Tribuna:

Presos de Craxi

La catarsis ha llegado y nadie sabe cómo ha sido. La magnitud cualitativa del escándalo Rubio es de tal naturaleza que, de pronto, todo ha cambiado. Tanto es así que hasta el poder socialista se está viendo por fin obligado a dar la cara, enfrentándose a su responsabilidad de asumir los hechos como propios. Y si digo que nadie sabe cómo ha sido no me refiero a la denuncia (pues aquí hay que felicitar a los héroes de nuestra campaña de manos limpias, entre quienes destaca la prensa competidora, por mucho que quepa dudar sobre el origen y la oportunidad de su calculada filtración),...

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La catarsis ha llegado y nadie sabe cómo ha sido. La magnitud cualitativa del escándalo Rubio es de tal naturaleza que, de pronto, todo ha cambiado. Tanto es así que hasta el poder socialista se está viendo por fin obligado a dar la cara, enfrentándose a su responsabilidad de asumir los hechos como propios. Y si digo que nadie sabe cómo ha sido no me refiero a la denuncia (pues aquí hay que felicitar a los héroes de nuestra campaña de manos limpias, entre quienes destaca la prensa competidora, por mucho que quepa dudar sobre el origen y la oportunidad de su calculada filtración), sino a la tragedia misma: ¿cómo entender que aquí haya podido anidar tamaña monstruosidad?Es lógico que los mercenarios saqueen miles de millones si pueden, pero resulta incomprensible que los más altos funcionarios de la autoridad se prostituyan por 20 monedas. Se nos dice que hay que separar la función institucional de los negocios privados; sin duda, pero también hay que exigir integridad moral, capaz de cohonestar los dos papeles escindidos, pues sin ella se cae en la esquizofrénica doble vida del doctor Jekyll (de día respetable servidor público) y míster Hyde (de noche codicioso traficante). Y no es cuestión de honra personal, sino de honor institucional: como postuló Huntington, la democracia se degrada y deteriora irreparablemente si fallan las instituciones. Es cierto que las personas pasan (o se las echa) y las instituciones permanecen. Pero no lo es menos que el desempeño personal de los cargos puede degradar, corroer y arruinar las instituciones.

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En suma, se ha sobrepasado un punto de no retorno, dada la trascendencia de la institución (pues la columna vertebral del Estado actual ya no es la milicia, sino la moneda). Y esto parece haberlo intuido. el poder socialista (insensible hasta aquí), ya que se dice dispuesto a coger el toro por los cuernos. Pero enseguida les surge su propia escisión esquizoide (renovadores de día, como el menchevique Jekyll, guerrista de noche, como el bolchevique Hyde), y el bando en la sombra reclama la cabeza de Solchaga para poder matar a todos los pájaros de la beautiful people de un solo golpe (sin que pueda descartarse siquiera la mano invisible del guerrismo como autor remoto de esta filtración interesada, a través quizá del resentido Mario Conde).

¿Por qué se degüellan irresponsablemente entre sí los socialistas, cuando la erosión amenaza con degradar todas las instituciones, como si practicasen una retirada de tierra quemada? Se dice que la purga tiene por objeto el control del partido cuando pase a la oposición, tras la ya inevitable derrota electoral. Pero se olvida que nadie podrá rentabilizar su agonía, pues en el naufragio del Titanic socialista se ahogarán ambas tripulaciones, fatalmente predestinadas a seguir la suerte del fantasma de Craxi. En su lucha interna no hay siquiera estrategia de supervivencia para el día después, sino que ambos bandos se hallan encerrados en un dilema de los prisioneros que les condena al círculo vicioso de la recíproca autodestrucción interminable. Y lo que les mantiene presos de ese dilema, sin escapatoria posible, es el fantasma mismo de Craxi: el cáliz de la corrupción, al que como Fuenteovejuna (o todos o ninguno) se consagraron el jueves de pasión de 1993, y que deberán apurar hasta las heces.

Lo que hoy nos jugamos, en fin, ya no es la credibilidad del poder socialista, arruinada irreversiblemente, sino el futuro de nuestra cultura cívica. Mañana, martes, debe acudir el presidente del Gobierno a dar la cara ante el Congreso. Es su tercera oportunidad, tras las dos ocasiones anteriores (el caso Guerra y el caso Filesa) en que eludió la responsabilidad. Confío por nuestro bien público en que esta vez no nos defraude. Pero me atrevería a pedirle que lo haga para salvar su honor institucional como presidente del Gobierno, y no para rescatar el arruinado capital electoral de su partido ni para reparar su honra personal con González Márquez. Espero de su integridad moral, reconocible en su capacidad de convicción, que así sea.

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