Tribuna:

El retorno

Las últimas semanas se están viviendo en España en un clima de inestabilidad política tan intenso como no se recordaba desde comienzos de la década de los ochenta. No es frecuente, en el mundo occidental, escuchar todas las mañanas a algún miembro del Gobierno o de su partido animando a la oposición a que les presenten una moción de censura. Pocas paradojas ilustran con fuerza mayor la atípica hora que vivimos.Hay un leve perfume a déjà vu en el ambiente, que quizá percibimos más intensamente (no pretendo que más correctamente) quienes vivimos desde el ámbito público aquellos-convulsos ...

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Las últimas semanas se están viviendo en España en un clima de inestabilidad política tan intenso como no se recordaba desde comienzos de la década de los ochenta. No es frecuente, en el mundo occidental, escuchar todas las mañanas a algún miembro del Gobierno o de su partido animando a la oposición a que les presenten una moción de censura. Pocas paradojas ilustran con fuerza mayor la atípica hora que vivimos.Hay un leve perfume a déjà vu en el ambiente, que quizá percibimos más intensamente (no pretendo que más correctamente) quienes vivimos desde el ámbito público aquellos-convulsos y vertiginosos meses que discurrieron entre la dimisión de Adolfo Suárez en enero de 1981 y el triunfo por "mayoría universal" del PSOE en octubre de 1982. Y aunque uno no sea un fanático de aquella proposcición del Marx de El 18 de Brumario según la cual los hechos históricos tienden a reeditarse en clave de farsa, resulta inevitable encontrar similitudes en ambas situaciones que, por encima de no menos obvias diferencias, pueden sugerir desenlaces con algo en común.

Es evidente que la coyuntura es distinta y los actores lo son también o han cambiado mucho en estos años. En el desencadenamiento de la crisis de UCI) -que acabaría siendo letal y aparejando un cambio radical en el sistema de partidos- pesaron más los factores internos, a saber, la crisis de liderazgo y la incapacidad para diseñar un partido moderno de centro-derecha, que los acontecimientos externos. Lógicamente, en ausencia de liderazgo y proyecto, estos últimos se manifestaron con gran agudeza o cebraron más visibilidad más adelante (golpe, crisis económica y paro, terrorismo, y catástrofes, como la colza). Ahora nos encontramos con factores desencadenantes más exógenos (crisis económica, corrupción grave y, el último y determinante, responsabilidades eventuales en un escabroso asunto de posible terrorismo de Estado o guerra sucia) y sin que, por ahora, los conflictos dentro del PSOE tengan un peso autónomo en la crisis (aunque, a su vez, tampoco es desdeñable la posibilidad de que lo acaben teniendo).

Pero hay un punto en común en una y otra situación cuya evidencia dibuja una perspectiva poco halagüeña. Me refiero a la notable incapacidad para comprender la situación y sus desembocaduras posibles acreditada entonces por la cúpula dirigente de UCD y ahora, al parecer, por la cúpula del PSOE, si es que se puede hablar de cúpula y no de pináculo monoplaza. En UCD se adoptó la peor de las soluciones, la de dejar pasar el tiempo, sin forzar unas elecciones generales que hubieran dado el triunfo al PSOE, pero hubieran mantenido a UCD como eje de la oposición. De igual forma, en el PSOE, y más concretamente en el ánimo de Felipe González, se ha instalado un numantinismo a ultranza que puede acabar condicionando el reemplazo del PSOE como uno de los polos del sistema.

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Lo que se ha venido llamando el sorpasso, es decir, el adelantamiento electoral del PSOE por parte de IU es hoy, en términos demoscópicos, una posibilidad muy remota. El suelo de apoyo popular del PSOE (hoy en orden del 28%-30%) dobla o casi la mejor perspectiva de IU. Pero no hay que olvidar sobre qué tipo de esqueleto sociodemográfico y de consiguientes actitudes políticas se encarna ese apoyo al PSOE. Una parte no desdeñable de ese apoyo corresponde a lo que se llama voto "deferente", el que se presta por parte de determinado tipo de votante (por lo general, gente de una cierta edad, no excesivamente sofisticada político-culturalmente) al Gobierno por ser un anclaje de seguridad, un reductor de la incertidumbre en un ámbito que no se entiende ni interesa demasiado. Ese voto, así lo enseña la experiencia comparada y, desde luego, lo ilustra con fuerza el precedente de UCD, huye cuando percibe que, en lugar de reducir la incertidumbre, de aportar seguridad, el Gobierno es él mismo un factor de incertidumbre. Esa defección, que hoy por hoy no se ha producido, podría dejar al PSOE a las puertas de la laminación electoral.

González ha citado tres poderosas razones para no disolver las Cortes: la necesidad de que las legislaturas se agoten, la necesidad de consolidar la recuperación económica y, last but not least, la necesidad de cuIminar un proyecto político de dimensión histórica. Lo primero no es sino absolutizar un principio instrumental y darle un rango que no tiene: las legislaturas es mejor que se agoten... salvo que sea mejor que no lo hagan; si no, sería absurda la existencia ,de mecanismos constitucionales para acortarlas. El propio González ha hecho -de forma completamente legítima- uso del mecanismo del adelantamiento electoral (en 1986 en unos meses, en 1989 en casi un año y en 1993 de nuevo en unos meses) por razones, sobre todo en el 86 y 89, de pura táctica política: para aprovechar o un tirón de opinión pública (en 1986, la victoria en el referéndum de la OTAN), o una coyuntura externa bonancible (en 1989, el crecimiento de la economía y el empleo). Lo segundo es una petición de principio clara: los mercados parecen apostar hoy mucho más por el recambio electoral que por la continuidad de un Gobierno con demasiado plomo en las alas.

Pero la clave reside en el tercer aspecto. La única manera de salvar -en los mismos términos en que se propone, es decir, en términos históricos- ese proyecto pasa hoy por lo contrario de lo que afirma González: por la rápida convocatoria electoral y la derrota gestionable de quienes, con González a la cabeza, han conducido el país durante 12 años, acertando en algunas cosas y equivocándose en otras, pero, sin duda, propiciando el más largo periodo de estabilidad democrática plena de nuestra historia. Obstinarse en la ficción de la normalidad institucional, de la estabilidad de los apoyos parlamentarios frente a una crisis de la magnitud de la que nos ocupa, es correr el riesgo de que mañana de este periodo no se recuerde sino las condiciones (y, sobre todo, causas) de su larga y costosa agonía.

A la vista de la geometría parlamentaria que sale de las elecciones de junio de 1993 y de los apoyos de unos y otros, para ese desenlace no hay más camino que el del ejercicio por parte de González de la facultad que le otorga el artículo 115.1 de la Constitución, la de disolver anticipadamente las Cámaras. La moción de censura del PP, sin duda recomendable por imperativos de pedagogía democrática y aconsejable para quienes con toda probabilidad se enfrentarán con la responsabilidad de formar Gobierno, no puede obtener los apoyos (mayoría absoluta) que necesitaría para prosperar. No es políticamente imaginable un cambio de caballo de CiU en la recta final de la carrera y, aunque así fuera, se deberían sumar al menos otros dieciocho sufragios para que la moción prosperase, es decir, requeriría el concurso simultáneo de CiU y de IU.

Hace 13 años, los dirigentes de UCD encontraron motivos más que justificados y de indudable altura para no adelantar las elecciones: había que esperar la sentencia del 23-F, había que celebrar los mundiales de fútbol, venía el Papa. Hoy, no se puede disolver porque hay que presidir, en el segundo semestre de este año, la Unión Europea. A la vuelta de octubre de 1982, UCD tenía 12 diputados, el sistema de partidos se había desequilibrado completamente y ha tardado casi diez años en reequilibrarse. Quienes dentro del PSOE aspiren a seguir jugando el papel que juegan las socialdemocracias en la mayoría de Europa, la de polo progresista central del sistema político, harían bien en reflexionar sobre esto. Los demás pueden seguir confiando en que escampe.

José Ignacio Wert es sociólogo y consejero delegado de Demoscopia.

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