Tribuna:

El coste del imperio (ruso)

Durante décadas se discutirá por qué cayó la Unión Soviética. Mijaíl Gorbachov figurará, de una u otra manera, en casi todas las quinielas. Para algunos, zar liberador, habrá sido la gran pieza instrumental en la liquidación, por razones presuntamente democráticas, de la cárcel de pueblos que fue Rusia el tiempo del zarismo-leninismo; para otros lo que quiso fue crear un comunismo competitivo, misteriosamente pluralista, pero con tan mala fortuna que el enfermo se le murió en la mesa de operaciones.Gorbachov sabía, según estos últimos, mucho menos de Rusia de lo que se creía, y, ciertam...

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Durante décadas se discutirá por qué cayó la Unión Soviética. Mijaíl Gorbachov figurará, de una u otra manera, en casi todas las quinielas. Para algunos, zar liberador, habrá sido la gran pieza instrumental en la liquidación, por razones presuntamente democráticas, de la cárcel de pueblos que fue Rusia el tiempo del zarismo-leninismo; para otros lo que quiso fue crear un comunismo competitivo, misteriosamente pluralista, pero con tan mala fortuna que el enfermo se le murió en la mesa de operaciones.Gorbachov sabía, según estos últimos, mucho menos de Rusia de lo que se creía, y, ciertamente, nada comparable a los prudentes y denostados zares del siglo XIX, del primer Alejandro al postrer Nicolás, que no ignoraban que constitucionalismo, representatividad, sufragio, evolución democrática en fin, sólo podían deletrear la agonía del imperio.

Pero existen fórmulas más objetivas para estudiar por qué se suicidó la URSS. Como, por ejemplo, tratar de establecer el coste de la aventura imperial. Porque probablemente el mundo dominado por la Unión Soviética ha sido el más caro por kilómetro. cuadrado, aquel cuya cuenta de resultados arroja el mayor déficit entre ingreso y gasto, desde la conquista de América a esta parte.

El imperio español fue caro, no porque no pudiera sufragarse a sí mismo, sino porque la expansión territorial de la Casa de Austria destruía todos los equilibrios europeos, congregando a toda una periferia de enemigos contra la corte de Madrid para contener al monstruo que gobernaba desde Flandes al norte de Italia, pasando por las provincias de la Francia lotaringia; desde el sur de Italia a todo el festón de plazas fuertes en el Mediterráneo africano, adjuntando a ello la mayor parte del continente americano. Así, Holanda, Inglaterra, las ligas protestantes de Alemania, un par de Gustavos del luteranismo escandinavo, el turco, y, sobre todo, la emergente Francia se cernían sobre el coloso desde todos los puntos cardinales.

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El imperio británico ha sido, en cambio, el más económico de todos. Con ese genio empírico para razonar sin que lo parezca, el inglés coloniza medio mundo y, por añadidura, consigue que se lo pastoreen los propios colonizados. Nunca hubo más de 75.000 británicos servidores del Estado, mitad monjes-funcionarios mitad soldados, para los cuatro millones de kilómetros cuadrados del subcontinente indostánico; muchísimos menos y un simple cónsul general -Evelyn Baring durante 21 años, a fin del siglo XIX- en todo Egipto y el Sudán; tropillas de médicos, exploradores -Dr. Livingstone, I presume- y un puñado de oficiales de Sandhurst en la mayor parte del África negra; y varias docenas de amateurs, modelo coronel Lawrence, para apropiarse del Fértil Creciente.

En vano argumentaba Hobson que Inglaterra no recuperaba nunca su inversión aquí y allá, y que, con cálculos sin duda muy veraces, esos dineros habrían estado mejor empleados creando riqueza sin salir de casa. Olvidaba el bientencionado crítico del imperio que su país ha tenido siempre una mano especial para los beneficios invisibles. El Estado no se enriquecía seguramente con las colonias, pero sus hijos más preclaros, sí; y, sobre todo, ¡qué forma tan brillante de darle salida al griego y al latín remachados en Oxbridge! Todo ello sin hablar de la Paz social que se compraba con el intercambio desigual de nutrientes exóticos servidos al menor precio en las mesas de los trabajadores de docklands y acerías, batanadoras y tiros de minas de carbón.

¡Qué gran negocio ser inglés en la mejor hora del imperio!

¿Y el ruso? Los zares despilfarraron, por supuesto, malorganizaron y peor explotaron su extensión imperial. Pero para eso había una población, cautiva ligada en servidumbre que le salía al señorío muy bien de precio. Ese imperio pre-soviético seguramente resultaba muy caro a la nación en su conjunto, pero barato al Estado que sólo recaudaba, aunque sin tino, mientras infraestructuraba lo menos posible. En aplicación de la ley de Peter quizá por ello tuviera que llegar el comunismo. A incompetencia rentable, incompetencia ruinosa.

El copyright lo tiene Carlos Solchaga cuando recientemente dijo: "El socialismo no es un estado de cosas"; es decir, no es la realidad natural que comienza en la edad del trueque y llega hasta los grandes conglomerados industriales donde la libre empresa aspira al monopolio universal. El socialismo será siempre más caro que el capitalismo porque no es el derivado de la natural avidez del ser humano, sino un artificio muy costoso que exige devoción permanente, generosidad incesante, cultura trascendente, milagrería insolente y un mundo, a la postre, inexistente.

Si Stalin hubiera empezado por hacerse caso a sí mismo cuando se propuso edificar el socialismo en un solo país, a lo mejor la Unión Soviética habría tenido alguna probabilidad. Pero la segunda guerra vino a trastocarlo todo.

No sólo pareció convenirle a Rusia hacerse un cinturón con media Europa, sino que la desaparición del Reino Unido, Francia, Alemania y Japón como grandes potencias generó un fenómeno de succión que se tragó a Moscú convirtiéndola en segundo poder militar del planeta. Eso significaba competir con Estados Unidos en todo el ancho mundo, o, lo que es lo mismo, injertar zarismo-leninismo allí donde surgieran presuntos revolucionarios de color que, en realidad, lo que pretendían sólo era ejercer la soberanía, comer mejor y, quizá, también modernizar su país, para lo que estimaban preciso dotarse de una superestructura ideológica de postín, pero que acabaron ordeñando el Estado, quedándose con todas las provisiones y recolonizando, con mucha mayor rapacidad que el peor Occidente, su propia nación.

Ello llevaba a la URSS a combatir por sí misma o clientes interpuestos allí donde Washington temiera la inflexión de una frontera; equivalía a enviar misiles a La Habana, despachar asesores a los árabes amigos, guerrear en Angola o Etiopía, invadir Afganistán, disputar la carrera del espacio, botar una flota al mar azul y, fundamentalmente, subvencionarlo todo, porque la capacidad de comerciar de forma competitiva con Occidente le estaba negada a Rusia por la misma naturaleza del mercado socialista, o, posiblemente, por la falta de un auténtico mercado socialista.

Rusia lo producía todo peor y más caro, salvo determinados rayos de la muerte, y, encima, tenía alma de proveedora a fondo perdido. No sólo tenía que sufragar -como Estados Unidos- una cuantiosa presencia militar en el Tercer Mundo, sino atiborrarse de azúcar cubano a un precio que el capitalismo nunca abonaría, medio regalar el crudo como ninguna de las 7 majors habría tolerado, y llenar Rusia de becarios de semblante atezado para que luego hicieran misión en sus países de origen. Y todo ello por un ojo de la cara sin más beneficio que la arrogancia de celebrar cumbres mundiales con Estados Unidos.

Washington ha sido muy generoso siempre con sus aliados, pero en todos los países donde su fiat ha regido había un mercado que pagaba a precios internacionales el coste del american way of life. Como decían los imperialistas británicos del XIX, el comercio siempre sigue a la bandera.

Rusia, muy al contrario, ha sido explotada por su cortejo de satélites y aspirantes y, en no pocas ocasiones, ha tenido que destacar tropas al lugar para que el lugar se aviniera a tomar parte en esa explotación de la metrópoli.

Ser ruso ha sido el peor negocio europeo del siglo XX.

De esta forma, si el kilómetro cuadrado de tierra imperial era ya poco rentable por el coste añadido de la manipulación de la realidad que exige el socialismo; si ese socialismo es el real, lo que significa que lo único real es la devastación del Estado por parte de su élite política; si, por último, de esa pésima relación calidad-precio había aún que detraer bienestar para sufragar algún tipo de lealtad exterior y de adoctrinamiento interior en un imperio de deudores, se comprenderá que el kilómetro cuadrado de geopolítica soviética haya sido tan ruinoso.

En esa invencible confusión que el clásico arbitrista castellano atribuía a los que dicen valor cuando quieren decir precio, la Unión Soviética sabemos hoy que fue siempre un imperio a crédito. Gorbachov, no tan liberador o debelador, según los gustos, de lo que unos y otros han pretendido, ha tenido, por tanto, mucha menor culpa o mérito en todo lo ocurrido. Lo único que hizo fue pasar las letras al cobro para descubrir que la caja, como el rey del cuento, no tenía con qué taparse las vergüenzas.

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