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La tensión causada por la crisis política está haciendo creer a sus actores que protagonizan auténticas guerras santas. Esto ya se ha señalado en el País Vasco, donde el entorno de ETA escenifica una yihad abertzale que bien poco tiene que envidiar a sus modelos islamistas. Pero ahora este síndrome se ha contagiado a Madrid, dada la intransigencia con que todos (Gobierno, oposición, prensa o judicatura) se enfrentan al adversario sin conceder el beneficio de la duda. Pero se trata de una guerra desigual, pues cada parte juega con reglas distintas. La teoría quiere que haya equil...

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La tensión causada por la crisis política está haciendo creer a sus actores que protagonizan auténticas guerras santas. Esto ya se ha señalado en el País Vasco, donde el entorno de ETA escenifica una yihad abertzale que bien poco tiene que envidiar a sus modelos islamistas. Pero ahora este síndrome se ha contagiado a Madrid, dada la intransigencia con que todos (Gobierno, oposición, prensa o judicatura) se enfrentan al adversario sin conceder el beneficio de la duda. Pero se trata de una guerra desigual, pues cada parte juega con reglas distintas. La teoría quiere que haya equilibrio en tre poderes que se contrapesan (ejecutivo, legislativo, judicial y ahora periodístico además), pero se trata de poderes comparables entre sí. La judicatura ejerce un papel arbitral, situado au dessus de la melée y por ello necesariamente irrevocable, al que siempre hay que respetar: de ahí, la conveniencia de proteger su autoridad sancionando su desacato. En cambio, el resto de poderes se hallan entregados a la lucha política: al debate en el ágora, que es el corazón mismo de la democracia. De ahí, que políticos y periodistas deban medirse cuerpo a cuerpo con cruenta ferocidad. No hay, pues, desacato en atacar al Gobierno, cuya efímera magistratura es revocable por la ciudadanía y no exige más respeto que el aconsejado por la misma cortesía que merecen sus adversarios.

Por su parte, periodistas y políticos difieren también, pues aquéllos sólo pueden decir mientras éstos pueden hacer y decidir, además de decir. Los políticos son los únicos que poseen el auténtico poder real, que es el poder de actuar: de ahí, que sus obras (por acción u omisión) deban estar jurisdiccionalmente controladas para evitar que se extralimiten y obligarles a reparar sus yerros, caso de que lo hagan. En cambio, los periodistas, sólo, disponen del imaginario poder de informar u opinar, que por sí solo es incapaz de intervenir directamente en la realidad. De ahí, que los tribunales no les deban enjuiciar, pues no producen hechos materiales que investigar, sino dichos de libre interpretación: pero las palabras no matan. Por eso, al revés que la actividad, gubernamental, la libertad de expresión debe ser ilimitada. A diferencia del poder, la prensa es impotente: no puede actuar. Pero, a cambio, dispone (al igual que el poder) de total impunidad para opinar.

De ahí, que la posición de aquellos diarios que denuncian al Gobierno sea inatacable, pues tienen pleno derecho a entrar en la lucha política aunque sea intentando derribar a González. Bien es cierto que algunos exageran hasta caer en la guerra santa, donde el sagrado fin antigubernamental justifica todos los medios, por ilegítimos que parezcan desde el punto de vista ético. Lo cual es coherente con estos tiempos de cultura del pelotazo, que adquieren su máxima expresión en esa prensa sensacionalista para la, que todo vale al estar siempre dispuesta a sacrificar su deontología profesional en beneficio del escándalo: ¿por qué no publicar sus dudosas ex clusivas con la excusa de luchar contra la corrupción, apuntándose de paso auténticos pelotazos periodísticos? No obstante, por muy bochornoso que pueda resultar su estilo, eso no le quita ni un ápice de su derecho a la libertad de expresión.

Sin embargo, la más perniciosa yihad es probablemente la que ofusca hoy al poder socialista, que se siente acosado por una imaginaria conjura universal. De ahí, que, olvidando pasadas divisiones internas (cuando los renovadores denunciaban la corrupción de los guerristas), hoy se muestren unánimes en la protesta de su inocencia. Y para eso culpan tanto al mensajero periodístico como al árbitro judicial, esperando exculparse al echar balones fuera. Pero es inútil su protesta, pues no anula los hechos imputados, para los que no saben ofrecer explicación alguna (como no sea la avanzada por Rodríguez Ibarra acerca del mérito socialista por haber terminado con el costoso chantaje de los GAL). ¿Logrará González despejar la incógnita en el inmediato debate sobre el estado de la nación encontrando esa respuesta verosímil que la oposición le demanda para hallar salida a la crisis política?

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