Tribuna:

Convergencia en la moral pública

El lector español no habrá salido de su asombro al leer en la prensa que el ministro de Economía y vicecanciller del Gobierno federal alemán se ha visto obligado a presentar la dimisión por una historia que, medida con los raseros españoles, se reputará de ridícula. La expongo tal como el ministro la contó en la rueda de prensa en la que hizo pública su dimisión, transmitida por televisión.En abril del año pasado, un primo de su mujer le convenció de lo útil que para él sería el que mandase una carta a las grandes cadenas de supermercados -aunque al principio se habló de cuatro, parece que lue...

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El lector español no habrá salido de su asombro al leer en la prensa que el ministro de Economía y vicecanciller del Gobierno federal alemán se ha visto obligado a presentar la dimisión por una historia que, medida con los raseros españoles, se reputará de ridícula. La expongo tal como el ministro la contó en la rueda de prensa en la que hizo pública su dimisión, transmitida por televisión.En abril del año pasado, un primo de su mujer le convenció de lo útil que para él sería el que mandase una carta a las grandes cadenas de supermercados -aunque al principio se habló de cuatro, parece que luego fueron siete las cartas enviadas- recomendando un sistema electrónico para localizar los carritos de la compra, dispersos por el local. Después de dudarlo, el ministro se deja llevar por su natural bondad. ¿Cómo no hacer un favor a un pariente que ha mostrado tamaño afán emprendedor, si además le dice que piensa emplear a personas impedidas en su fabricación? Lo malo es que, no se sabe por qué, este detalle tan humano se olvida de hacerlo explícito en las cartas que manda. En abril del año pasado, el ministro firma estas cartas de recomendación sin leer su contenido -para algo ha de servir un secretario en el que tiene confianza plena- y se olvida de la historia. No en vano fue 3.645 el número exacto de cartas que, entre viajes a Rusia y a Sudáfrica, con una agenda cargadísima, firmó en ese mes: ya se sabe lo mucho que trabaja un ministro.

En noviembre, la revista Stern -qué sería de nosotros sin prensa libre- publicó una de estas cartas. El ministro, cómo no, empezó por negar la evidencia, y no se le ocurrió mejor excusa que dudar de la existencia de esas cartas, y si existían, nada sabía de ellas, y si efectivamente en ellas estaba su firma, también podría explicarse porque durante sus viajes, para que no se paralizase la rutina burocrática, acostumbraba a dejar cartas firmadas en blanco. Qué otra cosa se puede decir, si a uno le pillan en un error.Porque eso había sido, un enorme error de su parte, ya que nadie ha puesto en duda su honradez, al no caber en cabeza humana que el ministro pudiera participar en negocio tan ralo y con tan dudosas perspectivas.

Dicha esa mentirijilla que todos necesitamos para sobrevivir, salió de vacaciones navideñas a reponerse en el sol de Santo Domingo, que buena falta le hacía después del sofocón. Lo malo es que la prensa no para y, como en navidades escasean las noticias, un equipo de Spiegel pudo dedicarse a investigar lo que había de cierto en eso de que había firmado las cartas en blanco: resultaba demasiado fácil echar la culpa de todo a su secretario, que, además, tenía la ventaja de no ser pariente del beneficiario.

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El ministro tuvo que interrumpir las vacaciones al enterarse de que el Spiegel le iba a dedicar una portada y un largo artículo en el que probaba que él mismo había firmado las cartas. La recepción que percibió a su llegada a Bonn le hizo comprender que tenía que dimitir, una vez que no le quedaba otro remedio que aceptar que las había firmado personalmente... aunque, eso sí, sin haberlas leído.

El domingo 3 de enero, el ministro de Economía, Jürgen Wilhelm Möllemann, hizo pública su dimisión, según sus palabras, por el error cometido al firmar las cartas de recomendación a favor del primo de su mujer, acción publicitaria que comprometía el prestigio de un ministro que no puede tener otra guía que el bien general, sin favorecer a nadie en particular. De hecho dimitía, aunque no lo dijese, porque había sido cogido en una mentira: y al que se le pilla mintiendo pierde ya toda credibilidad, único fundamento sobre el que un político puede edificar en un régimen democrático. En el fondo, dimitió porque la débil estructura democrática de los partidos políticos en Alemania todavía no ha convertido a nadie en imprescindible, cometa el error o la falta que sea. A su regreso se dio cuenta de que tanto el canciller como el propio partido no estaban dispuestos a tolerar un comportamiento que, por banal que fuese, rechazaba una opinión pública ya de por sí muy distanciada de los políticos.El canciller Kohl aprovecha la ocasión para hacer una remodelación de su Gabinete que hace tiempo que debía haber llevado a cabo. El Partido Liberal, al que pertenece Möllemann, trata de reconvertir el incidente en prueba de su honradez acrisolada, que no dejaría pasar una. La prensa queda satisfecha del servicio público realizado, sin tener que golpear cada vez con más dureza, hasta el punto que se resientan las instituciones democráticas, para que los políticos se enteren de que no son impunes, sino al contrario, responsables de sus errores y fallos humanos.

Y nadie compadece al ministro dimitido, que a sus 47 años ha visto truncada una brillantísima carrera política, ministro en distintos resortes en los últimos 10 años y a punto de conseguir la dirección de su partido, porque se parte de la ficción de que el servicio en la cúspide al Estado supone un gran sacrificio personal, del que tendría que salir feliz cualquiera que sea relevado. Por un lado, puede volver a intentarlo, aunque la suerte no suele agraciar dos veces, o bien puede integrarse, como la mayoría de los ciudadanos, en una actividad profesional acorde con sus cualificaciones. Profesor de educación básica, nadie cree, sin embargo, que vaya a volver a la enseñanza, q ue abandonó al empezar muy joven una meteórica carrera política.

En relación con el caso Möllemann claro que se ha hablado, y mucho, de corrupción, pero a nadie se le ha ocurrido decir que aquí no pasa nada mientras no haya sentencia firme de un tribunal. Muy pocos piensan que enviar unas cartas de recomendación sea objeto de delito en el que hayan de intervenir los tribuna les; más bien parece que no existe una grave responsabilidad penal; pero, que sea así no impide que se exija la responsabilidad política que se deriva de esta acción publicitaria, ni siquiera al propio ministro, que, consecuentemente, ha presentado la dimisión.

A la esencia de la democracia corresponde una prensa libre que informe hasta de las pequeñas faltas de los políticos para que, sin la impunidad del silencio, no lleguen a mayores. Si a alguien se le pilla en un error, en una pequeña falta. o mentira, dimite y se acabó: el lector ya imagina el efecto saludable que estas dimisiones ejercen en toda la clase política, que aprende a andar con el mayor cuidado y, sobre todo, para la credibilidad democrática del sistema. Por un rato, la gente vuelve a creer en las instituciones y los periodistas, en la función pública de su labor.

Sé que toda comparación es odiosa, pero no está mal fijarse en los ejemplos que sean dignos de imitación. La lección más urgente que aún tiene que aprender la democracia española consiste en distinguir la responsabilidad política de la penal.

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Otro ejemplo que, a la luz de lo ocurrido en España estos últimos años, no se me borra de la memoria. En 1967, en la represión de una manifestación estudiantil en Berlín, un policía mata a un estudiante. El policía es juzgado por la responsabilidad penal que le corresponde; el alcalde gobernador dimite, al asumir la responsabilidad política que se deriva de la acción policial. Desde entonces, ningún policía ha vuelto a disparara bocajarro contra ningún manifestante y, aunque por desgracia no han faltado verdaderas batallas campales entre manifestantes y la policía, no hemos tenido que lamentar otra muerte.

Además de otorgar credibilidad al sistema democrático, el que los políticos en la cumbre asuman la responsabilidad política de todo lo que ocurra en su departamento es fuente insustituible de honradez y de eficacia. La reforma administrativa más fácil, a la vez que la de mayor alcance, consiste en que los de arriba sepan que tienen que dimitir cuando no controlan tina situación o se privatiza en exceso su comportamiento. Mientras los que están en la cima no sean responsables, tanto de sus actos como de los de sus subordinados, que incluyen, desde luego, todo lo que suceda en el interior de sus despachos, por muchas leyes de reforma que se aprueben, la Administración no se distinguirá por su honradez ni por su eficacia.

En España, el control burocrático del partido gobernante por personas insustituibles es causa de una cantidad ya agobiante de males, pero sin duda el más pesado es que se haya borrado por completo la noción de responsabilidad política. Si en los casos extremos no intervinieran los tribunales, la clase política española sería de hecho impune. Ahora bien, al no haber más responsabilidad que la penal, ni más corrupción que la que se haya demostrado en sentencia firme, quedan sin castigo las pequeñas corruptelas, que se reproducen como hongos con la lluvia, a la vez que para la gran corrupción, que se debería haber impedido con controles sociales más rígidos, sólo queda la vía judicial. Con ello se produce una judicialización de la política que, al enfrentar el poder judicial con el ejecutivo, puede tener consecuencias catastróficas para la coherencia y credibilidad de las instituciones.

Con la misma fuerza que el Gobierno exige de la Comunidad Europea un programa de cohesión económica y social, los españoles deberíamos reclamar al Gobierno un programa de cohesión de la moral pública. En la hora de la convergencia no se entiende por qué nuestros criterios de moralidad pública han de distanciarse tanto de la media comunitaria, sobre todo cuando cabe mostrar empíricamente que existe correspondencia entre el grado de desarrollo económico y social y el de la moralidad pública: los más pobres suelen ser también los más corruptos. El Gobierno tiene que hacer el esfuerzo de imaginar qué grado de eficacia administrativa y, con ello de aumento de la productividad, podríamos alcanzar, simplemente acercándonos también en este punto a Europa, al poner en práctica el principio de la responsabilidad política que impera en los países más avanzados de la Comunidad.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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