Tribuna:

Catalanismo político

Ahora está de moda hablar mal de los nacionalismos, y muy especialmente de lo que en la política española supone el nacionalismo catalán. Para los más pesimistas, permanente amenaza a una unidad estatal que confunden con el cuerpo enterizo y uniforme que en 1812 importamos de los jacobinos; para los más optimistas, un factor siempre exógeno y frecuentemente perturbador.Sin embargo, la realidad es otra, y comprenderla es la única vía para aprovecharla. Porque el catalanismo político, desde sus orígenes hasta la actualidad, no es sólo algo con lo que los restantes españoles estén obligados a con...

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Ahora está de moda hablar mal de los nacionalismos, y muy especialmente de lo que en la política española supone el nacionalismo catalán. Para los más pesimistas, permanente amenaza a una unidad estatal que confunden con el cuerpo enterizo y uniforme que en 1812 importamos de los jacobinos; para los más optimistas, un factor siempre exógeno y frecuentemente perturbador.Sin embargo, la realidad es otra, y comprenderla es la única vía para aprovecharla. Porque el catalanismo político, desde sus orígenes hasta la actualidad, no es sólo algo con lo que los restantes españoles estén obligados a contar, sino una muy importante perspectiva sobre España entera, aunque no coincida con la de. Madrid y su alfoz.

Ya decía Ortega que la visión ubicua, la comprensión totalizadora, la ajena a toda perspectiva a base de ser ambiciosa, carece de posibilidad. Sin punto de vista no hay acceso alguno a realidad alguna. Ahora bien, el catalanismo político, desde su propia perspectiva, accede a la realidad española, la reinterpreta y fecunda.

En efecto, el catalanismo político tiene, como Jano, una doble faz, lo cual no es poca virtud cuando se trata de mirar a dos realidades complementarias, pero diferentes.

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Por una parte, el catalanismo político, y su fermento, el nacionalismo catalán, ha reivindicado siempre la identidad' nacional de Cataluña y, como instrumento de ello, su autogobierno. Y la tenacidad de su reivindicación ha hecho que esa realidad nacional y su autonomía no sean hoy discutidas por nadie con efectiva capacidad para discutir. Cataluña es una nación, no sólo en virtud de su lengua, su cultura y su historia milenaria, sino porque los datos de esas realidades han sido iluminados y reelaborados por una voluntad nacional. El Estado es un proceso de integración o no es, y en España la integración real ha de partir de asumir sin reservas esa realidad. Así lo hizo la Constitución.

Pero junto con esa voluntad de ser, y en ello consiste la conciencia nacional, el catalanismo político, siempre a través de sus más ilustres representantes, ha propugnado una determinada idea de España, y en ello radica la mejor garantía frente a toda interpretación insolidaria del catalanismo y de Cataluña. Porque el catalanismo político, si propugna una voluntad-de-ser-distintos allende el Ebro, también propugna unos determinados modos de acuerdo con los cuales es posible, además,querer-vivir-juntos los españoles entre el Pirineo y el Estrecho.

El catalanismo, en efecto, ha propugnado siempre no sólo el autogobierno de Cataluña, sino una determinada idea de España, ya sea ésta la tradicional de Torras y Bages, o la progresista de Pi i Margall o de Amirall. Más aún, según ha señalado analista tan docto como el profesor José María Jover, el federalismo de inspiración catalanista que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XIX es una de las más refinadas expresiones del regeneracionismo español. Y ya en plena. eclosión nacionalista, cuando Prat de la Riba supera dialécticamente provincialismo, regionalismo conservador y federalismo, es para defender no sólo los derechos nacionales de Cataluña, sino la concepción de una "España grande". Y nadie dudará de las cualidades de Francisco Cambó como hombre de Estado, al que, desdichadamente, en Madrid, si no se pudo marginar, porque era para ello excesivamente grande su talla, no se fue capaz de aprovechar, con grave perjuicio de todos los españoles, y no sólo de Cataluña.

1 Es esta constante la que, soterrada, continúa después en experiencias tan distintas como la fecunda colaboración de Carner en Madrid durante la Segunda República o, en circunstancia bien diferente, la de catalanes e incluso catalanistas ilustres en la modernización de la economía española en los años sesenta. Y de esta larga corriente puede destacarse como principal y común característica el considerar que solamente una España a la altura de su tiempo, eficaz y democrática, moderna, pacífica, dialogante y en libertad, es el marco adecuado para el progreso nacional de Cataluña, como hace días, en una larga entrevista televisiva, o hace pocas semanas en una prestigiosa tribuna madrileña, señalaba la voz autorizada de Miquel Roca.

Por contra, quienes se opusieron a toda pretensión catalanista, precisamente por su condición de tal, no se distinguieron por sus servicios a la democracia española. En nuestro país, al menos, fervores jacobinos y realismo democrático no anduvieron nunca de la mano.

Mi experiencia personal es que el nacionalismo catalán, tal como ha estado presente en Madrid durante nuestros años de democracia, siempre ha dado prioridad al interés de España, a la razón de Estado, sobre cualquier otro razonamiento e interés particular. De aquí que quienes creemos en el Estado y deseamos una España en forma, libre, abierta y próspera, apreciemos muy mucho lo que el catalanismo político supone, tanto en Barcelona como en Madrid.

¿Acaso la articulación de ambas posiciones, la reivindicación catalanista y la determinada idea de España, la habitud de lo particular inherente al nacionalismo y la habitud de lo general, propia del Estado, es, sin más, un prodigio de estrategia política? Afirmarlo podría pasar por elogio de amigo, pero traicionaría una verdad profunda más halagüeña aún. Las tesis que el catalanismo político de nuestros días lleva a la política española -desde el europeísmo entusiasta, pero realista, a las enmiendas presupuestarias- no son posiciones particularistas, sino que contemplan problemas y necesidades de los españoles todos. Prueba de ello es cómo sus propias reivindicaciones autonómicas son asumidas por las otras comunidades, incluso por aquellas que en un comienzo las criticaban.

Estamos en el mundo y nos conviene que el mundo vaya bien, decía Roca no hace muchos días. Ninguna mejor garantía de leal colaboración para quienes compartimos el mismo mundo.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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