Tribuna:

Los malestares públicos

En Francia se habla de que la culpa la tiene la inmigración, los casos de corrupción, la esclerosis de la dirigencia política. En Alemania, más o menos lo mismo, más el coste de la unificación. En Italia, que el sistema político no funciona, que la Mafia, que los escándalos morales generalizados... Y así sucesivamente. Cualquiera sea la explicación, por todos lados se aprecia el malestar público, una distancia entre la vida política y la sociedad, un escepticismo sobre dirigentes y partidos, un desprestigio creciente de la función pública. Lo curioso es que salimos del área industrializada y t...

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En Francia se habla de que la culpa la tiene la inmigración, los casos de corrupción, la esclerosis de la dirigencia política. En Alemania, más o menos lo mismo, más el coste de la unificación. En Italia, que el sistema político no funciona, que la Mafia, que los escándalos morales generalizados... Y así sucesivamente. Cualquiera sea la explicación, por todos lados se aprecia el malestar público, una distancia entre la vida política y la sociedad, un escepticismo sobre dirigentes y partidos, un desprestigio creciente de la función pública. Lo curioso es que salimos del área industrializada y también en nuestra América Latina nos encontramos con el mismo disgusto, la inconformidad latente y la dificultad de los Gobiernos de sustentarse en el poder con un cierto consenso ciudadano.Los fracasados golpistas venezolanos no merecieron de la opinión pública el rechazo condenatorio claro y frontal que hubieran recibido hace pocos años, como sucedió en España cuando el ya legendario 23-F. El propio Fujimori transita el sendero de su democracia maquillada y tutelada con una cierta complicidad táctica del hemisferio, que no aplaude su golpe de Estado, pero tampoco lo condena claramente. En una palabra, aquel espíritu entusiasta de los tiempos de la restauración democrática se va evaporando en la nube de inconformidad de los reclamos sociales y las críticas a los dirigentes.

Peligrosos son estos malestares. En Europa van alentando el avance de movimientos fascistoides. En América Latina, el retorno de populismos más o menos autoritarios, cuya retórica -no importa si de inspiración izquierdista o de derecha- apenas enmascara ese peligroso desapego a las garantías de la democracia.

Suele verse como una paradoja en esta situación: el liberalismo, triunfante en su competencia- con el marxismo, vive ahora su propia crisis. No es tan extraño sin embargo: en la época en que dos campos rivales confrontaban modos de vida diferentes, filosofías diametralmente opuestas, la política era maniquea, todo blanco o todo negro, nosotros de un lado, ellos del otro... Nadie podía darse el lujo de dividir a su familia, a la derecha o a la izquierda, por debates de matices, o autocríticas, o aun -caso de Italia- por cuestionamientos morales que se presumían válidos, pero en los que no se quería indagar demasiado para no regalar el poder al comunismo.

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La derrota del marxismo no fue el final de la lucha por el liberalismo. Más bien fue el comienzo de un proceso en que la filosofía liberal ha debido enfrentar sus propios problemas: las insuficiencias de la democracia, las limitaciones del mercado, los excesos de la partidocracia, el papel del Estado y su reforma, la conciliación de las demandas sociales con una economía ferozmente competitiva y hasta sus interpretaciones fundamentalistas, que también las ha tenido y las tiene la filosofía liberal, reducida a veces a un burdo economicismo conservador.

Lecturas simplistas asimilaron la caída marxista con un triunfo reaganista-thatcheriano. En el mismo instante cayeron el reaganismo y el thatcherismo en sus propios países, que dieron por agotado el tiempo de las privatizaciones y la reducción de los programas sociales. Otra lectura superficial e interesada se solaza estos días en mostrar que la socialdemocracia tiene dificultades en Francia, Italia y España, mostrándolo ya como una tendencia. ¿Cómo se explicarían, entonces, las tribulaciones del democristiano Kohl y del conservador Major? La cuestión va más allá, y está claro que debilita por igual a todos los Gobiernos, sean de la raíz ideológica que sean.

El tan manoseado malestar de Occidente nace de que, superada la confrontación ideológica, recobra primer plano la demanda individual de mejores niveles de vida, en una sociedad consumista que instala la insatisfacción permanente. La oferta de bienes de confort es ilimitada, creciente, variada, todos los días alimentada y renovada publicitariamente. ¿Cómo atenderla? Hay que invertir en tecnología para mantener la competitividad en un mundo agresivo y hay que invertir en educación porque el que no esté al día empieza a retroceder. Pero a la vez, ¿cómo mantener esas elevadas inversiones si el obrero quiere más seguridad social, el empleado mejores vacaciones, el empresario mayor seguridad de ganancias, todos a la vez más tiempo libre y dinero para hacerlo entretenido?

Por ahora, los japoneses parecen salvarse de esta dicotomía, pero, ¿demorará mucho la nueva generación en pedir, por lo menos, mejores viviendas?

En ese escenario, en que la búsqueda de chivos expiatorios es la explicación fácil, emerge el cuestionamiento a la política como actividad, a los políticos como profesionales. Las comprobaciones sobre casos de corrupción, especialmente en Italia, parecen sustentar ese sentimiento. Pero llevado a la condición de iracundo malestar, transformado en un eslogan que no distingue ni países ni personas, hecho el reduccionismo de la inmoralidad a la vida pública como si ella no estuviera también en la privada, se transforma en una pequeña grieta que comienza a socavar las instituciones, un musgo sofocante de los brillos de una sociedad industrial que ha dado más bienestar y libertad que ninguna otra y que nos pone en el peligroso camino hacia la nada. Que, como se sabe de antiguo, es el preludio del todo de los totalitarismos.

fue presidente de Uruguay.Copyright Julio María Sanguinetti / EL PAÍS, 1993.

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