Editorial:

El derecho a ser de pueblo

Los MADRILEÑOS han vivido siempre en el universo. La capitalidad de España, recientemente de Europa y, en ocasiones, del mundo, ha dado a sus habitantes unas miras largas y poco atadas a egoísmos particulares. Un sentimiento, además, extendido por la comunidad autónoma como ideario de una tierra abierta a todos. Madrid ha recibido con espíritu vecinal lo mismo a los mineros llegados desde el norte que a la Conferencia de Seguridad en Europa o a las reuniones que abrieron el camino para la paz en Oriente Próximo.Ese espíritu colectivo permanecerá durante muchos años entre los madrileños, como p...

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Los MADRILEÑOS han vivido siempre en el universo. La capitalidad de España, recientemente de Europa y, en ocasiones, del mundo, ha dado a sus habitantes unas miras largas y poco atadas a egoísmos particulares. Un sentimiento, además, extendido por la comunidad autónoma como ideario de una tierra abierta a todos. Madrid ha recibido con espíritu vecinal lo mismo a los mineros llegados desde el norte que a la Conferencia de Seguridad en Europa o a las reuniones que abrieron el camino para la paz en Oriente Próximo.Ese espíritu colectivo permanecerá durante muchos años entre los madrileños, como patrimonio de su aportación a la pequeña y a la gran historia, y tal vez sirva de ejemplo a quienes -alimentando una de las peores plagas del ser humano actual- empiezan a juzgar a las personas por su procedencia o por su raza. Algo que no casa con esta tierra que tuvo siempre vocación de plaza mayor y lugar de encuentro.

La cercanía entre un ciudadano de Madrid y cualquier problema del mundo ha podido dificultar, no obstante, las miradas que los madrileños tienen derecho a dirigirse a sí mismos. Porque quienes viven en la capital pueden sentir como propios los hacinamientos de Fuenlabrada o de Móstoles -quizás allí residirán sus descendientes-, y también disfrutar con los goles del Leganés, recién ascendido a la Segunda División; igual que quienes habitan en el cinturón industrial o en los pueblos de la sierra verán con simpatía los éxitos del Rayo Vallecano y se interesarán por el tráfico que soportan cuando acuden a la capital.

Las gentes sienten una identidad común cuando les unen los mismos problemas y el mismo ámbito cultural. No se puede decir que Madrid carezca de ambas condiciones. Y quienes habitan aquí tienen por ello bien ganado el derecho a sentirse de pueblo, a mirarse el ombligo de vez en cuando y a saberse miembros de una comunidad cuyas raíces no importan demasiado (lo que constituye, paradójicamente, su principal raíz y seña de identidad). Ser madrileño supone, pues, un rasgo distintivo que cualquiera puede alcanzar.

Así nace este suplemento de EL PAÍS dedicado a Madrid. Para acompañar a los madrileños en su derecho a sentirse de pueblo. Y eso sí, sin olvidar por ello su espíritu acogedor y universal: El País Madrid llega envuelto en papel prensa, en los problemas de España, en la construcción de la nueva Europa, en las dificultades del mundo y, por supuesto, en el creciente deterioro de la capa de ozono. Nada nos debe resultar ajeno, por lejano que parezca. Pero mucho menos lo que está tan cerca.

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