño mundo de las percepciones subjetivas de las posibilidades de poder, la clasificación funcionaba porque se quería que funcionase. Por ello, utilizarla era razonable. Y se utilizó.

Quede claro que estamos hablando de un conjunto de personas que los miembros del Consejo consideraban ortodoxas. Cada uno tenía sus preferencias personales, pero nadie se sentía amenazado en sus posiciones políticas. Todo discurría bien; todo era, por tanto, negociable.

En la siguiente. votación, presente ya de manera acusada la idea de familias políticas "dentro del régimen", fueron eliminados tres nombres, uno de cada correspondiente familia. Desaparecen de la lista López Rodó, Pérez de Bricio y José García Hernández.

En esta penúltima selección jugaron de manera importante, sin directa intervención del presidente, los factores pacientemente cultivados en la sesión del día anterior: la juventud de Adolfo Suárez como factor para representar un "franquisino renovado", idea sostenida con energía y lucidez por uno de los consejeros más claramente alineados con el proyecto de la Corona, Miguel Primo de Rivera. En segundo lugar, se jugó con la absoluta irrelevancia política de Adolfo Suárez, que le convertía en un "insignificante relleno" (¡qué error!, ¡qué inmenso error!) que a nadie molestaba y sobre el que nadie perdió un solo segundo en estimar sus posibilidades reales ni las consecuencias de su eventual nombramiento.

La última selección se realizó ya en un clima de extraordinaria cordialidad y de abierta satisfacción. No existían enemigos: Fraga y Areilza, los únicos capaces de crispar la mayoría del Consejo, estaban eliminados. Sólo quedaban adversarios menores para los unos y para los otros. En gran medida, el resultado final no se percibía como grave. La continuidad parecía garantizada.

La última votación fue casi irrelevante para todos menos para el presidente del Consejo. ¿Fernández de la Mora o López-Bravo? Había matices, pero no posiciones irreconciliables. ¿Federico Silva o Alfonso Álvarez Miranda? No había problemas sustanciales, quizá se le concedía mayor prestigio al primero, pero no era un problema grave. ¿Rodríguez de Valcárcel o Adolfo Suárez? No había color, desde luego, Rodríguez de Valcárcel..., pero estaba enfermo... muy enfermo... No era viable. Había que renunciar a esta posibilidad... En estas condiciones optar por Adolfo Suárez suponía un hermoso brindis al sol. Joven, afecto e imposible, ¿por qué no?... Acaso algún día este joven ambicioso se encontrara en situación de agradecer un gesto protocolario...

El nombramiento de Suárez es una bomba. 3 de JULIO 1976

El objetivo se había cumplido; la terna resultó formada por Silva Muñoz, López-Bravo y Adolfo Suárez. Todos se sintieron satisfechos. No hubo sorpresas porque nadie apostaba por Suárez, considerado candidato de relleno ante los problemas físicos del "candidato natural" por el sector falangista, Alejandro Rodríguez de Valcárcel. Los otros dos, Ios verdaderos candidatos", eran más o menos amigos, pero representaban (percepción subjetiva que no valoramos) posiciones continuistas y una garantía de la supervivencia del régimen.

Al término de la reunión, Torcuato Fernández-Miranda hizo unas breves declaraciones, tan meditadas como incomprendidas. Los torcuatólogos, especie tan pintoresca y casi tan arbitrista y arbitraria como los kremlinólogos (salvando, desde luego, las distancias, cualitativas y cuantitativas), alimentaron su posición de aventajados criptólogos e iniciados en os arcanos de su poder turbio, en permanente estado de conspiración, suministrando interpretaciones que avalaban su privilegiado instinto y su probada sensibilidad política. El presidente del Consejo del Reino dijo: "Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido". Los expertos interpretaron: en la terna va Areilza y el nuevo presidente será Areilza, porque... ¿qué otra cosa podría querer el Rey?

Dos horas más tarde comenzaron los rumores. La agencia Cifra lanzó los nombres de Areilza, Suárez y Silva como componentes de la terna. ¿Hubo filtraciones maliciosas, intencionadas y mezquinas? No lo creemos. Hubo, simplemente, dosis letales de kremlinología y voluntarismo. También se barajaron hipótesis certeras, nacidas sin duda de filtraciones veraces: Gregorio López-Bravo, Adolfo Suárez y Federico Silva. Para todos los comentaristas, Suárez era un relleno irrelevante. La rumorología bien informada discutía los pros y los contras de Silva y López-Bravo, la intoxicada apostaba por Areilza.

A las 8.30 horas del día 3 de julio de 1976, Televisión Española dio la noticia de la denominación de Adolfo Suárez como presidente de Gobierno.

El nombramiento cayó como una bomba en todos los sectores comprometidos con el cambio, e incluso, todavía hoy, en algunos, sectores colea aquella resaca.

Una vez hecho público el nombramiento de Adolfo Suárez, los que necesitaban salvar la figura del Rey (unos porque la percibían honestamente como la única base sólida para propiciar una razonable transición hacia la democracia, otros porque eran incapaces de comprender el alcance de la operación) escupieron su frustración responsabilizando del nombramiento al presidente de las Cortes (a su "conocido y turbio maquiavelismo"), y, volviendo contra él las palabras que había pronunciado al final de las reuniones del Consejo del Reino, formularon sus conclusiones: el Rey quería a Areilza, pero Torcuato Fernández-Miranda, que ha jugado bazas de imposibilidad práctica para imponer su criterio y nombrar una marioneta a su servicio, tiene la desfachatez de imputar al Rey el fruto de su maliciosa voluntad.

La realidad es que Torcuato Fernández-Miranda, que tuvo conciencia inmediata de que se había equivocado al decir aquellas palabras y que las rectificó con rapidez, las había pronunciado con el fin de transmitir un mensaje radicalmente distinto: aquí manda el Rey. Yo no soy su valido, sino su servidor. La democracia es un proyecto irrenunciable de la Corona y yo un modesto servidor. No soy yo quien promociona a Adolfo Suárez, sino que es el Rey quien juega sus bazas, me da instrucciones y yo las cumplo. La democracia nace de la voluntad de la Corona, los demás aconsejamos pero no decidimos.

Pero a pesar de haber nacido con una intención honesta, aquella frase acabó resultando desafortunada. ¿Por qué? Si el presidente elegido (en el caso de que hubiese estado incluido en la terna) hubiera resultado ser José María de Areilza, la frase hubiera sido objeto de general aplauso: "¡He ahí un leal lacayo que cumple las órdenes del Rey!".

Pero la reacción de los medios ante el nombramiento de Suárez fue de tal escepticismo y dureza que excedió las previsiones del presidente de las Cortes. El ruido de los medios, la agresividad desmedida contra Adolfo Suárez y la transmisión de un mensaje que comportaba el descrédito de la Corona obligaron al presidente de las Cortes a cambiar el mensaje y a desmentirse. En declaraciones al diario Abc niega su primera declaración y señala que el Consejo del Reino ha sido libre para confeccionar la terna, que nadie lo ha manipulado, ni directa ni indirectamente.

Fernández-Miranda transmitió este mensaje falso por dos razones de superior estimación. Primera: cuando los medios se opusieron frontalmente a Suárez, tanto en España como en el extranjero, mantener la realidad resultaba peligroso para la Corona. Decir que había dado al Rey lo que le había pedido, que era una fórmula que buscaba potenciar la posición de poder del Rey, se convertía en aquellas condiciones en un riesgo para la Corona: ¡el Rey se ha equivocado! O, peor aún, ¡el Rey no quiere el cambio! Hay que asumir que don Juan Carlos no ha sido libre y que la turbia y monstruosa capacidad de conspiración del presidente del Consejo del Reino le ha jugado una mala pasada a Su Majestad. Había que tragar el sapo y se lo tragó. Segunda: en las palabras de Torcuato Fernández-Miranda, pensadas unilateralmente para seguir potenciando la Corona, había un implícito menosprecio de la libertad y la independencia del Consejo del Reino. La frase hacía explícita una cierta manipulación del Consejo que se contradecía con el clima de libertad que aparentemente se había querido fomentar.

Fernández-Miranda asumió los dos errores de cálculo, ponderó sus riesgos y decidió desmentirse a sí mismo para evitar desgastes innecesarios a la Corona o inútiles agravios al Consejo. Asume disciplinadamente su propio desgaste.

Pero el juicio y el comentario de Fernández-Miranda, peligroso a corto plazo, se reveló acertado y fecundo a largo plazo, y ninguno de los que reprocharon las turbias conspiraciones del presidente del Consejo del Reino en el nombramiento de Adolfo Suárez, cuando se interpretó como un gran error de la Corona, mantuvo su tesis cuando la operación dio sus esplendorosos frutos de pacífica democratización de España. Entonces la frase se interpretó ad pedem litterae, sin necesidad de la alucinada mediación de los torcuatólogos: el presidente de las Cortes había dado al Rey lo que el Rey le había pedido.

Lo que el Rey me ha pedido (Plaza y Janés).

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