Editorial:

Nacionalismos y fronteras

EL DESMORONAMIENTO de las grandes ideologías, el hundimiento de las utopías y el derrumbe de la Unión Soviética demuestran con qué facilidad las ideas establecidas pueden ser objeto de revisión por los propios hechos. Después de la unidad alemana en octubre de 1990, de la secesión de Lituania, Letonia y Estonia en este verano de revolución democrática en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y de la violenta crisis yugoslava, ya no es posible seguir pensando lo mismo sobre las fronteras europeas.No significa, por supuesto, que hemos llegado a una época en la que la moda debe s...

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EL DESMORONAMIENTO de las grandes ideologías, el hundimiento de las utopías y el derrumbe de la Unión Soviética demuestran con qué facilidad las ideas establecidas pueden ser objeto de revisión por los propios hechos. Después de la unidad alemana en octubre de 1990, de la secesión de Lituania, Letonia y Estonia en este verano de revolución democrática en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y de la violenta crisis yugoslava, ya no es posible seguir pensando lo mismo sobre las fronteras europeas.No significa, por supuesto, que hemos llegado a una época en la que la moda debe ser la fragmentación y la división. Pero tampoco vale escudarse ante la evidencia de que no hay dos realidades colectivas idénticas -Cataluña no es Lituania, obviamente- para esconder la cabeza bajo el ala y evitar la confrontación con los hechos: los derechos de autodeterminación y de independencia y las propias fronteras de Europa, temas tabú donde los haya en los 40 años de guerra fría, vuelven a ser objeto de debate político.

Su regreso al tapete de la polémica se debe, ante todo, a la desaparición de la gran potencia soviética y a la reaparición de problemas similares a los que tenía Europa en 1914, antes de la Gran Guerra. Son parecidos problemas, pero no entre los mismos actores. No en vano se han sucedido dos guerras mundiales y se han sufrido dos horrorosas e inmensas purgas, en manos del nazismo, y del estalinismo.

El regreso de algunas de estas dificultades ha encontrado a Europa occidental sin el armazón debido, sin una construcción sólida. Todo el último tramo de la Europa del Acta Única, que debía ser el zócalo para la construcción de la unidad política y de la defensa común, ha hallado a los Doce con el ritmo cambiado. La Comunidad Europea llegó tarde a la unificación alemana y tuvo un papel Irrelevante en la resolución de la crisis del Golfo y se halla ahora con grandes dificultades para imponer su escasa autoridad política y su enorme prestigio económico a unos yugoslavos dispuestos a entrematarse por sus viejas banderas.

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Cada una de las antiguas grandes potencias europeas empieza a recuperar también parte de su antigua vocación decimonónica, con Alemania al frente, pues no en vano tiene ante sí el mejor bocado: toda la Europa central y todo un nuevo mundo, necesitado de inversiones y de ayuda, que renace al Este. De ahí las voces de alarma respecto al futuro de Europa, en el que está en duda precisamente lo más sustancial, que es la eventualidad de una unidad política y defensiva. En este caso, el asunto quedaría limitado a la unidad de espacio económico, y España, incluidas sus autonomías más singularizadas, debería resignarse a un papel más marginal y periférico que el que está buscando vehementemente en los últimos tiempos.

Es natural que esta regresión geoestratégica levante también pequeñas pero a veces dolorosas ronchas en las propias espaldas de la Europa de los Doce. Italia observa los independentismos yugoslavos con un doble sentimiento: inquietud por el Tiro Alto Adigio e interés por la península de Istria. El Reino Unido, Bélgica o España se enfrentan a uña eventual reacción mimética que puede recrudecer sus problemas interiores: respectivamente, con Escocia, Gales e Irlanda del Norte; con flamencos y valones, y con Cataluña y el País Vasco. Otros países, como Grecia, observan con ojos preocupados la eventual aparición en su frontera de un Estado como Macedonia. La eventual recuperación de la Europa de las fronteras y de la diversidad de políticas exteriores dificulta la unidad europea también en lo que respecta a las reivindicaciones nacionalistas, que debían tender a fundirse precisamente en la Europa sin fronteras.

Ello se ve agravado por la avalancha de peticiones de ingreso en la Comunidad Europea que se avecina, tanto por parte de Estados ya constituidos como de nacionalidades en trance de obtener entidad estatal. Así, la ilusión de Europa como nueva gran nación de naciones está comprometida, en buena parte, por el vendaval que viene del Este, que impone, como si de un nuevo fatalismo histórico se tratara, el principio de la fragmentación sobre el anterior principio de la unidad y de la intangibilidad.

Estado de las autonomías

Precisamente, una lección de la historia es que el fatalismo de la fragmentación tampoco acaba imponiéndose. El Gobierno español no puede abordar con complejos la nueva situación geopolítica, tanto respecto a la organización del Estado como ante Europa. Con vistas adentro, no hay nada peor que el alarmismo que da alas precisamente a la irresponsabilidad y al extremismo de ciertos nacionalismos miméticos. En el contexto de Europa, el Estado de las autonomías consagrado en la Constitución es todavía una de las fórmulas más logradas de resolución de contradicciones entre reivindicaciones nacionales y la necesaria cohesión del Estado. Los nacionalismos conservadores de Cataluña y el País Vasco, a pesar de deslizamientos retóricos en momentos de, competencia preclectoral, como es el caso catalán, o de cerco político al terrorismo, como es el caso vasco, son principales artífices de la construcción autonómica española.

El nacionalismo representado por Convergència, que ha explotado a fondo la sensibilización respecto al desmoronamiento de la URSS y de Yugoslavia, nunca ha sido, en toda su historia, partidario de la secesión y ha tenido, además, una vocación de participación en la propia construcción de España. Por todo ello son más de lamentar las desgraciadas declaraciones del presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, caracterizadas por una estudiada ambigüedad, buscando con ellas, probablemente, la solución a un problema de financiación autonómica por el camino equivocado, y en definitiva, teñidas de oportunismo. O las discutibles posiciones del portavoz parlamentario de] Partido Nacionalista Vasco, Iñaki Anasagasti, quien olvida que el primer garante de la integridad española es la voluntad democrática plasmada en la Constitución.

Los propios nacionalismos catalán y vasco deben ser los primeros interesados en evitar que la explosión del Este, se convierta en el Oeste en el fin, del sueño de unidad europea. Sería absolutamente desastroso convertir en modelo de desarrollo político el de unas nacionalidades que se han visto obligadas a buscar la secesión ante la falta de respuestas políticas, económicas, sociales y culturales de los Estados en los que se hallan integrados.

¿O acaso lituanos y eslovenos se hallarían ahora en plena secesión si se les hubiera ofrecido la integración en una libre, próspera y democrática asociación de Estados como es la Comunidad Europea a través ¿le un Estado democrático como es España? La vía de los nacionalismos vasco y catalán, en cambio, es bien clara, aunque, por supuesto, perfectible: la democracia española y la cooperación europea.

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