Tribuna:

La década socialista frente a la revolución conservádora'

Inicia el articulista un análisis comparado de las políticas económicas conservadoras, esencialmente las del Reiuno Unido y Estados Unidos, y la que efectuaron los socialistas españoles desde su acceso al poder, en 1982, en temas como el del mercado y la acción pública o el de la redistribución fiscal, entre otros.

De Thatcher en el 79 a Clinton en el 93, la década de los ochenta ha sido larga e intensa.Los ochenta han sido testigo del rotundo fracaso de los sistemas de planificación centralizada en la extinta URSS y Europa del Este. Pero también lo han sido del fracaso económico y soc...

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Inicia el articulista un análisis comparado de las políticas económicas conservadoras, esencialmente las del Reiuno Unido y Estados Unidos, y la que efectuaron los socialistas españoles desde su acceso al poder, en 1982, en temas como el del mercado y la acción pública o el de la redistribución fiscal, entre otros.

De Thatcher en el 79 a Clinton en el 93, la década de los ochenta ha sido larga e intensa.Los ochenta han sido testigo del rotundo fracaso de los sistemas de planificación centralizada en la extinta URSS y Europa del Este. Pero también lo han sido del fracaso económico y social de la revolución conservadora de Thatcher y Reagan, cuyos resultados pueden ser muy ilustrativamente comparados con los de la década socialista en España a la hora de valorar el papel relativo del mercado y de la acción pública, de la redistribución fiscal y la acumulación pública de capital en infraestructuras y educación y los grados de cohesión social resultantes.

Durante los ochenta, el debate estuvo dominado por las ideas neoliberales de esa revolución conservadora que encabezaron Reagan y Thatcher. En esta nueva edición del liberalismo se recuperó de forma prácticamente total la confianza en el libre mercado que había quedado tan dañada por la Gran Depresión de los años treinta, que parecía olvidada. El argumento de los "fallos del mercado" fue sustituido por el argumento de los "fallos del sector público", inspirando un gran número de reformas que afectaron a aspectos muy diversos de la actividad pública: fiscalidad, privatizaciones, políticas monetarias, desregulaciones, etcétera.

Se justificó así un giro pendular de la política económica, encaminada ahora a conseguir un "Estado mínirno". Se descalificó toda intervención estatal, recurriendo para ello a antiguos argumentos retomados de Hayeck y Popper: cualquier actuación de los poderes públicos para corregir un fallo del mercado a partir de un conocimiento inevitablemente limitado e imperfecto de un mundo extremadamente complejo, estará abocada al fracaso, tendrá consecuencias distintas a las previstas y empeorará el bienestar social. Según esta visión, la coordinación de un mundo tan tremendamente complejo es mejor dejarla a cargo del sistema de precios que fije un sistema de mercado, todo mercado, sólo mercado.

Bienestar y negligencia

Así, del uso -y el abuso- de argumento de los 'Tallos del mercado", que llevó a muchas de la disfunciones del Estado de bienestar, se pasó a usar y a abusa del argumento de los fallos de la intervención pública que ha conducido en EE UU e Inglaterra a lo que podríamos llamar el Estado de negligencia.

Pero, por mucho que haya estado de moda citar a Popper, la defensa a ultranza del libre mercado frente a la actividad del sector público no fue única, ni principalmente, debida a razones de epistemología científica o de eficiencia económica. Al contrario, el debate que intenta situar la línea que separa la actividad pública de la privada entra de lleno en el terreno profundo de los valores. La libertad individual, en una concepción a veces casi narcisista, se erigió en el valor en alza de los años ochenta por en cima de la igualdad y la equidad social. La exaltación del éxito individual a través del esfuerzo personal, al que nada hay que objetar, fue acompañada por una negación indiscriminada de la iniciativa pública, tenazmente desacreditada por el pensamiento y la retórica de la década pasa da, mucho más allá de lo que su fallos lo justificaban.

La desregularización y las in novaciones financieras, en muchos, casos pensadas para burlar las leyes fiscales, las euforias bursátiles y la especulación organizada han permitido amasar fortunas colosales sin ninguna relación con la economía real. Sus protagonistas, celebrados, aunque algunos han acabado en la cárcel, han sustituido a la "clase obrera" en la mitología social Como dice el premio Nobel M. Allais, el efecto desmoralizador de estos fenómenos ha sido políticamente subestimado.

Pasados 10 años, los términos del debate han empezado, a cambiar.

En EE UU la victoria del candidato demócrata, con un programa que rompe abiertamente con el discurso de la era Reagan-Bush, ha mostrado de forma contundente la pérdida de atractivo de las virtudes del mercado sólo mercado, todo mercado para la sociedad norteamericana tras 10 años de revolución conservadora.

Fe ciega

En el Reino Unido, el Gobierno de Major se aparta cada vez más del laisser-faire que tanto entusiasmó a la señora Thatcher. Aunque, por lo que se refiere a nuestro país, los dogmas conservadores de los años. ochenta aún continúan fascinando al Partido Popular, cuyo preprograma electoral es tan similar al de la señora Thatcher de 1979. Sorprende la fe ciega en las sencillas fórmulas que se proponen para solucionar los problemas económicos de los españoles cuando su ensayo en otros países durante la década pasada ha tenido un balance tan pobre: mientras nosotros hemos mejorado notablemente nuestras infraestructuras y nuestro sistema educativo, sanitario y de pensiones, bases fundamentales del crecimiento económico y la cohesión social de un país, ellos las han empeorado. No sólo han sido ineficaces socialmente, sino también económicamente.

Entre el Reagan que aseguraba a principios de la década que "el problema de Estados Unidos es el Estado", y un Clinton que subraya en su programa de gobierno el papel positivo que pueden y deben tener las políticas públicas ("el Estado") en cualquier economía, el péndulo parece haber vuelto a girar.

Sería bueno valorar qué ha ocurrido entretanto. Analizando, por ejemplo, los resultados obtenidos por las reformas impositivas que buscaban una mayor neutralidad sobre los agentes privados o las liberalizaciones y privatizaciones que pretendían favorecer la competencia y, a través suyo, la eficiencia en la asignación de recursos.

Aún es pronto para hacer balance de muchas de esas reformas. Pero, en bastantes casos, los resultados justifican ya un considerable escepticismo sobre la posibilidad de lograr una senda duradera de progreso y cohesión social a través de reducir al mínimo, a toda costa, el papel del sector público: EE UU e Inglaterra lo intentaron durante los ochenta sin conseguir detener su declinar económico y deteriorando gravemente su cohesión social.

En realidad, la reducción del sector público de los años ochenta no ha sido tal. Lo que se redujo en la mayoría de los países occidentales fue el ritmo de expansión del gasto de las AA PP en porcentaje del PIB con respecto a la década precedente: el aumento medio del conjunto de la OCDE fue de 2,5% puntos porcentuales frente a un aumento de 3,9 puntos en la década anterior. Sólo algunos países -el Reino Unido y Alemania, antes de la reunificación, dentro de la CE- lograron reducir sus niveles de gasto. Pero buena parte de esa reducción se logró reduciendo la inversión pública de manera insostenible a largo plazo, como constatan hoy en EE UU. España fue el único país de la OCDE que compatibilizó la moderación en el crecimiento del gasto público con un sustancial aumento de la inversión pública, desde el 1,9% en 1980, hasta el 5% 10 años después. Un esfuerzo inversor sólo superado por Japón en sus mejores anos.

Otra parte de la contención del gasto público tuvo que ver con el ciclo económico. Las transferencias a familias y empresas disminuyeron en la fase expansiva de los años ochenta, pero han vuelto a aumentar en la fase recesiva actual. Los intereses de la deuda registraron un aumento muy importante, como consecuencia de los elevados tipos de interés reales y de políticas mucho más ortodoxas de financiación de los déficit públicos. En España, las transferencias a familias aumentaron notablemente, como consecuencia del desarrollo de sistemas de protección social que, aunque haya habido que corregir sus disfunciones, han marcado, junto con las infraestructuras y la educación, los presupuestos de la década socialista. El incremento de la carga de intereses de la deuda ha sido también mayor que en otros países.

El ejemplo más claro de involución presupuestaria es el del Reino Unido. El gasto público ha pasado del 42,7% del PIB en 1979 al 39,5% 10 años después a costa de la inversión pública que se redujo desde el 2,6% del PIB hasta el 1,5% en 1989. Esta evolución supone el menor ritmo de acumulación de capital público de toda la CE. Pero en los últimos años, como consecuencia de la aguda recesión que atraviesa la economía británica, el gasto público ha registrado un crecimiento muy intenso. El Gobierno prevé que, en 1993, su valor alcance el 46% del PIB, ya claramente superior al de 1979. Las cuentas públicas, que a finales de los ochenta registraron un aparentemente cómodo superávit, conseguido privatizando empresas públicas, es decir, vendiendo indiscriminadamente las joyas de la abuela, reflejan ahora un déficit que alcanzará en 1992 un valor superior a la media comunitaria.

Reducción de impuestos

El aumento de los ingresos públicos (en 2,9 puntos en media para el conjunto de la OCDE) fue también moderado en relación a la década anterior, sobre todo teniendo en cuenta el carácter cíclico de buena parte de ese aumento.

A esta moderación contribuyeron reformas inspiradas en la reforma fiscal americana de 1986 que no pretendieron aumentar la recaudación. Se pretendió ampliar las bases imponibles para minimizar la incidencia de la fiscalidad en las decisiones de los agentes económicos, y se redujeron los tipos marginales para intentar paliar sus efectos desincentivadores sobre las decisiones de ahorro, trabajo e inversión. En otros casos, las reformas trataron de alinear el sistema impositivo con el resto de los países para evitar la deslocalización del ahorro y de la actividad empresarial.

La ampliación de las bases imponibles ha quedado en agua de borrajas como consecuencia de la libertad de movimientos de capital. Los efectos sobre el ahorro y la inversión parecen escasos hasta el momento. Pero una de las consecuencias inequívocas de las reformas impositivas en Estados Unidos y el Reino Unido ha sido la reducción de la progresividad impositiva. La reducción de impuestos en estos países ha afectado únicamente a las familias más ricas porque las situadas en los estratos de renta más bajos, de hecho, pagan más que en la situación anterior a la reforma. En España hemos evitado este tipo de efectos regresivos, aparte de las inevitables consecuencias que tuvo la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la fiscalidad de la familia, distribuyendo las modificaciones en la progresividad a lo largo de la escala y compensando variaciones en los marginales altos con aumentos en los mínimos exentos.

es ministro de Obras Públicas y Transportes.

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