No hay condones en Chamartín en Carabanchel

-Pues mire, no tengo ni jeringuillas ni preservativos, ni de una cosa ni de la otra.Los ojos soñolientos del dependiente de una de las farmacias de guardia de los barrios de Chamartín, Hortaleza y Canillas -con una población total de casi 500.000 habitantes- tienen un tinte burlón y sus palabras, enmarcadas en una media sonrisa, suenan a falso.

- ¿No tienes?

- No, es que se lo han llevado todo.

En un paseo nocturno por 10 farmacias de guardia de todos los distritos de Madrid, de entre las 22 que estaban abiertas en toda la ciudad, sólo hubo otra oficina que rehusó entregar...

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-Pues mire, no tengo ni jeringuillas ni preservativos, ni de una cosa ni de la otra.Los ojos soñolientos del dependiente de una de las farmacias de guardia de los barrios de Chamartín, Hortaleza y Canillas -con una población total de casi 500.000 habitantes- tienen un tinte burlón y sus palabras, enmarcadas en una media sonrisa, suenan a falso.

- ¿No tienes?

- No, es que se lo han llevado todo.

En un paseo nocturno por 10 farmacias de guardia de todos los distritos de Madrid, de entre las 22 que estaban abiertas en toda la ciudad, sólo hubo otra oficina que rehusó entregar preservativos y una jeringuilla. En las demás no pusieron pegas ni hicieron ninguna observación.

Hubo sitios, incluso, en que dieron a elegir marca de condones, como en Puente de Vallecas, con una chica muy amable que se despidió dando miles de gracias. Y eso que no estaba de guardia la farmacia de María (distrito Centro). Ella presume de informar a la gente, incluso a gente ya madurita; como en aquella ocasión en que un señor le pidió unos condones que no se rompieran, "porque a mí", decía, "se me rompen siempre". La farmacéutica le hizo unas cuantas preguntas y le dio otras cuantas explicaciones que al señor en cuestión le habrán ahorrado algunos desgarrones.

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Luces apagadas

Pero en la noche del jueves, la farmacéutica de la calle de las Iglesias, 12, de guardia para los barrios de Carabanchel y Extremadura, no parecía estar dispuesta a explicar nada.

La oficina tenía todas las luces apagadas, al contrario de otros locales de guardia, que mantienen iluminadas sus cruces verdes.

Al llamar al timbre la periodista, una mujer de mediana edad se asomó sin encender las luces, oyó la petición -una insulina y un paquete de seis preservativos- y dijo:

- No, no, sólo puedo vender medicamentos con receta.

- Pero yo lo necesito, insistió la periodista.

No le dio tiempo a alegar que a ver dónde iba a encontrar un médico que le recetase una jeringa de insulina y unos condones. La mujer volvió la cara hacia dos clientes que esperaban impacientes su turno.

-Déme una.

- No, dos -gritaba su compañero desde el coche, riéndose. El vehículo policial volvió dos veces más por la noche:

- Siempre que pasamos hay algún yonqui -observó un agente ante dos muchachas chupadas que se llevaban su botín.

-Ya -contestó María-, a estas horas... (3.40)

-Hay que vender de todo, ¿no?

-Todo lo que se necesite.

En esta guardia, María no echó cabezaditas: ordenó papeles. Si llega a acostarse, en el pequeño apartamento interior que compró hace cuatro meses con la farmacia, le habría acunado sobre todo la humedad. "Mi abuelo, que es madrileño, dice que por aquí abajo pasa un río". Preparó café y, bajo las alacenas con frascos de cristal llenos de años sobre todo, explicó que canta en un coro y que ama las exposiciones de Madrid.

Al amanecer, sonó el teléfono en la rebotica adornada con fotografías de cascadas -María sueña con conocer algún día ese gran torrente que sale en un anuncio de Marruecos- en la que la música de El Piano abrigaba los timbrazos de los yonquis; y era otra vez la policía, para preguntar si habían pasado las rondas. Sí, sí, tres veces.

Algo que no ocurrió al día siguiente en la farmacia de guardia de Moratalaz, donde, por cierto, sólo se vendió una jeringuilla en toda aquella noche azotada por el viento. Manuela, la farmacéutica titular, tiene 34 años y un crío de cuatro meses. Cuando nació su hijo, en diciembre, le preguntaron: "¿Oye, no ha salido con antifaz?". Porque el bebé vivió tres atracos -de septiembre a diciembre- en el vientre de su madre. En uno de ellos le pusieron a Manuela, una mujer de pelo oxigenado, delgada y con grandes pendientes, la navaja en la tripa. "Y no se movía, el pobre, con la lata que me solía dar", dice la madre, que ha convertido la oficina en una fortaleza conectada a una central de alarmas. "Y encima el tío me dijo: 'tranquila, que no te voy a hacer nada, que ya veo como estás".

Ella, con 10 años de experiencia y más de 10 atracos, tiene curiosas teorías: "En las guardias, hasta las once o así llegan los olvidadizos o los que han salido tarde del médico. Después, sólo los yonquis, a los drogatas, no sé por qué, les encantan las farmacias de guardia". Aunque luego dice: "Nadie te mata por una botella de vino, pero por droga, sí, lo que ocurre es que la legalización tendría que ser algo internacional".

En la farmacia de María, en el centro, entra un niño y le hacen fiestas. Jamás vende un pañal o un chupete. Lo da el barrio, lleno de oficinas, bancos y restaurantes. En la que dirige Manuela, hombres en chándal vienen por la noche con recetas para la niña, que tiene fiebre y algo de oídos, se venden botes grandes de leche, algún chupete y cosas así. También lo da el barrio de Moratalaz, lleno de rascacielos y tan poco recogido que nadie se acercó a la farmacia de guardia a partir de las cuatro de la mañana. Por eso, Ángela, la farmacéutica que se quedó por la noche, pudo descabezar un sueñecito en una cama plegable del altillo acompañada de su novio. Después de dispensar la última -y única- jeringuilla a las 4.07.

Un collar de perro

Ángela, con 30 años, lleva muchas guardias en el cuerpo aunque no es dueña de farmacia, y dice que no se compra una porque si tuviera los 100 millones los pondría a plazo fijo.

Las cosas que cuentan las dos boticarias sobre las guardias y el mal uso que de ellas hacen los ciudadanos son tronchantes; como aquel señor que quería, a las cuatro de la madrugada, un collar antipulgas para perro. "Y encima, me pidió una marca", recuerda Ángela. O la vez que llegó un caballero de más de 50 años a las tantas a pedir un tinte castaño claro para las canas, y la mujer que quería un esmalte de uñas y le tuvo que sacar cuatro o cinco colores a la puerta.

Ángela no se pudo explicar por qué, en la guardia del miércoles, se vendieron tantos colirios a través del ventanuco fabricado en la puerta por el que silbaba el viento. Un par de ellos prepararon el ojo de un hombre joven del barrio para ser operado. Él contó una triste historia: resulta que hace muchos años estalló una bombilla y le entró en el ojo un cristalito que ahora, tanto tiempo después, le ha robado la visión. Por la noche, después de cenar un bocadillo, la farmacéutica le dio el último impreso de certificado de defunción que quedaba a un señor que acababa de perder a su suegra en el Gregorio Marañón y se la tenía que llevar al pueblo. También se vendieron el inevitable Clarnoxyl y un par de botes para orina.

Pero la mayor emoción que deparó una noche de diario en Moratalaz fue un caballero que dijo a las dos de la madrugada:

-De entrada, una barra de cacao; y luego... a ver qué me ha dicho... -y miró el papelito.

Lo que ella le había dicho era un anticonceptivo.

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