Tribuna:CATÁSTROFE EN LA CALLE DEL CINE

Pipas y caramelos

Entre las glorietas de Bilbao y de Quevedo tiene Madrid una segunda Gran Vía, más corta y más estrecha, que ha vivido los mismos avatares de esplendor y decadencia que la primera.Los refulgentes neones y las enormes, hoy trágicas, carteleras de sus seis salas cinematográficas, nueve con el complemento de los minicines, emergieron sobre teatrillos de variedades y barracas de feria, pioneros del cinematógrafo que gozaron del éxito de un arte nacido en el siglo XX y cambiaron las carpas y los entoldados por auténticos palacios del cine.

Desde sus primeros tiempos albergaron los cines en su...

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Entre las glorietas de Bilbao y de Quevedo tiene Madrid una segunda Gran Vía, más corta y más estrecha, que ha vivido los mismos avatares de esplendor y decadencia que la primera.Los refulgentes neones y las enormes, hoy trágicas, carteleras de sus seis salas cinematográficas, nueve con el complemento de los minicines, emergieron sobre teatrillos de variedades y barracas de feria, pioneros del cinematógrafo que gozaron del éxito de un arte nacido en el siglo XX y cambiaron las carpas y los entoldados por auténticos palacios del cine.

Desde sus primeros tiempos albergaron los cines en sus inmediaciones tenderetes de golosinas, chicles y cigarrillos, artículos de primera necesidad para los integrantes de las larguísimas colas que se formaban a sus puertas; cigarrillos para hacer más llevaderas las horas ante la taquilla; chicles y caramelos contra la sequedad de boca y la ansiedad que emanan de la pantalla, para calmar los nervios en las películas de terror y de suspense, para endulzar las lágrimas del melodrama y celebrar las risas de la comedia. El miércoles murió una pipera, heredera en la indigencia de tan noble tradición, sepultada bajo el voladizo homicida del cine Bilbao, al que había convertido en el único techo que la protegía.

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Las piperas eran indispensables, feroz competencia de los vendedores de bombón helado, privilegiados que trabajaban a cubierto en los descansos de los cines. Las piperas de la calle de Fuencarral vendían casi todo menos pipas; las semillas de girasol eran la pesadilla de los porteros y acomodadores de los cines de lujo, para eso estaban Ios palacios de las pipas" con programa doble, en sesión continua, amenizado por el crepitar incesante de las cáscaras.

Las piperas de cine selecto vendían en los años sesenta tabaco rubio de importación de marcas que no se encontraban en los estancos, cigarrillos enlatados ingleses con aromas orientales y chicles americanos con sabores exóticos. La falta de espacio reducía casi siempre sus dominios a un cajón compartimentado y perfectamente ordenado, el almacén era una bolsa de tela que parecía sin fondo y que muchas veces llevaban colgada de la cintura a modo de faltriquera.

Hoy las colas de los cines no son tan nutridas, salvo en los fines de semana, y el negocio de las piperas se ha reducido a la venta de chicles y cigarrillos. Para colmo de males, la competencia es feroz y multinacional: en cada esquina de esta zona, a cualquier hora del día o de la noche, hombres y mujeres de la inmigración tratan de sobrevivir vendiendo la misma mercancía, con media docena de paquetes de tabaco expuestos sobre una mesa plegable.

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Malos tiempos para el pequeño comercio, y sobre todo para el pequeñísimo, ínfimo negocio de las sufridísimas piperas y piperos, curtidos de todas las intemperies, perseguidos por todos los guardias, expulsados de todos los zaguanes, sin pagas, sin subsidios, contando calderilla en sus bolsillos.

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