El trigal de la batalla

Las 50 familias realojadas junto al vertedero viven sin luz mientras Ayuntamiento y Comunidad se pelean

El medio centenar de casetas de madera se recorta sobre el atardecer en los trigales de Vallecas. Por el hueco de un par de puertas se cuela una luz rosada, como de belén. Incluso en un rincón abrigan la hoguera unas cuantas voces con acento calé.Este cuadro, a 14 kilómetros de la Puerta del Sol (y a caballo entre Madrid y Rivas-Vaciamadrid), es la cañada real Galiana: el escenario maloliente -estamos en Valdemingómez, cerca del vertedero- del fuego cruzado entre el Ayuntamiento y la Comunidad. Allí malviven los 718 vecinos llegados hace algunos años y que construyeron con hábil chapuceo sus c...

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El medio centenar de casetas de madera se recorta sobre el atardecer en los trigales de Vallecas. Por el hueco de un par de puertas se cuela una luz rosada, como de belén. Incluso en un rincón abrigan la hoguera unas cuantas voces con acento calé.Este cuadro, a 14 kilómetros de la Puerta del Sol (y a caballo entre Madrid y Rivas-Vaciamadrid), es la cañada real Galiana: el escenario maloliente -estamos en Valdemingómez, cerca del vertedero- del fuego cruzado entre el Ayuntamiento y la Comunidad. Allí malviven los 718 vecinos llegados hace algunos años y que construyeron con hábil chapuceo sus casetas ilegales; y también los 50 que se han incorporado ahora, realojados en infraviviendas con la bendición municipal y el escándalo de la oposición, que habla de racismo porque se ha llevado a los gitanos al vertedero.

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El atardecer traslada los mosquitos al trigal, que fue destrozado para que acogiera a ese medio centenar de familias llegadas en los primeros días de mayo desde el camino viejo de los Toros. Allí también vivían en chabolas ilegales (no censadas y, por tanto, sin promesa de realojamiento; al final lo han tenido, pero sin salir del barro). La cara morena de Miguel García, de 55 años, se difumina en las sombras porque las farolas no se encienden. "Que nos den la luz por lo menos; por lo menos con la luz ya vivimos como las personas", dice Miguel, sentado en su sillita de guardería. Su hija, junto a él, amamanta a un bebé moreno.

Zapatos rotos

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En esas llega Rafael, el yerno, que salió para Vallecas a las cinco de la tarde y vuelve cuando son casi las diez de la noche, con una bolsita llena de yogures.

Hasta el zapato se le ha roto -dice su mujer.

Rafael, enjuto como es, se sienta y resopla. Sólo se oyen, en la oscuridad, algunos ladridos mientras Miguel desgrana las penas. Antes tenían tiendas, colegio para los nietos, médico, hasta la tierra no se deshacía por la lluvia como se hunde este barro del trigal.

Cáritas trabajaba con ellos en un programa de integración. "Nos dijeron que nos habían buscado un terreno con agua y luz: tenemos dos fuentes y dicen que la luz está preparada y que es la Comunidad de Madrid la que no nos la da".

El domingo 8 de mayo no había más que un trigal junto al vertedero. Al día siguiente, el Ayuntamiento de Madrid los trasladó al trigal y allí les dejó con un montón de tablas y una fuente, al lado de donde el municipio iba a construir 100 viviendas prefabricadas para los chabolistas de Los Focos. Las obras -590 millones ya adjudicados- fueron cancelados ante la oposición de la Comunidad.

Ese lunes comenzó la guerra. Los primeros disparos vinieron de sus 718 vecinos, tan ilegales como ellos, por haber ocupado hace muchos años las parcelas que orillan la cañada real. Cortaron la carretera del vertedero y llenaron la zona de camiones de la basura.

Al tiempo, el Ayuntamiento de Rivas-Vaciamadrid (con alcalde de IU y colindante con esos terrenos) avisaba a la Comunidad. La consejería de Política Territorial confirmó que el asentamiento era ilegal y decretó la paralización de las obras, lo que incluye también, según un portavoz de dicha consejería, la caseta de la luz. Y así hasta hoy.

Los gitanos recuerdan que llovía mucho los primeros días, que todo se inundó y que tenían que dormir sin techo hasta que se construyeron las chabolas. Luego no llegó ni el cemento para urbanizar, ni la luz, ni las tres fuentes (hay dos), ni los servicios para las mujeres.

Así que a Miguel García, el hombre de respeto, el vendedor de ajos y claveles, se le puso malo un pollo que compró el otro día en San Blas; ahora que está solo en la chabola con sus nietos -la mujer se rompió una pierna de un mal resbalón aquellos días de lluvia y está en casa de una hija- tiene la nevera vacía.

"No somos perros, somos personas humanas e hijos de Madrid", dice Miguel. "A otra gente que viene de fuera le dan casa y todo. Y dígame, ¿dónde están las alhajas y los coches caros?".

Miguel y su hija no llevan oro y están sentados junto a un coche viejo.

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