Editorial:

¿Quién es culpable?

GiULIANO AMATO, primer ministro socialista de Italia, ha cerrado su más reciente crisis de Gobierno en falso. En lugar de responder, como pretendía, a las dimisiones forzadas de tres de sus ministros con un cambio profundo de Gabinete, se ha tenido que conformar con un miniajuste que no resuelve nada. Ha debido plegarse así al control ejercido por los partidos sobre toda la vida política y aplicar la sacrosanta regla de la distribución de todos los cargos con arreglo a las cuotas deducidas de los porcentajes electorales, obtenidos por la coalición cuatripartita de gobierno. Es así como se defi...

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GiULIANO AMATO, primer ministro socialista de Italia, ha cerrado su más reciente crisis de Gobierno en falso. En lugar de responder, como pretendía, a las dimisiones forzadas de tres de sus ministros con un cambio profundo de Gabinete, se ha tenido que conformar con un miniajuste que no resuelve nada. Ha debido plegarse así al control ejercido por los partidos sobre toda la vida política y aplicar la sacrosanta regla de la distribución de todos los cargos con arreglo a las cuotas deducidas de los porcentajes electorales, obtenidos por la coalición cuatripartita de gobierno. Es así como se defiende la clase política italiana. Acorralada por una ciudadanía que ha perdido la fe en ella y por una justicia que sospecha de sus actos, encuentra como única solución defender a ultranza sus privilegios y cerrar los ojos frente a la realidad exterior. Como consecuencia de ello, el Gobierno sigue débil, y Amato, contrariamente a lo que quería, ha tenido que recurrir al voto de confianza. No parece probable que resuelva así la crisis de las privatizaciones de empresas públicas y, sobre todo, la de la corrupción.Lo cierto es que, últimamente, todos los problemas italianos se cierran en falso. Si la solución aplicada no es radical, malo, porque apenas consigue un mínimo lavado de cara que no detiene la descomposición. Y si lo es, peor, porque detener en seco ésta implica la casi simultánea desintegración del Estado. He aquí el problema: ¿cuánto tardarán los jueces en volver a citar a un ministro del Gobierno de Amato? ¿Cuántos diputados, cuántos empresarios más, serán encarcelados? La respuesta más contundente fue dada por la judicatura al día siguiente del minirreajuste gubernamental: la detención del número tres de la Fiat, su director financiero, Francesco Paolo Mattioli, acusado de subvencionar a la Democracia Cristiana con comisiones ilegales (las famosas tangentes).

El caso Mattioli ha sobrecogido a Italia: el símbolo, el portaestandarte de la industria italiana, ha sido encausado. Es cierto que estas detenciones preventivas convencen al ciudadano de que los que las padecen son culpables; es cierto, por consiguiente, que las detenciones indiscriminadas incrementan la sensación de generalidad de la corrupción, sea ésta culpa de los empresarios (como pretende la magistratura de Milán) o de los políticos (como quiere la de Roma). Cada cual demostrará o no su inocencia, pero el gran dilema es si, como quería el anterior jefe del Estado, Francesco Cossiga, se da un salto adelante y se refunda la República, o si, como quieren las cada vez más votadas Ligas del Norte, se la disuelve. Todos en la cárcel, se acabó la corrupción y desaparece el sistema. Porque, en efecto, como asegura La Repubblica, "el repudio del Estado de las tangentes podría degenerar en un repudio del Estado a secas".

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Debe castigarse, es cierto, a una casta política y a una clase empresarial que se ha deslizado a lo largo de años hacia un sistema de corrupción que las necesidades de la vida pública -un monstruo insaciable- hacían imparable. Debe castigarse a los dos mayores corruptores, la Mafia y las células masónicas tipo P-2. Pero, al final, como dice el comentarista político Marío Deaglio, "si las grandes entregas de dinero eran conocidas por muy pocos, muchos conocían en cambio el tenor general, muchos intuían y no se escandalizaban, y esta clase política fue tranquilamente votada y confirmada en su papel por la mayoría de los italianos durante más de 40 años". Italia entera sabía e Italia entera se encogía de hombros.

Un magistrado de Milán comprendió hace semanas el riesgo de que el remedio acabe siendo peor que la enfermedad y propuso un sistema intermedio que presupone la culpabilidad de la mayoría de la clase política: los arrepentidos no irán a la cárcel, pero quedarán excluidos de la vida política. En caso de duda, la mejor receta suele ser acudir a los procedimientos democráticos; unas elecciones generales podrían no contribuir a la cura del sistema, pero aclararían lo que quieren hacer los italianos con su país. Y, mientras tanto, los empresarios dejarían de tener que invocar el estado de necesidad como excusa de la corrupción.

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