Editorial:

La barbarie

LAS TRADICIONES sirven hasta que la nueva conciencia social exige su modificación o simplemente su desaparición. Y ello ocurre por la suma de una serie de factores, preocupaciones, estímulos o inquietudes que a su vez sufren la evolución imprevista del paso del tiempo y de las distintas circunstancias. En tiempos en que los sistemas políticos, los regímenes y las ideologías cambian o desaparecen con suma facilidad -también en los que resurgen conceptos que se daban por acabados- no es de recibo mantener en vigor usos y costumbres bárbaros que sólo satisfacen a unos pocos, desagradan a los más ...

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LAS TRADICIONES sirven hasta que la nueva conciencia social exige su modificación o simplemente su desaparición. Y ello ocurre por la suma de una serie de factores, preocupaciones, estímulos o inquietudes que a su vez sufren la evolución imprevista del paso del tiempo y de las distintas circunstancias. En tiempos en que los sistemas políticos, los regímenes y las ideologías cambian o desaparecen con suma facilidad -también en los que resurgen conceptos que se daban por acabados- no es de recibo mantener en vigor usos y costumbres bárbaros que sólo satisfacen a unos pocos, desagradan a los más y en cualquier caso son difícilmente defendibles desde la razón y el sentido Común.Arrojar cabras desde campanarios, arrancar con la mano la cabeza de un ganso, asaetear, apalear o acuchillar vaquillas y toros en festejos que tienen su origen en tiempos de represión social, y en los que podían ser considerados como inevitables desfogues ante la intolerancia oficial, no tienen razón de ser a finales del siglo XX, salvo la de cultivar el lado más oscuro y siniestro dé la personalidad humana: aquel que se satisface con el dolor del más indefenso.

Ciertamente, la evolución de las costumbres tiene un ritmo difícilmente planificable y, mucho menos, regulable por decreto o norma -como lo demuestra el escaso eco que encuentra la Comunidad de Madrid en que sus recomendaciones contra los malos tratos a los animales sean aceptadas por los distintos municipios-, pero sí es exigible que las autoridades locales, provinciales, autonómicas o nacionales no estimulen con sus estúpidas ocurrencias -como la de inundar un ruedo con espuma en el madrileño pueblo de San Martín de la Vega, lo que provocó la muerte por asfixia de dos vaquillas- la ya ampliamente demostrada capacidad del ser humano para torturar a los animales. Lo que resulta sorprendente es que un Ayuntamiento que a buen seguro tendrá numerosos problemas que solucionar entre sus vecinos se dedique a innovar las tradiciones anegando ruedos con espuma. Las jóvenes generaciones manifiestan una clara y generalizada conciencia ecológica. Todo parece indicar que dentro de unos años. habrá que defender a los ediles y concejales imaginativos de las iras de los vecinos. Entonces habremos llegado a una fase en la que la razón predomine sobre la barbarie.

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