Tribuna:

Una guerra de religión

Cuando el primer ministro británico, John Major, anuncia que la ratificación del Tratado de Maastricht aguardará a que los daneses celebren su segundo referéndum sobre Europa, está haciendo algo más que echar forraje al euroescepticismo tory, algo más que tratar de posponer su día de duelo en los Comunes; está anunciando el contraataque de la Europa protestante ante el amenazador avance de la construcción europea, es decir, la gran propuesta neoimperial de la Europa de formación católica.A comienzos del siglo XVI se encendió una hoguera en la parte central del continente. El incendiario...

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Cuando el primer ministro británico, John Major, anuncia que la ratificación del Tratado de Maastricht aguardará a que los daneses celebren su segundo referéndum sobre Europa, está haciendo algo más que echar forraje al euroescepticismo tory, algo más que tratar de posponer su día de duelo en los Comunes; está anunciando el contraataque de la Europa protestante ante el amenazador avance de la construcción europea, es decir, la gran propuesta neoimperial de la Europa de formación católica.A comienzos del siglo XVI se encendió una hoguera en la parte central del continente. El incendiario se llamaba Martín Lutero, y la materia prima de la gran pira recibió el nombre de Reforma. Según parece, la Iglesia de la época arrastraba una vida crapulosa en la que la simonía y el oprobio iban de la mano, y el monje alemán, sin la menor intención por su parte, dio nacimiento al mundo moderno rescatando a los fieles que así quisieron seguirle para una piedad mucho más personal y encarada con la divinidad que la que la contabilidad romana de las indulgencias y las bulas podía ofrecer. Eventualmente, le siguieron la gran isla británica, Escandinavia, una mitad de Alemania que abarca centro, norte y este del país, Holanda, también dividida, e islotes diversos en Hungría y Bohemia-Moravia.

El gran efecto geopolítico, sin embargo, de la operación Lutero fue no ya la división de la cristiandad, sino la desacreditación política de la idea de imperio, de la reconstrucción de la monarchia christiana sobre la tierra, aquella por la que se extenuó Carlos V. De esa forma nació la Europa contemporánea, y con ella las culturas nacionales se secularizaban plenamente, al latín le sucedía el francés como lengua franca internacional, y nos veíamos todos arrojados a un mundo de competición atroz, en el que la ética protestante parece que lo tenía todo amañado para que la revolución industrial se la quedaran al norte, y al sur sólo restara una desamortización tardía a contrapelo de la Iglesia del lucrum cessans.

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El sacro imperio aún libró una postrera gran batalla por restablecer una unidad de propósito en la Europa central -y esencial-, propósito que en la época sólo podía entenderse en lo religioso. La situación de tablas en la que quedaban las fuerzas protestantes y católicas tras la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) significaba que la división antimperial había triunfado, aunque no pudiera impedir que la Contrarreforma garantizase, al menos, la pervivencia de la memoria de una Europa unida, cuyo fulcrum sólo podía estar en Roma.

Durante los siglos siguientes asistimos a una serie de tentativas de reconstrucción del imperio que, aunque en clave plenamente secular, se alzaban sobre un sustrato de vida inevitablemente católico: Luis XIV, que hubiera dado cualquier cosa porque la posteridad lo confundiera con Carlomagno, Napoleón, empeñado en refundar una Europa de las Luces en la horma jacobina, y, ya como residentes del delirio, Mussolini, que veía en Roma el centro de una nueva construcción imperial panmediterránea, o el absolutismo racista de Hifier, austriaco, europeísta y de filiación católico-romana.

La última de esas tentativas procede de las ruinas de la segunda guerra y de las mentes de una Europa media y meridional basada en un gran cuarteto: Monnet, Schumann, De Gasperi y Adenauer. Dos franceses, un italiano y un alemán, de los que los tres últimos eran católicos profesionales. Apropiadamente, lo que contribuyeron a crear, y que comenzó apellidándose modestamente del Carbón y del Acero, evolucionó hasta convertirse en 1957 en el Tratado de dónde si no de Roma.

La segunda guerra, con sus convulsiones geográfico-políticas, había facilitado incluso que esa entente europeísta no fuera exclusivamente latina y mediterránea, sino que pudiera abrazar a la nueva Alemania -entonces en reconstrucción- con el basculamiento de la República Federal hacia el Oeste, de forma que no le correspondiera a la Alemania posguillermina y luterana dar caución a la tarea común, sino a una versión de lo germánico anclada en la línea Renania-Palatinado-Westfalia, con el útil apoyo meridional de Baviera. Así, der Alte, el viejo Konrad Adenauer, decía desde Bonn-Colonia-Múnich lo que Berlín no habría podido expresar desde Prusia. Otro más, en la larga lista de favores que el comunismo real hizo a Occidente: maquillar a Alemania de forma que resultara utilizable, al menos- durante un par de generaciones.

Hoy nos encontramos ante la tácita propuesta de una Europa a dos velocidades; no la de los que quieren y pueden o la de los que queriendo no pueden, sino la de los que quieren y los que no quieren. El punto último de separación entre esas dos visiones es el de si la construcción del continente va a tener al final del camino un Gobierno supranacional, con su parlamento y sus instituciones soberanas, o si se va a limitar a una integración económica y una coordinación política sin auténticos medios de gobernación propios.

En la primera situación se alinean los Estados mediterráneos, más, quizá, Bélgica si no desaparece antes de desintegrarse en la CE, Irlanda, para marcar la diferencia con el Reino Unido, Portugal, Francia, con todas las salvedades del sino-se-hacen-las-cosas-comoyo-digo-no-juego, y una Alemania que aún no ha sentido plenamente el peso de su reubicamiento en el centro de Europa. En la segunda hallamos el bloque del Reino Unido y Dinamarca, con el flanco dubitativo de Holanda, pero que se encuentra, sobre todo, a la espera de refuerzos procedentes del exterior. La eventualidad del ingreso en la Comunidad de los restantes países escandinavos, más Finlandia y Suiza, escasamente compensado por el de Austria, modificaría sensiblemente la línea de gravedad de la construcción continental.

En el primer grupo citado hallamos un pelotón de potencias imperiales que fueron, y que se han formado no tanto ya en un catolicismo de religión como de atmósfera, de contexto cultural en el sentido en el que lo definía Eliot; no en vano el gran impulsor de unos futuros Estados Unidos de Europa es el católico francés Jacques Delors; en el segundo, en cambio, los grandes protagonistas son los mismos que destruyeron políticamente el ecumenismo de Roma, con el ex imperio británico a la cabeza.

El sociólogo francés Pierre Bourdieu decía recientemente que el gran poso mitológico que mueve a los constructores, quizá utópicos, de Europa, es decir, España, Italia, Portugal, también Francia, es la inmersión de un presente comparativamente decaído en una idea imperial que les devuelva un nuevo protagonismo planetario. Si esto es cierto, parece que habría que preguntarse por qué, entonces, el Reino Unido, el mayor imperio y la mayor de ls actuales decadencias, no querría jugar a esta recuperación de sí mismo.

La respuesta más convencional sería la de que Londres busca desde hace algún tiempo la línea del reencuentro imperial a través de la conexión norteamericana; pero otra, mucho menos episódica, es la de que la idea de imperio en el mundo británico viene a ser, justamente, la de la anti-Europa. La construcción universal de Londres se ha basado históricamente en el mantenimiento desde el exterior de un equilibrio en el continente que impidiera el surgimiento de una fuerza hegemónica en Eurasia, capaz de disputarle el dominio de los mares; de esta forma, una Europa pasablemente dividida era el corolario para el triunfo de su propia aventura imperial.

Como a mediados del siglo XVI, una profunda línea de fractura se dibuja hoy en el Viejo Continente; pero con la salvedad de que en aquel tiempo nuestro mundo conocido se reducía a ese extremo de la península asiática que es Europa, apenas prolongado por el comienzo de la experiencia americana; hoy, diferentemente, el planeta se ha llenado con la potencia japonesa, el despertar de China, las independencias del Tercer Mundo, la realidad norteamericana, los vagidos de una nueva oportunidad en América Latina y la intensa frustración poscolonial del mundo árabe.

Aquella división de hace unos siglos fue, sin duda, creadora cuando Europa pugnaba por derramarse a sí misma, pero hoy lo es ya mucho menos con un mundo que se ha llenado precisamente de lo que no es Europa. Si a mediados del siglo XVIII a Voltaire y Federico el Grande les bastaba con una patria común europea, integrada por sólo unos miles de privilegiados, hoy el continente tiene la ocasión de existir como gran propósito unido y democrático. A ese fin, parece útil comprobar que la vieja historia del imperio no llegó nunca a morir del todo.

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