Tribuna:

La última oportunidad

La última oportunidad se perdió probablemente en el otofío. Las elecciones de junio otorgaron un voto de confianza a Felipe González, pero fue un voto que Felipe tuvo que sacar a última hora y comprometiéndose a cambiar el cambio. Lo lógico hubiera sido formar Gobierno con presteza y ponerlo a trabajar con el amplio respaldo que daban los nueve millones de electores y, por lo tanto, con apoyos sociales que se habían perdido y, a última hora, recuperado. Durante el verano se debería haber gestado un ambicioso programa político (de profundización de la democracia) y económico, que devolviera la ...

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La última oportunidad se perdió probablemente en el otofío. Las elecciones de junio otorgaron un voto de confianza a Felipe González, pero fue un voto que Felipe tuvo que sacar a última hora y comprometiéndose a cambiar el cambio. Lo lógico hubiera sido formar Gobierno con presteza y ponerlo a trabajar con el amplio respaldo que daban los nueve millones de electores y, por lo tanto, con apoyos sociales que se habían perdido y, a última hora, recuperado. Durante el verano se debería haber gestado un ambicioso programa político (de profundización de la democracia) y económico, que devolviera la ilusión a los españoles. El programa debería de haberse lanzado con energía en el otoño, embarcando en él a amplios sectores de opinión dispuestos a jugar, por última vez, la carta socialista.De haberse procedido así, en este momento habría liderazgo político y confianza económica a pesar de la crisis. Por razones que se me escapan (y que podrían, ser estrictamente de agotamiento personal de Felipe González) se perdió el verano en nimiedades y el otoño pasó aún peor, enfangados en el impopular y ridículo tema, del 15% de transferencia a las autonomías. Y mientras, veíamos caer el empleo día a día, aumentar los escándalos económicos, ahogarse el recién estrenado Gobierno y crecer la división en su partido, cuyo reciente congreso no ha hecho sino certificar. Lo malo de los últimos escándalos económicos es que golpean sobre un Gobierno agotado, y la intervención el pasado martes de Felipe González muestra hasta la saciedad su incapacidad para reaccionar, su incapacidad para generar un discurso que se vincule con la calle.

Hoy sabemos ya lo que era un secreto a voces: que los. sondeos muestran una fuerte caída de la confianza, no ya en, el PSOE sino en el Gobierno, el malestar, político se incrementa, y Aznar deviene una seria y real alternativa en un discurso que mejora el pronunciado la noche del 6 de junio de 1993 cuando, por vez primera, se presentó como hombre de Estado ante los españoles. Todo ello muestra -contra agoreros de uno y otro signo- que la democracia española, a pesar de todo, está funcionando y el país tiene resortes, energía y salud para levantarse de la crisis.

Pero el escenario político de los meses inmediatos se presenta aún peor. La situación económica puede que no empeore, pero es dudoso que mejore, y la incertidumbre política no hace sino poner las cosas más difíciles. Felipe contaba probablemente con un apoyo más sólido de CiU. Ya sabe que no es así. Puede intentar remodelar el Gobierno (aunque bien sabemos lo que le cuesta), o hacerlo después de las elecciones europeas. Pero tiene pocos resortes más. De modo que los comicios de junio se transforman en un test político de primera magnitud, adquiriendo dimensiones inusuales.

Como es lógico, la abstención será alta, superior al 40%. Y será mucho mayor en las filas del PSOE que en las del PP. Todo indica un alto nivel de movilización entre los votantes del centro-derecha y de la izquierda, y un alto nivel de malhumor entre los votantes del centro-izquierda. A ello debemos añadir que el malestar del medio rural por el modo y manera del ingreso en la UE está creciendo. El PP puede sacar tajada ahí donde más duele: en el enclave que el PSOE se ha construido en las pequeñas poblaciones. De este modo, casi por descuido, unas elecciones intrascendentes devienen una prueba crucial para el equilibrio político. Y, en todo caso, para el otoño estaremos con un Gobierno agotado, contra las cuerdas y sin legitimación después de unas elecciones perdidas.

Así, el fantasma de la moción de censura se despereza por el horizonte. De acuerdo con la Constitución es necesaria una mayoría de 175 votos para que triunfe. Ello exige la colaboración del PP con CiU y con IU. A partir de otoño todo dependerá, pues, de la voluntad política de Jordi Pujol. Si lo desea, puede hacer caer nada menos que a Felipe González, y la pugna entre nuestros dos más experimentados estadistas se habría saldado. Todo lleva a pensar que las próximas elecciones generales serán cuando él crea que le interesa a CiU. Una incógnita nada fácil de dilucidar por el momento.

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