Editorial:

Reparación mínima

EN JUNIO de 1986, un paciente del hospital público Bellvitge (Barcelona), con ocasión de una operación coronaria, recibió una transfusión de sangre seropositiva. En aquella fecha todavía no estaba regulada la prevención de contagio del sida por transfusiones, pero se conocía sobradamente en el ámbito médico la necesidad de controles serológicos para evitarlo. La víctima reclamó ante la justicia, y ahora el Tribunal Supremo ha reconocido su derecho a ser indemnizado por la Administración pública como responsable subsidiaria, y condena a tres meses por imprudencia temeraria al director del centr...

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EN JUNIO de 1986, un paciente del hospital público Bellvitge (Barcelona), con ocasión de una operación coronaria, recibió una transfusión de sangre seropositiva. En aquella fecha todavía no estaba regulada la prevención de contagio del sida por transfusiones, pero se conocía sobradamente en el ámbito médico la necesidad de controles serológicos para evitarlo. La víctima reclamó ante la justicia, y ahora el Tribunal Supremo ha reconocido su derecho a ser indemnizado por la Administración pública como responsable subsidiaria, y condena a tres meses por imprudencia temeraria al director del centro y a una multa de 25.000 pesetas a la responsable del banco de sangre.Las condenas impuestas por el Tribunal Supremo apenas van más allá de lo testimonial. Al menos, el reconocimiento de que existió una actuación delictiva da derecho al paciente contaminado a percibir una indemnización de 10 millones de pesetas, a los que deberán añadirse otros 15 en el supuesto de que desarrolle la enfermedad. Del pago de ambas cantidades es responsable civil subsidiario el Institut Catalá de la Salut, dependiente de la Generalitat.

Habrá quien considere que los derechos que amparan a los usuarios del sistema sanitario se protegen mejor por la vía de la reparación económica de los posibles daños que por la del reproche penal a quienes los causan. Tal argumento puede ser acertado cuando los daños son producto del error humano, pero no cuando lo son de la imprudencia. Un reproche penal benigno, que no guarde un mínimo de proporcionalidad con la magnitud del daño, rebaja la seguridad del enfermo ante prácticas profesionales irresponsables. Los atentados contra esta seguridad pocas veces son reparables con dinero precisamente porque el daño que ocasionan no tiene traducción pecuniaria posible.

En todo caso, la sentencia es importante por ser la primera que se refiere a un caso producido antes de que se regulara la obligación de pruebas cauteIares en las donaciones de sangre. Aunque el fallo del Tribunal Supremo contempla un caso concreto, es obvio que marca la pauta que ha de seguirse en la solución de los casos parecidos. Lo lamentable es que la Administración sanitaria, en este caso la Generalitat, aguarde, impasible ante la tragedia que ha causado, a que un tribunal ordene la reparación económica, porque, argumentan los políticos, actuar de otro modo supondría reconocer anticipadamente su responsabilidad. ¿Es que conservar una imagen supuestamente impoluta está por encima del auxilio al ciudadano víctima de esa misma Administración tan remirada en sus cosas?

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La Administración sanitaria debería sentirse políticamente responsable de sus propios actos -o negligencias- sin aguardar a una solución judicial que, en este caso, llega cinco años más tarde. Arbitrar un auxilio inmediato a cualquier daño catastrófico sufrido por el ciudadano es ya un deber de solidaridad, pero es además moralmente imprescindible cuando se trata de daños culposos producidos por actuaciones de la Administración.

Escandaliza a cualquier conciencia civilizada el que se haya tardado cinco años en dar una reparación mínima a un ciudadano víctima de su propia Administración.

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