Tribuna:

No es el camíno de Damasco

¿Es posible que estemos conociendo los últimos días de la guerra en Oriente Próximo? ¿Cabe hoy aventurar que el único conflicto de alcance mundial no derivado de la antigua oposición entre Estados Unidos y la Unión Soviética entra ya en su fase agónica?El reciente acuerdo sobre el reconocimiento de una cierta autonomía palestina en parte de los territorios ocupados por Israel hace que urja responder a esos interrogantes, porque de una u otra respuesta habrá de derivarse un diferente entendimiento del mundo en que vivimos.

Hay tres calificativos de posible aplicación, de momento sólo cut...

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¿Es posible que estemos conociendo los últimos días de la guerra en Oriente Próximo? ¿Cabe hoy aventurar que el único conflicto de alcance mundial no derivado de la antigua oposición entre Estados Unidos y la Unión Soviética entra ya en su fase agónica?El reciente acuerdo sobre el reconocimiento de una cierta autonomía palestina en parte de los territorios ocupados por Israel hace que urja responder a esos interrogantes, porque de una u otra respuesta habrá de derivarse un diferente entendimiento del mundo en que vivimos.

Hay tres calificativos de posible aplicación, de momento sólo cutánea, a los acuerdos cuya maduración verosímil, pero no inevitable, sería la futura creación de un Estado palestino en Cisjordania y Gaza.

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Son: concesión, apuesta y trampa.

Concesión porque en una primera pasada cabe concluir que Israel ha sido generosa. Sus victorias, puntuales como cronómetros en todas las guerras de Oriente Próximo, la desaparición del gran apoyo internacional de la causa árabe, la Unión Soviética, la derrota militar de Irak en 1991, la devoción de Egipto por casi cualquier solución light del conflicto, la debilidad de la OLP -financieramente, en horas bajas por la racanería de sus banqueros del Golfo y las vacilaciones de su líder, Yasir Arafat- son todos datos que, aparentemente, daban al Estado israelí algo más que un respiro para el día de mañana. Naturalmente, contra todo ello militaban los intereses estratégicos de Estados Unidos, que sólo ahora puede tratar de impartir algún grado de justicia en el Levante mediterráneo, porque ya no queda Moscú para beneficiarse de tan nueva ecuanimidad. Pero Israel había capeado situaciones peores. Y por ello puede dignamente argumentarse que el Estado sionista ha debido sentir un súbito acceso de desprendimiento político al hablar de autonomía con sus enemigos del alma.

Apuesta, también, porque Israel no se ha comprometido más que a un tipo de concesión que puede o no convertirse en algo políticamente relevante tan sólo a tenor de los acontecimientos. Por tanto, nos hallamos ante un proyecto de magnanimidad con final abierto, que no prejuzga el destino, sino que más bien se rodea de notas al pie, del tipo de Jerusalén será por siempre jamás la capital indivisa del Estado hebreo, o la independencia palestina no se contempla al fin del proceso. Todo ello, podrá decirse, es pura intención táctica, incluso de buena ley, porque Israel no tiene la intención de regalar nada antes de que los hechos demuestren que los palestinos no van a hacer un mal uso de los territorios y las competencias que vayan recibiendo.

Y trampa, finalmente, porque la apuesta en forma de concesión formulada por Israel contiene suficientes elementos de capciosidad como para que Arafat y los suyos se tienten la ropa a la hora de ir de autónomos por la vida. Esto es así porque el efecto práctico de la inminente retirada israelí de Gaza y Jericó es el de contratar virtualmente a la OLP para que desempeñe la represión de cualquier oposición violenta a los acuerdos autonómicos. Israel ha conseguido, por tanto, hacer realidad el sueño de toda potencia mandataria: la subrogación de la represión de los nativos en los propios nativos; hasta Londres tenía que ponerles oficiales británicos a los cipayos con los que hizo a Victoria emperatriz de un subcontinente. Y al final de esa represión, encima premio, porque si los palestinos dan en matarse abiertamente unos a otros, o si el propio Arafat no logra morir en su día natural, nada será más fácil que decir al mundo cuán imposible es completar la retirada de los territorios ensangrentados y ocupados, con lo que no quedarán para contarlo ni concesión ni apuesta. Es decir, toda una obra de arte.

El arquitecto de este tríptico, concesión, apuesta y trampa, es uno de los más grandes políticos que ha tenido Israel en su corta pero rugosa existencia: el ministro de Asuntos Exteriores y anterior jefe de Gobierno, Simón Peres, de quien el que haya sido capaz de pensar tres soluciones a la vez para un solo problema resulta apenas la penúltima genialidad, al parecer hoy victorioso en la lucha- consigo mismo para que un día se le recuerde como algo más que un político: un estadista.

El veterano laborista, a sus 70 años, parece hoy el producto de una cristalización purísima de históricas cualidades: inteligencia, cultura, visión, dominio del pasillo, sentido de las realidades. Con esta su singular aportación a la solución del conflicto más intratable del siglo XX, ha querido desprenderse de un coriáceo equipaje que le ha acompañado toda su vida política. El Simón Peres, cosecha fin de siglo, se presenta hoy desembarazado del maniobreo y del regate en corto que aprendió a los pechos de David Ben Gurion, el padre de la patria, de la sutileza que de tanto ahondarse se transformaba en oscuridad, y hasta de un temperamento, como enfurruñado en la distancia, que ahora se troca en serena y sabia arquitectura de sí mismo.

La triple opción Peres resulta ser, por tanto, un combinado indistinguible, en su peso atómico profundo, de concesión, apuesta y trampa, de forma que sólo el futuro pueda determinar la naturaleza final de la jugada.

Si únicamente nos halláramos ante una concesión sin más, el objetivo final de la creación de una independencia palestina aparecería de alguna manera reconocido por los generosos dadores de un territorio conquistado a preciosa sangre y abundante fuego, y al día de hoy ni siquiera el izquierdismo laborista está, en cambio, seguro de cuánto es capaz de ceder ante el hecho nacional palestino. Si nos halláramos, de otro lado, sólo ante una apuesta faltarían los elementos de previsión, el más y el menos, Gaza y Jericó para empezar y no sabemos qué para concluir, que le dieran sentido a la misma. Pero Simón Peres no apuesta sin las espaldas bien cubiertas. Si, por último, la operación sólo fuera trampa, ésta no contemplaría una verdadera posibilidad de paz para Israel, lo que cabe excluir del patriotismo y de la inteligencia del enemigo que demuestra poseer el ministro de Jerusalén.

Por todo ello, la ortopedia de acuerdo que ha aceptado Arafat es como una trinidad de posibilidades, un laberíntico acertijo en el que tres naturalezas se combinan como en el Espíritu Santo, y al que el líder palestino deberá ciar respuesta contra los radicales de Hamas, contra sí mismo y buena parte de la OLP, y contra las esperanzas que, necesariamente, defraudará una solución que jamás podrá dar satisfacción a todos, árabes e israelíes.

Si la línea de la concesión acaba por imponerse, Estados Unidos habrá hecho un gran negocio político, y el presidente Clinton o sus sucesores podrán presentarse al mundo como un genuino poder capaz de solucionar problemas de convivencia universal, como corresponde al único imperio en activo. Por el contrario, si todo acaba en pura apuesta a medio camino o en mera trampa que lo reviente todo, sólo se pondrán de relieve los graves límites de la capacidad de acción de Washington. La apuesta, porque Estados Unidos demostraría controlar tan poco el futuro como los propios protagonistas del conflicto, y la trampa, porque el sentimiento de honor traicionado en todo el mundo árabe haría perder a Estados Unidos mucho de lo ganado en el tablero diplomático levantino con la desaparición del poder soviético.

En esta peculiar versión del camino de Damasco nadie ha caído verdaderamente del caballo presa de divina revelación, sino que una precisa agrimensura de vacíos y equilibrios mundiales ha permitido a un complejo y renovado Simón Peres, cuando ya toma el último recodo del camino, convencer a su primer ministro, el general Rabin, a una buena parte de la opinión nacional, y a su archienemigo, Yaser Arafat, de que valía la pena probar a ver cómo los hechos, y sobre ellos la cuidadosa vigilancia del Estado de Israel, determinan una u otra naturaleza del futuro.

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