Tribuna:

El tiempo del menosprecio

El hundimiento de los países del Este está acompañado, cada vez más frecuentemente, de un retroceso de las reglas del juego tradicionales en las sociedades occidentales. Quienes apreciaron en la caída del muro de Berlín y en la descomposición de la Unión Soviética una victoria sin concesiones de "la otra parte", o la llegada -de un modo lineal- al más alto estadio posible de la evolución sociopolítica de la humanidad, se equivocaron.Los síntomas se reproducen de forma acelerada en los últimos meses: la presencia de fuerzas antisistema, con porcentajes desconocidos desde la II Guerra Mundial, e...

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El hundimiento de los países del Este está acompañado, cada vez más frecuentemente, de un retroceso de las reglas del juego tradicionales en las sociedades occidentales. Quienes apreciaron en la caída del muro de Berlín y en la descomposición de la Unión Soviética una victoria sin concesiones de "la otra parte", o la llegada -de un modo lineal- al más alto estadio posible de la evolución sociopolítica de la humanidad, se equivocaron.Los síntomas se reproducen de forma acelerada en los últimos meses: la presencia de fuerzas antisistema, con porcentajes desconocidos desde la II Guerra Mundial, en las naciones más avanzadas. Ha sucedido en Austria (el Partido de la Libertad pasó de un 5% a un 17%), Francia (Le Pen, con un 14%), Alemania (6% y 13% de los republicanos y otras extremas derechas en distintos länder), Italia (las ligas, con un 10% a nivel nacional, y la lombarda, con un 28% en Milán), etcétera.

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El tiempo del menosprecio

Viene de la primera páginaAunque el fenómeno es tan incipiente como para no poder generalizar todavía el discurso de las diferentes ultraderechas, en todas ellas se multiplica una serie de características comunes a tener en cuenta.

En primer lugar, el fortalecimiento de la alteridad, el odio al otro, representado en la edad contemporánea por las fortísimas corrientes migratorias; el antisemitismo es ahora sólo una de las corrientes racistas que agitan las extremas derechas; más importante es la resistencia activa a compartir las bondades del Estado de bienestar europeo con los ciudadanos provenientes de los países del otro lado del antiguo telón de acero o del Sur geopolítico.

En segundo lugar, la exaltación de las tendencias centrífugas y nacionalistas que rompen la marcha hacia la unidad europea; un nacionalismo que, en la mayor parte de las ocasiones, tiene poco que ver con la nación-Estado y mucho con la homogeneidad étnica y el resentimiento contra los que son diferentes. Las extremas derechas están contando, en este punto, con la pasividad de los racistas democráticos, aquellos ciudadanos que reconocen las normas de las democracias para ellos mismos y excluyen a los demás, con buena conciencia. Y también con una especie de ley del silencio que afecta a un sector de la antigua intelligentsia de izquierdas, que impide profundizar en los problemas de las emigraciones, de los asentamientos masivos de comunidades que no aceptan las leyes establecidas, y que consideran de mala educación salirse de la regla de aceptar todo, con un falso liberalismo, ya que los conceptos de "integración" o "asimilación" connotan algo parecido al denominado imperialismo cultural.

Por último, las fuerzas antisistema están aprovechando y denunciando las debilidades de las democracias para dar solución a los nuevos problemas del mundo occidental en la última parte del siglo, y a la exacerbación de muchos de los antiguos: otra vuelta de tuerca en la crisis fiscal del Estado, malversación del concepto de lo público, falta de universalización y de calidad de los servicios, aumento de los impuestos, etcétera. Estas denuncias y las debilidades de la "sociedad abierta" no van acompañadas de alternativas, sino que utilizando los resquicios del sistema plantean directamente la autodestrucción de la democracia.

La emergencia de las fuerzas antisistema está siendo facilitada por la multiplicación descarnada, sin intermediaciones, de la desigualdad en el conjunto del planeta y en el interior de cada una de las sociedades. Las inmigraciones de Sur a Norte y de Este a Oeste son masivas; los ciudadanos huyen del hambre y buscan la emulación de la economía de mercado, que ha penetrado en sus vidas a través del intercambio y por la vía de la televisión. No son, como en otros momentos de la historia, traslados selectivos de personas que se alejan del régimen político que les humilla, sino verdaderas invasiones que no buscan solamente la libertad, sino la sociedad de consumo. La Liga Lombarda no ha conseguido sus votos en la defensa de los ciudadanos italianos frente al desembarco albanés, problema aún lejano, sino contra los italianos del Sur que huyen del subdesarrollo provocado por la Mafia, la corrupción y la ineficiencia extrema de los políticos.

La respuesta se tiñe de corporativismo, de la defensa incontaminada del territorio (las imágenes de los alemanes de la antigua República Democrática vagando por las ciudades más representativas de la República Federal son el mejor paradigma) y de una ola protestataria de profesiones y oficios a las que importa poco la sociedad dual, y sí los llamados "derechos adquiridos", que muchas veces han devenido en privilegios. Resurge así la aristocracia obrera, amparada a veces en los antiguos sindicatos de clase, que responden exclusivamente a los intereses de sus afiliados y de su gente afrentando al conjunto de los ciudadanos.

Es sintomático que las fuerzas antisistema (no sólo las de extrema derecha, en este caso también los ecologistas) sean las únicas capaces en la actualidad de hacer lo que se llamaba "política de calle". Disminuidos o extinguidos los comunistas, aburguesados los socialistas, sectorializados los radicales, es la ultraderecha la que en muchos países protagoniza los mítines masivos, la pegada de carteles o, su presencia en asociaciones intermedias, robando los instrumentos de trabajo a la izquierda clásica. En cada país de los citados hay variaciones sobre esta realidad y las dificultades internas hegemonizan las batallas políticas y electorales; la construcción europea -la célebre convergencia, tan importante- corre el riesgo de convertirse sólo en una superestructura, como si sus consecuencias no afectasen a todo lo que está sucediendo y a la vida cotidiana.

Por todo esto era tan significativo el sondeo publicado en EL PAÍS hace dos domingos, en el que se describía el tono vital de la sociedad española justamente ahora, en el inicio de este año-símbolo que es 1992. Hay una cierta analogía entre la "sinistrosis" francesa que ha conducido a Le Pen a una posición que no tuvo nunca el fascismo desde hace casi medio siglo, y el pesimismo que denotan los españoles en esa encuesta: insatisfacción e irritación desconocida desde hace una década, en plena transición; cristalización de una atmósfera política general nueva, a partir de la acumulación de frustraciones sectoriales con el funcionamiento de los servicios públicos, el coste de la vida, la presión fiscal y los escándalos financieros; extensión de estos fenómenos en proporción mayoritaria en las grandes ciudades; deterioro en la imagen ciudadana de la gestión de los recursos públicos; incremento de la proporción de quienes piensan que se despilfarra o se "tira por la ventana" una gran parte del dinero público, y de quienes consideran que la que reciben del Estado en servicios es menos de lo que pagan en impuestos; creencia de una buena parte de los encuestados de que hoy existe más corrupción que en la España de Franco; etcétera.

Siempre existe el peligro de que lo urgente desplace a lo importante y la tentación de devaluar a nivel de anécdota los barómetros sociales como el citado, cuando la tendencia del voto permanece a corto plazo. No dar respuesta a estos problemas propios de la era de la complejidad implica empecinamiento, prepotencia, miopía. Y en definitiva, una especie de suicidio político que comparten los Gobiernos y las oposiciones; cuando las crisis avanzan, lo estamos viendo, las preferencias se desplazan desde la izquierda hacia la extrema derecha, no hacia la derecha democrática. Y cuando la extrema derecha crece, es que la sociedad está enferma. El fascismo no tiene hoy la faz de las camisas pardas, sino de la apatía, el desinterés, la distancia entre los intereses de los ciudadanos y de los políticos, el ensimismamiento que conduce al despotismo ilustrado, la oposición a todo sin alternativas viables. Y del travestismo y la demagogia: "Cómo no admirarse", ha escrito Rubert de Ventós, "de que la derecha y la izquierda parezcan buscar cada una el sitio del cual partía la otra: que el socialismo esté descubriendo a Stuart Mill mientras el liberalismo se está haciendo doctrinario, que la derecha se vuelva internacionalista cuando la izquierda se convierte a la defensa de los intereses regionales, de los puestos de trabajo nacionales del capital local".

Urge regenerar el sistema y sus protagonistas. Las fuerzas democráticas necesitan, tras los cambios que ha habido en el planeta, volver a tener -cada una de ellas- su particular Bad Godesberg para que de nuevo haya referencias ideológicas claras y alternativas que nos alejen del totalitarismo. Si las tendencias crecientes en Europa se consolidan volveremos a vivir el tiempo del menosprecio, como denominó Malraux al que propició el fascismo.

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