Tribuna:EL GOBIERNO Y EL 'CASO GAL'

De inocencias, certezas e inseguridades

Salvo que se piense que éste es un país en el que los jueces, de forma alegre y usual, procesan y decretan la prisión incondicional de cualquier sospechoso, resulta difícil no creer que algo serio tiene que haber cuando un procesado es enviado a prisión sin fianza. Sin duda, un procesamiento no es otra cosa que la expresión jurídica de una sospecha y al procesado le ampara todavía la presunción de inocencia. Pero no todas las sospechas ni todas las presunciones, son iguales.Las sospechas pueden ser infundadas (pero, susceptibles, en algunos casos al menos, de encontrar fundamento), fundadas o ...

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Salvo que se piense que éste es un país en el que los jueces, de forma alegre y usual, procesan y decretan la prisión incondicional de cualquier sospechoso, resulta difícil no creer que algo serio tiene que haber cuando un procesado es enviado a prisión sin fianza. Sin duda, un procesamiento no es otra cosa que la expresión jurídica de una sospecha y al procesado le ampara todavía la presunción de inocencia. Pero no todas las sospechas ni todas las presunciones, son iguales.Las sospechas pueden ser infundadas (pero, susceptibles, en algunos casos al menos, de encontrar fundamento), fundadas o comprobadas. En este último caso en realidad dejan de ser sospechas para convertirse en certezas. La sospecha sin fundamento da lugar a la investigación; la fundada, al procesamiento; la comprobada, a la condena. Así, un procesado (y no digamos un procesado en prisión incondicional) es alguien bajo sospecha fundada: alguien respecto del que parecen existir elementos acusatorios sólidamente fundados (salvo, repito, para quien parta de la hipótesis de que nuestros jueces tienen un gatillo procesador. demasiado rápido).

En cuanto a la presunción de inocencia, aunque jurídicamente vigente hasta el momento de la condena, socialmente va perdiendo, lógica e inevitablemente, fuerza a medida que se pasa de la sospecha infundada a la fundada. Para el ciudadano medio no es igual de presuntamente inocente quien anda libre por la calle, sin procesar y sin orden de prisión incondicional dictada en su contra, que el procesado y en prisión incondicional.

Resulta así sorprendente la línea argumental adoptada por el presidente González en la excelente (y este excelente se aplica a Iñaki Gabilondo, que dio una lección sobre cómo ser profundo e incisivo sin ser agresivo o maleducado) entrevista concedida la semana pasada en TVE. No pudo ser más intranquilizadora para la amplia audiencia que logró reunir. La afirmación de que sólo existe lo que es declarado real por sentencia judicial, relegando todo lo demás al reino de las quimeras y ensoñaciones, difícilmente podía resultar reconfortante o creíble a una ciudadanía bombardeada a diario por datos, pistas, conjeturas, y cada vez menos predispuesta a creer porque sí a sus gobernantes. Por muy "demócratas de toda la vida" que sean. Y así, González no fue creído, como reveló el sondeo de Demoscopia publicado el 10 de enero en estas páginas.

La realidad social no es, se define. No tiene existencia objetiva: la construimos entre todos y contribuyen también a construírnosla aquellas personas que nos merecen crédito. La realidad social no es así, a fin de cuentas, sino un estado de opinión. Eso es, en definitiva, lo que el llamado teorema de Thomas, que tanto gustan de sacar a relucir los sociólogos, nos viene a decir: que si una determinada situación social es definida como real por los en ella implicados, deviene real con todas sus consecuencias.

La sociedad española parece haber alcanzado un punto en que una importante parte de la misma ha dejado de creer que quienes nos gobiernan digan la verdad. Y ello al margen de que tal cosa pueda o no ser, objetivamente, cierta. Da igual. La palabra de quien ya no es creído tiene exactamente el mismo peso tanto si lo que dice es fundado y coherente como infundado e incoherente: ninguno. Hubo un tiempo en que la definición colectiva de nuestra realidad social guardaba un alto grado de paralelismo con la interpretación de las cosas ofrecida por el partido socialista. Ya no es así. La anterior sintonía ha cedido el paso a un hondo distanciamiento, que no ha surgido por cierto de la noche a la mañana, sino que es resultado de un proceso de rigidificación y esclerotización de los reflejos políticos del partido gobernante.

El primer error -el primer paso en el camino hacia el divorcio en la percepción de la realidad entre-gobernantes y sociedad-, se produjo en los tiempos del caso Guerra y del caso Filesa. Se consideró que se trataba sólo de un chaparrón y que la impavidez era la mejor táctica hasta que escampara. Después, cuando el chaparrón no sólo no amainó, sino que arreció, se arguyó que en realidad se trataba sólo de lluvia artificial, maliciosamente provocada y, por tanto, irreal: fue el tiempo de la opinión publicada.

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Ahora parecemos haber entrado en una nueva etapa: en realidad no ocurre nada, todo va con normalidad y no hay de qué alarmarse. Pero a las alturas en que nuestra sociedad parece hallarse ya en la escala de la no credibilidad, la emisión de un tal mensaje contribuye precisamente a confirmar el pánico mas que a apaciguarlo. La conclusión que al oírlo saca el ciudadano medio es: "Éstos no se enteran de lo que pasa". Lo que equivale a sentir que quienes nos guían estan ciegos.

José Juan Toharia es catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.

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