Reportaje:EXCURSIONES: LAS SENDAS DEL ABANTOS

Divina evasión

Se dice que el mejor paseo es por donde deambulan los curas. Así ocurre en Santiago de Compostela, cuyo paseo más hermoso, el de la Herradura, fue siempre el frecuentado entre misas por el clero. Y así sucede en El Escorial, donde los frailes del monasterio herreriano han fatigado históricamente las faldas del Abantos. Del monte, en la ladera, los meditabundos agustinos trazaron dos senderos a distintas alturas -horizontal alto y horizontal bajo-, que hoy hilvanan los modernos paseantes.Reunidos a primera hora de la mañana en la plaza del Ayuntamiento, y tras hacer acopio en las tahonas d...

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Se dice que el mejor paseo es por donde deambulan los curas. Así ocurre en Santiago de Compostela, cuyo paseo más hermoso, el de la Herradura, fue siempre el frecuentado entre misas por el clero. Y así sucede en El Escorial, donde los frailes del monasterio herreriano han fatigado históricamente las faldas del Abantos. Del monte, en la ladera, los meditabundos agustinos trazaron dos senderos a distintas alturas -horizontal alto y horizontal bajo-, que hoy hilvanan los modernos paseantes.Reunidos a primera hora de la mañana en la plaza del Ayuntamiento, y tras hacer acopio en las tahonas de pan tierno para los bocatas, los excursionistas emprenden la etapa más dura del recorrido. Saliendo de San Lorenzo por la denominada carretera de la presa, habrán de salvar los 600 metros de desnivel que median entre el pueblo y el cerro de La Solana de Enmedio, zigzagueando entre pinares por la senda del Romeral, junto al arroyo de igual nombre.

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Después de casi dos horas de caminata, el descanso en esta luminosa pradera sabe a gloria, y más con el espectáculo de las nubes rompiendo contra los riscos. En uno de ellos, el llamado Benito, un telégrafo de espejos descansa de sus labores, después de aupar mensajes sobre el Guadarrama durante buena parte del siglo XIX y principios del XX.

Unos minutos más bastan para plantarse en la fuente del Romeral, donde cae el primer bocadillo. Revividos por el tentempié, los caminantes alcanzan enseguida el pegote granítico que corona el Abantos, rematado a su vez por el mojón que señaliza el vértice geodésico y por la cruz de rigor. A 1.754 metros sobre el nivel del mar, los expedicionarios deciden en silencioso consenso que el esfuerzo ha valido la pena. A través de un embravecido mar de nubes se reconocen, fugazmente, diversas piezas de Madrid: el monasterio, los techos de pizarra de la villa escurialense, la superficie plateada del embalse de Valmayor y, en lontananza, la bóveda de niebla tóxica de la gran ciudad.

Cien metros más al norte se obtiene una nueva panorámica: el Valle de los Caídos. Precisamente la enorme valla de piedra que los delimita sirve de guía en uno de los trechos más placenteros. Se camina ahora por la cuerda de Cuelgamuros, a través de empradizados ondulantes que de alguna manera evocan el altiplano andino. El terreno no es nada escabroso y las vistas son de órdago. Poco antes de llegar al ruinoso refugio de La Naranjera, la ruta se interna en Ávila camino de otro refugio, la Casa de la Cueva. Aquí, el grueso de la expedición se abalanza hacia la fuente que mana junto al arroyo del Tobar para dar cuenta del último bocadillo.

Los bosques de Pinares Llanos aguardan. La sinuosa canaleja de San Vicente devuelve a los caminantes a la realidad: el pueblo de Peguerinos reflejándose a media tarde en las aguas de su reciente presa.

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