Editorial:

Problema artificial

SI YA es difícil armonizar en el seno de la Unión Europea (UE) los intereses de los 12 Estados miembros, sería casi imposible hacerlo con el centenar largo de comunidades subestatales regiones o nacionalidades autónomas- que la componen. La idea del PNV de una participación directa del País Vasco en las instituciones de la UE, incluyendo el Consejo de Ministros, está, por tanto, fuera de la realidad. Por el contrario, la posibilidad invocada ayer por Pujol ante la Comisión de Política Regional del Parlamento Europeo de que la representación de los Estados pueda ser asumida, en tales ins...

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SI YA es difícil armonizar en el seno de la Unión Europea (UE) los intereses de los 12 Estados miembros, sería casi imposible hacerlo con el centenar largo de comunidades subestatales regiones o nacionalidades autónomas- que la componen. La idea del PNV de una participación directa del País Vasco en las instituciones de la UE, incluyendo el Consejo de Ministros, está, por tanto, fuera de la realidad. Por el contrario, la posibilidad invocada ayer por Pujol ante la Comisión de Política Regional del Parlamento Europeo de que la representación de los Estados pueda ser asumida, en tales instituciones, por los Gobiernos de las comunidades autónomas merece ser analizada. Para que pueda considerarse realista falta, sin embargo, una condición: que los nacionalistas demuestren ser capaces de supeditar sus intereses territoriales a los generales. Incluyendo los de la consolidación del Estado de las autonomías.Seguramente hay motivos propios de la dinámica nacionalista que explican que el PNV haya decidido plantear ahora esa iniciativa. Ahora: cuando el proceso autonómico iniciado a finales de los setenta está a punto de culminar, y cuando la pérdida de mayoría absoluta por parte del PSOE está permitiendo al nacionalismo catalán hacer la experiencia de una presión sobre el poder central cualitativamente diferente a la desplegada con anterioridad.

Los pactos autonómicos de 1992, que extendieron a todas las comunidades competencias que antes distinguían a las históricas del resto, fueron vistos con prevención por el nacionalismo catalán. Su respuesta fue la reivindicación de un sistema de financiación propio, comparable al que ya disfrutan los vascos. Lo del 15% del IRPF es un primer paso en esa dirección. Pero esa reivindicación catalana -que produjo, a su vez, una reclamación similar por parte del regionalismo aragonés- ocasionó en el PNV un desconcierto no menor. Su respuesta ha sido doblar la apuesta en el terreno, más simbólico que real, de la política exterior, que conecta con el viejo eslogan nacionalista según el cual Euskadi sería un día la 13ª estrella de la UE.

La actitud del PNV respecto a las competencias no transferidas puede considerarse un reflejo de ese desconcierto: durante años se ha negado a asumir aquellas sobre las que existía acuerdo a fin de mantener levantada la bandera del todo o nada, y la denuncia de la sequía autonómica. Hace unas semanas, el lehendakari se escandalizaba de que los negociadores del Gobierno hubieran condicionado el desbloqueo de las transferencias a un compromiso por el que los nacionalistas admitían un punto final en el desarrollo autonómico. Pudo ser una torpeza plantearlo en esos términos, pero admitir lo contrario, que nunca hay punto final, como expresó Ardanza, significa dar la razón a quienes consideran que la insaciabilidad nacionalista aconseja dosificar los acuerdos.

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El argumento de que el Gobierno se niega a cumplir una ley orgánica como el estatuto resulta escasamente congruente con la simultánea reivindicación de una competencia, la política exterior, que no es que no sea estatutaria, sino que por definición no puede serlo y que, en todo caso, carece de encaje en la estructura de la Unión Europea.

El principal rasgo diferencial de las nacionalidades vasca y catalana es que en ellas los partidos nacionalistas suelen ganar las elecciones, y pueden, desde sus Gobiernos autónomos, aplicar políticas nacionalistas (respecto a la lengua, por ejemplo). Carece de fundamento, por tanto, el temor nacionalista de que la generalización autonómica y culminación del proceso de transferencias deje a los nacionalistas genuinos sin campo de actuación. Podría apostarse, por lo demás, que una reivindicación como la ahora planteada, no figura ni entre las 50 primeras preocupaciones de los ciudadanos vascos. Se trata, por tanto, de un problema en buena medida artificial, especialmente cuando existen ya mecanismos para garantizar la participación de las comunidades en la formación de la voluntad estatal ante las instituciones comunitarias -a través de la Conferencia Sectorial- y la posibilidad, ya realizada por vascos y catalanes, de contar con una representación permanente en la sede de la Unión Europea.

Pero si el planteamiento resulta criticable es, sobre todo, porque alienta un clima de insatisfacción sobre la autonomía que es aprovechado para desacreditarla por los sectores radicales. Y porque el permanente replanteamiento de los límites de la autonomía impide la consolidación del sistema, en perjuicio de la estabilidad política. Algo directamente contradictorio con las prioridades que se deducen del difícil momento por el que atraviesa la economía española, según suelen recordar los dirigentes nacionalistas.

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