Tribuna:

Guerras médicas

Batas blancas y uniformes azules se han mezclado estos días en las calles de Madrid. Jóvenes candidatos al ejercicio de la medicina han tomado la ciudad investidos con sus albos guardapolvos, sencillas vestiduras sacerdotales que se completan con el fonendoscopio a modo de collar exclusivo de la Orden de Hipócrates y de Galeno. Pero los policías les han perdido el respeto. Los antidisturbios madrileños, antes llamados cuerpos represivos, acostumbrados a bregar con toda clase de colectivos profesionales, diputadas díscolas incluidas, parece que ya no se dejan impresionar por los sagrados ropaje...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Batas blancas y uniformes azules se han mezclado estos días en las calles de Madrid. Jóvenes candidatos al ejercicio de la medicina han tomado la ciudad investidos con sus albos guardapolvos, sencillas vestiduras sacerdotales que se completan con el fonendoscopio a modo de collar exclusivo de la Orden de Hipócrates y de Galeno. Pero los policías les han perdido el respeto. Los antidisturbios madrileños, antes llamados cuerpos represivos, acostumbrados a bregar con toda clase de colectivos profesionales, diputadas díscolas incluidas, parece que ya no se dejan impresionar por los sagrados ropajes sanitarios que siempre fueron objeto de veneración, o al menos garantía de cierta inmunidad.En los primeros años setenta, en el curso de una manifestación antifranquista en el centro de Madrid, un presunto galeno que corría delante de los guardias logró detener a sus grises perseguidores parándose frente a ellos y espetándoles antes de que pudieran utilizar sus porras: "Alto, soy niédico", frase que obró el milagro de disolver a sus acosadores, que se excusaron por su osadía. Los guardias de hoy serían capaces de disolver contundentemente una manifestación de arzobispos o de desalojar por la fuerza un convento de monjas de clausura como si fueran okupas. Es posible que los cuerpos de seguridad del Estado sean hoy más profesionales, que estén a la altura de sus colegas alemanes, ingleses o franceses, en la utilización de su fuerza disuasoria (eufemismo por fuerza bruta) y que funcionen de forma automatizada, limitándose a cumplir las órdenes recibidas sin hacer discriminaciones personales sobre la índole del colectivo. de manifestantes a dispersar y aporrear.

Los estudiantes de Medicina también quieren tener acceso a una formación europea, a una homologación que les permita ejercer su profesión, en la sanidad pública o privada, en Badajoz o en Luxemburgo. Tienen razón y se la dan, aunque a regañadientes, incluso algunos taxistas madrileños, un gremio para el cual todas las manifestaciones, salvo las suyas, son actos criminales y punibles, por muy nobles que sean los motivos que hayan impulsado su convocatoria.

Conversar con los taxistas, sobre los temas de actualidad que vomitan sus radios inclementes, o sobre asuntos derivados del panorama urbano que se divisa desde las ventanillas de sus vehículos, resulta una actividad casi siempre provechosa y formativa. Como contertulio habitual de espacios radiofónicos y televisivos de debate y polémica, he encontrado magníficos sparrings al volante, tipos locuaces y lúcidos que desbancarían fácilmente si se lo propusieran, si se lo propusieran los medios de comunicación, a muchos debatientes de nómina.

Como decía, el primer impulso de un taxista ante cualquier corte de la vía pública producido por una manifestación es acelerar bruscamente y embestir a los manifestantes. Por regla general, la embestida se queda en embestida dialéctica, embestida a la que en muchos casos contribuye el cliente, que ve cómo la lícita defensa de los derechos de los trabajadores de la Telefónica o de la minería del Bierzo se traduce momentáneamente en una merma de su tiempo y de su dinero. Sin embargo, y ésta es desde luego una deducción personal y sin valor estadístico, el caso de los estudiantes de Medicina produce como mínimo ciertas matizaciones indulgentes, influidas sin duda por el poso de una tradición que siempre ha sacralizado la profesión médica como dispensadora del sacramento de la salud, en forma de píldora o en los sangrientos rituales del quirófano; una tradición a extinguir por la paulatina conversión de los profesionales de la medicina en autoridades sanitarias, según los nuevos modelos de la sanidad pública. Todo esto en un país en el que siempre ha existido un saludable rechazo de la autoridad por parte de los que no la ejercen y un considerable abuso de ella por parte de los ejercientes.

Son las autoridades sanitarias en general y la máxima autoridad sanitaria, la ministra del ramo, en particular, las que reciben hoy los varapalos dialécticos del taxista que intenta abrirse paso, conmigo a bordo, en el colapsado paseo de la Castellana. Se trata de un enfervorizado defensor de los estudiantes rebeldes, Su hijo, me confiesa, está a punto de terminar la carrera de Medicina y sus expectativas laborales se reducen, por el momento, a sustituir a su progenitor al volante del mismo taxi. Justamente lo que el veterano conductor del servicio público intentó evitar por todos los medios a su alcance. Que los estudiantes le escayolen una pierna a la estatua de Velázquez, a una ninfa del Retiro o al mismísimo presidente del Gobierno si cae en sus manos, son gestos plenamente justificables y loables para este honrado trabajador del taxi que se excusa por el abultado monto del trayecto.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En