Tribuna:

La huelga y yo

La convocatoria de una huelga general, aunque sea dividida por dos, nos llega con ecos de leyenda, de banderas desplegadas y de voces sofocadas transformadas en grito. También evoca la retahíla de incomodidades del buen ciudadano, sufrido espectador de arreglos de cuentas políticas. Pero, sobre todo, nos interroga de forma directa, brutal y simplista sobre cuestiones que en democracia no pueden resolverse por un sí o por un no.Porque, en último término, la huelga nos obliga a usted y a mí a definirnos sobre los términos de un debate importante, pero de perfiles borrosos.

O sea, que si ...

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La convocatoria de una huelga general, aunque sea dividida por dos, nos llega con ecos de leyenda, de banderas desplegadas y de voces sofocadas transformadas en grito. También evoca la retahíla de incomodidades del buen ciudadano, sufrido espectador de arreglos de cuentas políticas. Pero, sobre todo, nos interroga de forma directa, brutal y simplista sobre cuestiones que en democracia no pueden resolverse por un sí o por un no.Porque, en último término, la huelga nos obliga a usted y a mí a definirnos sobre los términos de un debate importante, pero de perfiles borrosos.

O sea, que si no hago huelga, ¿estoy de acuerdo con que se regulen por decreto las prestaciones de desempleo en un país con un 16% de paro? ¿O con que se controle estrictamente el subsidio de paro sin controlar en la misma medida el fraude de las grandes sociedades, tales como Ibercorp? ¿O con que la patronal conmine al Gobierno a que reprima el ejercicio del derecho de huelga? ¿O con que el ministro de Economía no entienda que la macroeconomía monetaria depende de la microeconomía de la empresa y no al revés? ¿O con que, en última instancia, hay que entrar en la nueva Europa en el pelotón de cabeza en 1997, como sea, con quien sea y cualesquiera que sean los efectos sobre la sociedad española, incluidos usted, yo y el presidente del Gobierno?

¡Ah! Pero si hago huelga, entonces estoy de acuerdo con la picaresca del subsidio de desempleo, que todos conocemos y que tanto nos cuesta a los contribuyentes. Podría parecer que condono las huelgas chantajistas de sectores de trabajadores de servicios públicos, al margen de los sindicatos de clase, verdadera plaga de nuestros frágiles sistemas de funcionamiento complejo. Tal vez, objetivamente, como se decía antes, estoy apoyando actitudes corporativas que anteponen intereses sectoriales al gran desafío español de convertirnos en un país moderno y europeo. O estoy llevando agua al molino de la derecha, retrocediendo años en el proceso de cambio de este país. O incluso, vaya usted a saber, estoy alineándome sin saberlo -o sabiéndolo a medias, como la huelga- en una de las facciones que desintegran Izquierda Unida. O en una de las familias, también llamadas sensibilidades, nunca tendencias, que desgarran al PSOE. Es más: ¿y si con este gesto crítico me convierto en adlátere de la cofradía de San Nicolás, madre de todos los socialismos?

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De modo que (fíjese usted, fíjeme yo) ese rutinario gesto de ir al trabajo (rutinario para quien lo tiene) un día de finales de mayo del mítico 1992 se convierte en toda una declaración de principios, en una toma de posición política, en la expresión o no del cabreo que todos llevamos encima. En suma, en mi relación personal con el Estado y con la sociedad.

Y de repente me asalta la idea de que eso no va, de que la profundidad del debate y la complejidad de los temas no admiten su reducción a esa dicotomía elemental, y de que quienes han llegado a este extremo y quienes les han llevado a este extremo nos están haciendo comulgar con ruedas de molino. Y que ya está bien, que en un Estado laico no se comulga en política, y que en una sociedad democrática moderna el grano del conflicto se muele en el molino de las instituciones, en lugar de reproducir el único gesto de rechazo global que aprendimos oscuros años ha. Pero como se empeñan en definir nuestra definición, y puesto que la indefinición es imposible en una situación de todo o nada como es una huelga general, creo que haré huelga a la huelga. Porque reivindico mi derecho a cuestionar este modo obsoleto de hacer política.

Y luego les escribiré una carta a las autoridades del lugar. Y les diré que la modernidad es de todos, y que eso se nota en los modales, tanto o más que en los contenidos. Y que no hay salvadores de los pueblos si éstos no quieren salvarse. Y que la economía no agota la política. Y que los debates en el PSOE son algo más que luchas de aparato.

Todo eso les diré, aprovechando que no podré trabajar ese día, aunque quisiera, y que me pienso perder el desfile de la victoria.

Manuel Castells es catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.

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