Tribuna:

Una España que no es la nuestra

Esta España de la venalidad, el fraude, la corrupción y el escándalo permanente; este penal abierto, la España oficial -de la política a los medios de información y los círculos financieros-; esta España de los ricos y famosos, enferma de halitosis moral, decididamente no es la nuestra.Esa España se nos aparece incluso como una deformación grotesca de nuestras ideas, esto es, de los ideales democráticos que inspiraron los cambios posteriores a 1975, que no eran otra cosa que la aspiración a crear un orden político moderado y discreto, capaz de promover el bienestar y de garantizar la toleranci...

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Esta España de la venalidad, el fraude, la corrupción y el escándalo permanente; este penal abierto, la España oficial -de la política a los medios de información y los círculos financieros-; esta España de los ricos y famosos, enferma de halitosis moral, decididamente no es la nuestra.Esa España se nos aparece incluso como una deformación grotesca de nuestras ideas, esto es, de los ideales democráticos que inspiraron los cambios posteriores a 1975, que no eran otra cosa que la aspiración a crear un orden político moderado y discreto, capaz de promover el bienestar y de garantizar la tolerancia y la convivencia. La España real -algo se dirá enseguida de ella- no se merece su actual España oficial. Nada de lo que ha ocurrido en los últimos cuatro o cinco años era inevitable: todo podría haber sido de otra manera. Las posibilidades de España eran, hasta entonces, evidentes y sin duda lo siguen siendo. Los que fueron los grandes problemas de los siglos XIX y XX -la preponderancia militar, el atraso económico, el problema territorial, la forma del Estado, el caciquismo, la cuestión agraria, la conflictividad social- parecen en nuestros días en buena medida solventados. Por primera vez en su historia, la sociedad española aparece como una sociedad relativamente homogénea en valores y opiniones sobre aspectos fundamentales de la vida familiar y social. Ha aceptado, además, y sin excesiva violencia moral, cambios extraordinarios en la valoración (y legislación) de principios que hasta ayer mismo parecían casi consustanciales a nuestra nacionalidad y a nuestra conciencia colectiva, y convive, así, sin especiales problemas, con el aborto, el divorcio, la homosexualidad y las familias de un solo progenitor, por citar algunos ejemplos significativos.

La sociedad española de los noventa está sólidamente instalada en el disfrute de las libertades democráticas. Hasta un problema tan complejo, grave y espinoso como es la organización territorial del Estado parece encauzado: al menos, que España fue y es un Estado unitario y una unidad cultural, pero que en su interior subsistieron, y es deseable que sigan subsistiendo, culturas y lenguas particulares e identidades territoriales separadas y distintas (y ante todo, Cataluña, País Vasco y Galicia), lo acepta prácticamente la totalidad del país.

Se diría, pues, que, allanados sus problemas históricos, el horizonte político de España debería ser en los años noventa un horizonte relativamente despejado y sereno-donde la política podría empezar a deslizarse, como en toda sociedad estable y madura, hacia una suerte de pragmatismo más o menos desideologizado. Que no sea así, que la degeneración de la vida pública por la corrupción y el escándalo lo estorbe y aun lo impida, nos provoca, y es lógico que lo haga, reacciones primarias, pero muy saludables y necesarias, de intensa irritación e incontenible desprecio. No es que la democracia vaya a naufragar en nuestro país. Cualesquiera que sean los problemas que la democracia haya podido suscitar desde 1975 -o lo que no ha podido resolver, como ETA-, es un hecho que no han creado una cultura antidemocrática. La democracia no está amenazada: está devaluada, dañada moralmente, extraviada, sin pulso, a causa, claro es, de la sucesión insoportable de casos (Juan Guerra, Filesa, Mariano Rubio, Mario Conde, Javier de la Rosa, Amedo, Roldán) que, por unas u otras razones, el país padece desde hace cuatro o cinco años. Lo que hay es que, como consecuencia, una mayoría de españoles piensa que corrupción y clientelismo son elementos consustanciales a la vida política y, más aún, que política equivale a ambición de poder, mezquindad moral y emociones y pasiones ruines.

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Pero el caso es que la España oficial no es la verdadera España. España es, desde los años sesenta, una sociedad industrial, urbana y moderna, definida por el peso considerable que en su vida social tienen las clases medias urbanas vinculadas a las profesiones liberales, a la gestión de empresas y al funcionariado, con niveles, además, relativamente altos de bienestar y afluencia económicos, como revelan sus gastos en educación, vivienda y consumo. La España real -empresarios, técnicos, médicos, economistas, profesores, arquitectos, empleados, profesionales, trabajadores- es una España en buena medida dinámica, competente y capaz, o por lo menos más capaz, dinámica y vigorosa de lo que ha sido en muchísimo tiempo. Eso no la hace necesariamente una España ilustrada y culta. Es más, podrá hasta no gustarnos. La España de los noventa resulta una España aún demasiado populista en gustos y formas de comportamiento, todavía en exceso dependiente de la tutela del Estado y apegada a viejos hábitos amiguistas y clientelares, y los españoles -o eso creo- seguimos careciendo del sentido último y profundo de la responsabilidad individual, fundamento de toda la vida liberal de nuestro tiempo. Pero, con todo, ésta no es ya una sociedad que pueda asistir indiferente a la degradación irreversible de su vida pública.

Probablemente, esa España no manifestará su intenso desencanto hasta que tenga ocasión de votar en unas elecciones generales, porque ésa es la forma como, en las sociedades modernas y democráticas, se articula la protesta de los sectores mayoritarios. Las elecciones deberían llegar cuanto antes por una razón: para que no se nos eche encima uno de esos momentos, que los hay, en los que parece necesario salvar la política de los propios políticos; de los corruptos, desde luego, pero también de los mediocres y de los ululantes (que de todo tenemos, en el poder y en la oposición).

Juan Pablo Fusi Aizpurua es catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid.

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