Tribuna:

Cuando pierde la ciudad

Termina el encuentro. El Barca que creíamos invencible (gracias a la molesta intoxicación audiovisual sufrida estos días por parte de nuestra televisión autonómica) acaba de encajar cuatro goles del Milan de Berlusconi. No quiero pensar en el estado depresivo que debe de haberse adueñado de mis amigos desplazados a Atenas (100 billetes tirados a la basura), así que salgo a la calle para ver cómo encaja mi. ciudad ese partido del siglo que se ha convertido en la debacle del siglo.

Las terrazas de la Rambla de Catalunya están vacías. Cuatro adolescentes borrachos patean ...

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Termina el encuentro. El Barca que creíamos invencible (gracias a la molesta intoxicación audiovisual sufrida estos días por parte de nuestra televisión autonómica) acaba de encajar cuatro goles del Milan de Berlusconi. No quiero pensar en el estado depresivo que debe de haberse adueñado de mis amigos desplazados a Atenas (100 billetes tirados a la basura), así que salgo a la calle para ver cómo encaja mi. ciudad ese partido del siglo que se ha convertido en la debacle del siglo.

Las terrazas de la Rambla de Catalunya están vacías. Cuatro adolescentes borrachos patean un contenedor de basura mientras estudian la posibilidad de prenderle fuego a un establecimiento de la cadena Pastafiore. Dándose cuenta de que sólo un gastrónomo tendría el supuesto derecho a hacerlo, desisten. Probablemente, acabarán vomitando en alguna boca de metro intentando no mancillar la bufanda del Barca (¡su madre les mataría!).

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He llegado a Canaletes. El espectáculo es casposo hasta decir basta: gente muy joven y muy cocida salta, baila y grita cosas como "¡Madrid se quema, se quema Madrid!" o "¡que bote Mendoza, que bote Mendoza!,". El odio. irracional del culé hacia el merengue alcanza aquí cotas surrealistas: ¿no acabamos de perder frente al Milan?; ¿qué pinta el Real Madrid, nuestra bestia negra particular, en este asunto?. En cualquier caso, del Madrid a España no hay más que un paso para estos jóvenes. Así que ha llegado el momento de quemar una enseña española. Lo hacen. Uno de los miembros de la banda escupe sobre la bandera. A su alrededor, unos cuantos tapones del sexo femenino echan pestes del Estado opresor mientras besan las mejillas de esas compañeras del instituto que, ¡guau!, también están ahí haciendo patria.

Un coche de la policía baja por La Rambla. No les gusta, su presencia. Como son dos centenares contra dos individuos, la emprenden a patadas con el vehículo. Un cristal salta hecho añicos. Pero la simple visión de uno de los dos pasmas usando la radio para pedir refuerzos basta para poner en fuga a la manada de héroes. El coche desaparece. Todo permite indicar que en un plisplás van a llegar las fuerzas represivas dispuestas a seguir el consejo de Michel Piceoli en El fantasma de la libertad: "Chargez et frappez fort ". Pero la poli no aparece. En su lugar se materializan seis fachas, seis, que consiguen aterrorizar a los cientos de presuntos independentistas. "Anem, Oriol", le dice uno de ellos a su colega, "que han vingut els fatxes". El jefe es un tipejo con gorrilla cuyo look está a medio camino entre el de un skinhead del east end y un personaje de La verbena de la paloma. Da vivas a España y a Franco mientras su novia la emprende a bofetadas con una chica que no le ha gustado. Los quemadores de banderas españolas no están ahí para defenderla.

Desaparecen los rapados. Un viejo con las piernas torcidas encarece a que se les persiga. "¡Sólo son seis!" grita. Nadie le sigue. La policía no llega. Vámonos, Oriol. Oé, oé, oé, oé.

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