Tribuna:

Un sí que vale

Hace dos siglos, la Revolución Francesa y el imperio napoleónico llevaron a toda Europa ideas universales que se expresaron en dos conceptos de enorme profundidad: la Constitución y el Código Civil. Hace poco más de dos días, Francia, quizá sin saberlo muy exactamente, ha hecho de la construcción europea un camino político irreversible al ratificiar, por estrecho margen, un texto técnicamente más deficiente, desde luego, que aquéllos: el Tratado de la Unión.Entonces y hoy Francia ha sabido situarse en el corazón de Europa. Todos estábamos vinculados -algo injusto en el fondo- por la decisión d...

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Hace dos siglos, la Revolución Francesa y el imperio napoleónico llevaron a toda Europa ideas universales que se expresaron en dos conceptos de enorme profundidad: la Constitución y el Código Civil. Hace poco más de dos días, Francia, quizá sin saberlo muy exactamente, ha hecho de la construcción europea un camino político irreversible al ratificiar, por estrecho margen, un texto técnicamente más deficiente, desde luego, que aquéllos: el Tratado de la Unión.Entonces y hoy Francia ha sabido situarse en el corazón de Europa. Todos estábamos vinculados -algo injusto en el fondo- por la decisión de las ciudadanas y los ciudadanos franceses. Y ha sido así merced a la utilización audaz y arriesgadísima que su presidente ha hecho de un instrumento político de manejo delicado por su formidable potencia: el referéndum.

El referéndum del 20 de septiembre ha originado un debate inimaginable, una borrachera de política. Ha hecho de cada hombre y cada mujer un soom politikon. Ha vitalizado casi mágicamente la sociedad francesa. Ésta ha sido la gran virtud de una opción que el presidente del Gobierno español debería, por cierto, haber tomado también en nuestro país.

Desde distintos ángulos se ha criticado la apuesta de Mitterrand porque en ella había algo de actitud suicida. A mi juicio, le ha dado a su país un lugar absolutamente central en el futuro europeo, y -esto es lo importante- ha metido a Europa en las entrañas del país vecino, abrazando su futuro con el de la nación francesa, es decir, abriendo un horizonte a ésta que la propaganda nacionalista del no fue incapaz de entender. Ha sido una decisión que puede servir para frenar los intentos desencadenados ahora para revisar peligrosamente Maastricht antes de su entrada en vigor.

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El apretadísimo resultado no impide que, sin perjuicio de todas las interpretaciones que se vayan haciendo, se hayan producido dos consecuencias de naturaleza irreversible: la primera, que el resultado es un sí, o sea, un camino de no retorno con todos los efectos de avance hacia la Europa política y monetaria que hubiera tenido, en sentido diametralmente opuesto, un no; la segunda -y ésta es la que yo destacaría como más significativa de todo lo que fue la jornada del día 20- que, para los del sí y los del no, para toda Francia, y también para los demás países de la Comunidad en una suerte de impacto vertiginosamente irradiado, Europa, la Unión Europea, se ha convertido en el espacio político de referencia para el futuro inmediato. Europa se ha hecho definitivamente europea, porque lo que era un concepto geográfico o económico se ha transformado, se quiera o no, en una realidad política.

Por vez primera, en toda esta segunda mitad de siglo, Europa ha canalizado la pasión política, de la gente de la calle. El tratado, discutible en su contenido y rechazado por millones de personas, ha sido, a pesar de ello, un perfecto resorte para la eclosión de las opiniones públicas de la Comunidad.

Ha surgido una opinión pública europea, algo inexistente hasta ahora. A partir del 20 de septiembre ha quedado claro que los partidos políticos, los sindicatos, las fuerzas sociales y, naturalmente, los Gobiernos tendrán que elaborar una estrategia para el espacio europeo, sin la cual cualquier alternativa dejará de ser creíble. La participación en la política europea será imprescindible, necesaria para cualquier acción democrática y ciudadana.

La fuerza del no en Francia ha sido de una gran magnitud, pero ello, unido a un amplio y admirable debate, hace al aún más valioso. Porque el referéndum ha llegado en el peor momento para las economías europeas, con un desorden monetario ingobernable y con perspectivas sombrías. El voto sí -con un matiz de centro-izquierda-verde y con fuerte componente joven- ha sido, por ello, un voto de fe europeísta contra, viento y marea, que ha. hecho abstracción de las dificultades del momento. En la chauvinista Francia ha habido muchos que han superado el vértigo o la angustia de ir a una entidad y a una ciudadanía supranacional que no ofrecía ventajas materiales apreciables en el corto plazo. Ha sido un voto de gran madurez, más difícil de lo que a primera vista pudiera parecer.

El futuro inmediato del aún proyecto de tratado no puede ser la renegociación. Un referéndum como éste tiene que respetarse. Pero el tratado no gusta a muchos europeos, y un proceso casi constituyente como éste no podrá llevarse a cabo sin un grado de consenso mayor. El consenso tendrá que ampliarse por medio de un desarrollo del tratado que gane voluntades. Desarrollo posible y necesario porque ese texto deja muchas cuestiones abiertas a la decisión política. Pero un replanteamiento global de Maastricht antes de su entrada en vigor significaría un boicoteo inaceptable y una muerte anunciada.

El Tratado de la Unión puede abrir el espacio para la confrontación de políticas de signo más ideológico y menos tecnocrático-neutro a través de los partidos políticos europeos de que habla el tratado y de los agentes sociales. Es posible que el diálogo político entre corrientes, de opinión vaya sustituyendo al diálogo entre Estados, hasta ahora predominante.

Pienso que dos grandes políticas europeas van a ir perfilándose en el post-Maastricht: la primera, dirigida por el Reino Unido y Dinamarca -no por casualidad los dos obstáculos que hay hoy para la ratificación-, según la cual hay que quitar a Maastricht todos sus. elementos socializantes y centralizadores, y descafeinar su desarrollo para que ese tratado entre en vigor casi sin que se note que se va más allá de un mero mercado libre. La segunda, la más adecuada para los intereses de España y los países menos desarrollados de la unión, y la que deberían defender con decisión las fuerzas de izquierda y progresistas, según la cual el camino de sumar las voluntades que hoy rechazan esta construcción europea es llenar de contenido la política social sólo dibujada en el importante protocolo 14 del tratado.

En el desarrollo del programa de acción social, en la aplicación de la Carta Social Europea y en la financiación generosa de las políticas públicas estructurales que crea Maastricht, junto al Fondo de Cohesión, está, a mi juicio, el núcleo de una política de progreso para la Unión Europea que haga más sólido su apoyo popular.

En una segunda etapa espera la resolución del déficit democrático de la unión. Éste debe ser el gran debate que se desarrolle a partir de 1993 y que prepare la reforma de Maastricht ya prevista para 1996, cuyo contenido será objeto de profunda controversia.

En esa fecha habría que replantearse formalmente todo el esquema de unión económica y monetaria que tan rígidamente expone el Tratado de la Unión, y que ha sido puesto seriamente en cuestión en la semana trágica pre-referéndum. Y también para entonces hay que situar el horizonte de una Constitución de Europa, que sea sometida al referéndum simultáneo de todas las ciudadanas y los ciudadanos europeos, no sólo de los franceses.

Mientras tanto, éstos han contribuido a preparar la plataforma necesaria para esos pasos, dando un sí que tiene todo el valor de una consulta libre y democrática.

Diego López Garrido es catedrático de Derecho Constitucional y miembro de la presidencia de Izquierda Unida.

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