Tribuna:

Los signos del desconcierto

La entelequia de un mundo monocolor, esa que intentó alumbrar tras la abolición del Pacto de Varsovia, parece estar sufriendo algunas averías. Por lo pronto, la Europa del bienestar, con su cultura del equilibrio y las simetrías sociales, ha empezado a interrogarse sobre los problemas que traen consigo la injusticia económica y la explosión de los nacionalismos. Aún no ha logrado descubrir las puntuales respuestas, pero ya constituye un elemento nuevo, casi diría asombroso, el mero hecho de que se formule esas preguntas. Por otra parte, la infalibilidad del Departamento de Estado norteamerican...

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La entelequia de un mundo monocolor, esa que intentó alumbrar tras la abolición del Pacto de Varsovia, parece estar sufriendo algunas averías. Por lo pronto, la Europa del bienestar, con su cultura del equilibrio y las simetrías sociales, ha empezado a interrogarse sobre los problemas que traen consigo la injusticia económica y la explosión de los nacionalismos. Aún no ha logrado descubrir las puntuales respuestas, pero ya constituye un elemento nuevo, casi diría asombroso, el mero hecho de que se formule esas preguntas. Por otra parte, la infalibilidad del Departamento de Estado norteamericano también ha empezado a hacer agua, y el presidente Clinton comprueba con estupor que algunos de sus ucases penden en el vacío.Un nuevo elemento del desconcierto: si bien el poder militar es monocolor, en cambio el poder económico es más bien jaspeado. Por lo pronto, ni Tokio ni Bonn le rinden pleitesía a Wall Street. El Bundesbank mira por encima del hombro a la selva bancaria, y sólo cuando a ésta le viene el repeluzno monetario o el castañeteo de clientes, condesciende a que sus intereses tengan una bajadita de medio punto.

Desde que el Este se transformó en Oeste-bis, más de un optimista pensó en la economía de mercado como en la tan ansiada panacea capaz de remediar todas las carencias y renqueras atribuidas al socialismo real. Pero la historia pegó un brinco: quienes esperaban a Aladino se encontraron a bocajarro con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, duros e implacables. Como siempre.

Por deteriorados que se hallaran el sistema soviético y sus derivados, o quizá por eso mismo, es evidente que una transición al capitalismo repentina y sin matices iba a encontrar más de un obstáculo insalvable. Instalarse en ese régimen le llevó al Primer Mundo varios siglos de aprendizaje, con materias tan insoslayables como el ejercicio de la plusvalía, la explotación colonialista y neocolonialista, la disminución de impuestos a los ricos y el aumento de los que afectan a los pobres (así de simple lo caracteriza, en su polémico libro Capitalisme contre capitalisme, 1991, el economista y sociólogo francés Michel Albert), el fructuoso negocio de las privatizaciones y la deliberada pauperización del Estado, la desatención a las políticas de pleno empleo, el perfeccionamiento de la corrupción, las redes de narcotráfico, el incremento de la violencia, los intereses leoninos, las invasiones militares, las industrias de guerra.

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Hoy ha de ser ciertamente engorroso dictar (en Praga, Varsovia o Moscú) seminarios de capitalismo básico, a fin de incorporar esas asignaturas a la cultura de unas sociedades que durante varios decenios funcionaron, bien o mal, en distintos espacios de un Estado-providencia que, a pesar de los pesares, les fue brindando algunas ventajas sociales (salud pública, enseñanza y guarderías gratuitas, viviendas a bajo coste, facilidades a la mujer trabajadora, etcétera) que el maravilloso y tan añorado capitalismo eliminó de cuajo.

Con muy distintos matices, la ex Yugoslavia, la ex URSS y la actual Polonia muestran, con toda una gama de situaciones, los resultados de la intervención, velada o manifiesta, de los modos occidentales en la fase poscomunista de esas naciones. En la antigua Yugoslavia, la unidad de seis repúblicas, 13 etnias y varias lenguas que el viejo Tito llevó a cabo de manera incruenta (la revuelta de Kosovo tuvo lugar tras la muerte del líder, en 1980) explotó en una de las guerras civiles más sangrientas y demoledoras de este fin de siglo. Pese a bloqueos, sanciones y prohibiciones, los. proveedores de armas no desaprovecharon la ocasión y hacen ímprobos esfuerzos para que la paz se aleje y, en consecuencia, aquella demanda no disminuya.

En la ex Unión Soviética, el capitalismo ha encontrado en la soberbia, en la ambición desmedida y sobre todo en la mediocridad de Borís Yeltsin el aliado que buscaba y que merecía. De la manera más brutal, Rusia ha incorporado varias lacras del capitalismo: la violencia callejera, el narcotráfico, la corrupción en estado salvaje, las mafias organizadas, los robos, asaltos y asesinatos. Hasta los taxistas asaltan a sus pasajeros, y no faltan muchachos emprendedores que asesinan a una joven amiga para asar y comer una de sus piernas. ¿Qué tal?

En Polonia, el carismático y empecinado Karol Wojtyla cosecha la peor derrota de su trashumante pontificado, al comprobar que, en elecciones inobjetablemente democráticas, los ex comunistas (¡nada menos!) derrotan ampliamente a la coalición de su feligresía. Al parecer, el Papa no valoró que sus compatriotas, incluidos los católicos militantes, en los temas de aborto y contracepción estaban más cerca de los marxistas que de los catequistas.

No hace mucho, Juan Gelman ('Lo de Rusia', Página 12, Buenos Aires, 1 de octubre de 1993), refiriéndose a las elecciones polacas y el triunfo de los ex comunistas, alertaba con razón: "Claro que los organizadores de tales fuerzas de izquierda serían remanentes de la vieja burocracia, muy dispuestos a introducir, aunque pausadamente, los cambios que Occidente exige, a condición de mantenerse en situaciones de poder de las que van siendo desalojados". Así como Michel Albert habla de los dos capitalismos para explicar la lucha que libran entre sí las derechas de Occidente, tal vez habría que hablar de las "dos burocracias" para caracterizar la pugna que mantienen los distintos bandos (todos provenientes de la misma raíz) en los países del Oeste-bis.

Curiosamente, el atolondramiento y la inseguridad de los rusos y sus vecinos se han contagiado a las potencias occidentales. Que un presidente, Borís Yeltsin, aliado con el Ejército, sea capaz de prender fuego al Parlamento y asesinar a sus ocupantes (que nadie ose evocar la imagen de Pinochet y la Moneda en llamas), y reciba, sin embargo, el apoyo unánime de los principales líderes de Occidente, no constituye un mero acto político; es sencillamente una vergüenza. ¿Por qué Bordaberry y Fujimori, que también perpetraron golpes contra sus parlamentos, son abominables y Yeltsin, en cambio, que les lleva la ventaja de 100 muertos y 500 heridos, es poco menos que un héroe de la democracia? No pasará mucho tiempo sin que los gobernantes involucrados en este bochorno se arrepientan de su degradante solidaridad, ya que Yeltsin tiene todas las condiciones para convertirse a corto plazo en una maldición de Europa.

Más de una vez se ha recordado en estos días la frase ("la historia y la moral se están reconciliando") que el presidente checo, Václav Havel, pronunció en 1989, cuando él y muchos más creyeron que con la caída del muro de Berlín se abría una época de prosperidad, integración cultural y consolidación de libertades para toda Europa. Hoy es evidente que historia y moral se hallan nuevamente en plena marimorena. Las matanzas y otras acciones humanitarias que las tropas de la ONU y los aviones y helicópteros norteamericanos perpetran a diario en Somalia no impresionan demasiado al telespectador europeo (después de todo, son negritos), pero que blanquísimos niños de ojos azules (serbios, croatas, musulmanes) sean inmolados en pleno centro de Europa, o sea, en el ombligo del mundo, eso sí resulta insoportable, y es probable que a esta altura el bueno de Havel se haya convencido de que el idilio entre historia y moral va a terminar como en Shakespeare.

El problema es que, antes que Havel, el convencido es Clinton, y a éste la enconada gresca en Bosnia le sirve para paliar las suspicacias del Pentá-

gono, que a esta altura también cultiva su propio desconcierto. Es obvio que a Estados Unidos hay paces que le preocupan y otras que le estimulan. Entre esas últimas, la tan publicitada entre palestinos e israelíes. Aún lo habían cesado los aplausos que coronaron en los jardines de la Casa Blanca el apretón de manos entre Isaac Rabin y Yasir Arafat cuando Washington ya estaba colocando sus armas en los dos bandos. Por algo el presidente norteamericano lo organizó todo para erigirse en el gran protagonista de ese acuerdo (quizá con el ojo puesto en el próximo Nobel de la Paz), cuando el verdadero y discreto impulsor del mismo había sido el primer ministro noruego, de quien pocos se acordaron en ese último tramo.

Lo cierto es que el tan mentado nuevo orden internacional está siendo reemplazado por el gran desconcierto. En las bolsas de todo el mundo, los valores que mejor se cotizan son la duda y el escepticismo. Los fabricantes de armas ya no saben qué hacer ni a qué dios encomendarse para inventar nuevas y fructíferas guerras. El Primer Mundo tampoco sabe qué murallas o tapias levantar (¡oh, viejo y recordado muro de Berlín!) para no ser invadido por el segundo y el tercero. A medida que la ciencia y la técnica progresan la marea de desocupados se extiende en el mapa laboral como una mancha de oprobio. La educación y la cultura han pasado a ser menesteres suntuarios y cada vez tienen menos presencia en los presupuestos estatales. La grieta existente de antiguo entre pudientes y menesterosos se convierte en abismo infranqueable. La solidaridad será muy pronto una reliquia del pasado.

El gran desconcierto deriva asimismo de la incomunicación que, salvo contadas excepciones, existe entre gobernantes y gobernados. Sólo una vez cada cuatro, cinco o seis años (depende de lo que dicte la respectiva Constitución) los decididores escuchan y sobre todo se hacen escuchar, pero su propósito no es asimilar y comprender las necesidades de su pueblo (perdón por usar término tan obsoleto), sino simplemente conseguir su voto. Una vez obtenido éste, se recluyen, hasta los próximos comicios, en su cápsula de poder. A lo sumo se comunicarán con otras cápsulas; pero, en lo esencial, durante un lapso fijado de antemano, el gobernante será nuevamente una isla; los gobernados, un remoto archipiélago. Todo ello, como es obvio, en una escala menor del desconcierto.

Mario Benedetti es escritor uruguayo.

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