Tribuna:

"¡Pulpables!"

Hay grandes benefactores de la humanidad cuyos nombres, por una injusticia más de las tantas que nos desconsuelan, son relegados al olvido. Rescatemos de él a uno de estos abnegados próceres, el doctor Benjamin Rush, cuyas notorias aportaciones científicas ocurrieron en Inglaterra a finales del siglo XVIII. El doctor Rush descubrió, describió y otorgó nombre a algunas nuevas dolencias. En su tratado Investigación sobre los efectos de los licores espirituosos en el cuerpo y la mente (1785) cataloga la "enfermedad de la embriaguez", cuyos síntomas detalla con sabia precisión: insólita gar...

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Hay grandes benefactores de la humanidad cuyos nombres, por una injusticia más de las tantas que nos desconsuelan, son relegados al olvido. Rescatemos de él a uno de estos abnegados próceres, el doctor Benjamin Rush, cuyas notorias aportaciones científicas ocurrieron en Inglaterra a finales del siglo XVIII. El doctor Rush descubrió, describió y otorgó nombre a algunas nuevas dolencias. En su tratado Investigación sobre los efectos de los licores espirituosos en el cuerpo y la mente (1785) cataloga la "enfermedad de la embriaguez", cuyos síntomas detalla con sabia precisión: insólita garrulería y hosco silencio, disposición a la riña, absurdo buen humor o insípido charloteo, risa extemporánea, propensión a juramentos blasfemos, grosería, inmodestia y enrojecimiento de la nariz. A lo largo de casi dos siglos, esta enfermedad ha sido estudiada con afán, desde sus accesos casuales y más benignos hasta los casos crónicos. Tales indagaciones han culminado, por el momento, en El concepto de alcoholismo como enfermedad, publicado en 1960 por un psiquiatra de la Universidad de Yale, E. M. Jellinek. Entre los más recientes discípulos del doctor Rush merece destacarse a los directivos de la Organización Mundial de la Salud y su valiente estigmatización del letal "vasito de vino".El segundo gran descubrimiento clínico del doctor Rush acaeció en 1792, y fue fruto de la conjunción del azar con la mirada inquisitiva del sabio (¡recuérdese la manzana de Newton!). Henry Moss era un esclavo negro en cuya piel aparecieron manchas blanquecinas que anunciaban una progresiva decoloración. No le hizo falta más al doctor Rush, que ya venía maliciándose algo, para descubrir la "enfermedad de la negritud", una especie de lepra oscura que afecta a amplios grupos humanos y de la cual Henry Moss había comenzado a curarse espontáneamente. Por raro que parezca, este segundo hallazgo no obtuvo tantos entusiastas como el primero y fue abandonado: el sino de los precursores es resultar a menudo incomprendidos. Pero los negros encontraron otro perspicaz patólogo en el doctor Samuel Cartwright, quien en su Informe sobre las enfermedades y peculiaridades físicas de la raza negra, publicado en Nueva Orleans en 1851, hace inventario de dos dolencias específicas de estos seres pintorescos estudiados en su hábitat natural, es decir, en esclavitud: a la primera la denominó cultamente "drapetornanía", y su síntoma principal era la compulsión irresistible a escaparse de sus amos; la segunda fue llamada con sencilla propiedad "dysaesthesia aethiopsis", y descrita como el morboso afán de romper cuanto manejaban, despilfarrar sin ton ni son y no respetar los bienes de su dueño. Nótese -que hoy estas dolencias ya no son privativas de la raza negra: la primera se da con frecuencia entre los ciudadanos de países comunistas y la segunda suelen diagnosticársela algunas amas de casa a sus asistentas.

El siglo pasado fue también feraz y a veces feroz en la determinación de morbos sexuales. Como dolencia especialmente temible quedó señalada la masturbación, cuyas características estableció sin complacencias el doctor Henry Maudsley, a la sazón (1.867) el más destacado psiquiatra inglés: "Esta desagradable forma de insania viene caracterizada por un intenso egocentrismo y presunción, extrema perversión de los sentidos y el, correspondiente desarreglo mental, todo ello en las fases tempranas, y más tarde por el derrumbe de la inteligencia, las alucinaciones nocturnas y las tendencias suicidarias u homicidas". Visto lo cual, demasiado bien 'librados hemos salido algunos. Ante la gravedad de este cuadro clínico, no se explican las cautelas del doctor Spratling, quien en 1895 meditaba así: ":Seccionar completamente los nervios dorsales del pene es un tratamiento racional para la constante rutina masturbatoria, pero quizá demasiado radical". Estas culpables blandenguerías no se le pueden achacar desde luego al anónimo doctor tejano que, un par de años después, amputó el pene de un joven para sanarle de una vez por todas de su feo vicio. Bien hecho. Aunque quizá la masturbación no venga a ser sino una de las manifestaciones de una dolencia más amplia y compleja, la espermatorrea, descrita en 1856 por el doctor Curling, y cuyos síntomas son una desmedida actividad sexual, solo, acompañado y con todo bicho viviente. No me gustaría que nadie se estuviera riendo de estos pioneros, porque hoy la espermatorrea se llama sexoadicción y es curada en clínicas especializadas por reputados bribones, digo doctores.

¿Qué es una enfermedad? En buena medida, como ha dicho Thomas Szasz, una categoría estratégica. El análisis semántico de esta categoría ocupa libros enteros, como The nature of disease, del médico y filósofo Lawrie Reznek, de cuyas páginas he tomado los casos dieciochescos y decimonónicos que acabo de contarles. Digamos que existen enfermedades, de origen fisiológico, es decir: originadas por demostradas o probables lesiones orgánicas, y otras enfermedades causadas ideológicamente, según lo que Iván Illich llamó "¡atrogénesis conceptual". Estas últimas son comportamientos habituales desaprobados socialmente por sectores de la sociedad con poder decisorio, desaprobación compartida a veces por los mis mos que los practican. Por su .puesto, algunos de esos hábitos producen antes o después auténticas lesiones orgánicas, lo cual no quiere decir que en sí mismos sean enfermedades en el primer sentido indicado: el motociclismo, por ejemplo, puede acarrear graves descalabros físicos, pero sería injusto considerarlo una dolencia. Los intentos actuales de descubrir la raíz genética del alcoholismo, la drogadicción o la homosexual¡ dad (¿por qué no la disposición al crimen, como reclamaría Lombroso?) -son el enésimo es fuerzo por convertir el repudio social en trastorno somático. ¿Cuáles son las estrategias que entran en juego en las enferme dades ideológicas? Por parte de los representantes del Estado terapéutico en que vivimos, decretar que un mal comportamiento -lo que antes se llamaba "vicio"- es una enfermedad, permite prohibir y reprimir ciertos usos que en caso contrario estarían amparados por la s libertades individuales. Se acepta comúnmente que entre las propiedades de que podemos disponer libremente no está nuestra salud, pues ésta pertenece a la seguridad social que la costea. Por parte del individuo implicado, declararse o aceptarse como enfermo también puede ser rentable: le descarga de su culpa, le declara irresponsable o hace respetable su irresponsabilidad y, sobre todo, le faculta para pedir ayuda. Según parece, una persona sana pero con problemas de conducta no puede requerir lícitamente apoyo, información y aun drogas paliativas si no se declara previamente reo de alguna enfermedad. Lo malo es que esta aceptación obliga entonces a considerar también enfermos a quienes con los mismos síntomas se encuentran perfectamente a gusto consigo mismos. La mayor diferencia entre un enfermo real y un enfermo ideológico es que el primero quiere que le curen a él y el segundo reclama la curación de la sociedad. Verbigracia: un diabético acepta dejar de tomar dulces, pero no pretende que se cierren las pastelerías; un albino con trastornos en la vista se pone gafas oscuras, pero no exige que todos las lleven ni argumenta contra la luz del sol, etcétera, mientras que el alcohólico propone que se prohíban las bebidas espirituosas, el ludópata que se supriman las máquinas tragaperras o los bingos, y el sexoadicto defiende la abolición de la pornografia y la minifalda.

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La pregunta ahora es: que algo sea declarado "insano" o "patógeno" ¿resulta razón suficiente para justificar su prohibición? En nuestra época, por lo visto, sí, aunque con restricciones: la OMS proscribe el vino porque a veces interviene en los accidentes de circulación, pero no recomienda prohibir los automóviles, que intervienen siempre. Lo insalubre depende mucho de la rentabilidad laboral del producto en cuestión. Cuando hace poco se mencionó la posibilidad de abrir un debate sobre la despenalización del hachís, alguien afirmó solemne

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mente que esa sustancia nunca pasaría los controles sanitarios vigentes. Claro que no. Como aún menos los pasarían los huevos fritos con chorizo o la fabada si estuviesen prohibidos y hoy alguien hablase de despenalizarlos. ¿Se imaginan la descripción que nos harían las autoridades médicas de los efectos de la "fabadodicción?" Quizá alguien crea que exagero, sabiendo que hemos convivido mucho tiempo con los torreznos y la fabada su mayor perjuicio, aunque con notable gozo. Pero ¿acaso hemos convivido menos con el vino, el hachís, los opiáceos o el whisky? Y, sin embargo, ya ve lo que nos cuentan ahora...

Pregunta aún más de fondo: el juicio que importa sobre la salud de cada uno ¿es el propio o el de los demás? Busquemos un ejemplo en la zoología, acudiendo a uno de los animales que más se nos parecen, si no en lo físico al menos en lo moral: el pulpo. Las hembras de este molusco tienen una glándula óptica que actúa como mecanismo de autodestrucción: por su causa, mama pulpo, cuando pone sus huevos, pierde el apetito, renuncia a los placeres de la caza y se dedica exclusivamente a su prole, hasta que las crías se valen por si mismas y ella muere exhausta. Ya ven, la hembra del pulpo con siete piernas quebradas y en casa... Pero si se le extrae quirúrgicamente la glándula en cuestión, la pulpo recupera su apetito, persigue de nuevo a los machos y descuida a los íncordiantes pulpitos. Llega a vivir hasta nueve veces más que una hembra normal: ¡las recompensas del vicio, diría el marqués de Sade!. Ahora bien, ¿está enferma la señora pulpo después de operada?, ¿lo estaba antes, cuando era tan dócil y resignada? A veces incluso los que no somos cefalópodos compartimos con ellos pequeños ramalazos de pulpabilidad.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid

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