Tribuna:

El oscuro vidriero

A fines de 1987, un oscuro artesano de Manchester, que se ganaba la vida poniendo vidrios en casas y oficinas, descubrió que ya no podía conseguir descuentos con sus proveedores. Todos los comerciantes y distribuidores de la región del West Midlands, a los que, antes, él ponía a competir unos con otros con tanta maña para que le hicieran rebajas -"porque, si no, me voy a comprar mis paneles de vidrio de cuatro mm. a la otra esquina, donde sí me las hacen"- se habían vuelto, de pronto, inconmovibles.En enero de 1988, el vidriero, en un arrebato de civismo y malhumor, escribió una carta a Margar...

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A fines de 1987, un oscuro artesano de Manchester, que se ganaba la vida poniendo vidrios en casas y oficinas, descubrió que ya no podía conseguir descuentos con sus proveedores. Todos los comerciantes y distribuidores de la región del West Midlands, a los que, antes, él ponía a competir unos con otros con tanta maña para que le hicieran rebajas -"porque, si no, me voy a comprar mis paneles de vidrio de cuatro mm. a la otra esquina, donde sí me las hacen"- se habían vuelto, de pronto, inconmovibles.En enero de 1988, el vidriero, en un arrebato de civismo y malhumor, escribió una carta a Margaret Thatcher, entonces primera ministra del Reino Unido. Le contaba que hasta hacía poco, yendo de un fabricante o mercader de vidrios a otro, él se las arreglaba para conseguir descuentos que iban desde el 5 hasta el 45 por ciento y que gracias a esos márgenes podía comer, pues nadie sobrevive sólo con lo que se gana clavando cristales en las ventanas. Pero, ahora, con esos precios que ya no era posible regatear y que, además, subían como la espuma, la vida se le había puesto difícil. ¿Era legal eso? ¿Podían los productores y comerciantes ponerse de acuerdo para fijar los precios y acabar con la competencia? Porque eso era lo que estaba sucediendo, sospechaba él.

Algún tiempo después, tocaron la puerta del vidriero, en un arrabal de Manchester. Eran dos caballeros muy educados, a quienes aquél miró al principio con desconfianza. Le explicaron que 10 Downing Street -residencia de la Primera ministra- había enviado su carta a la Office of Fair Trading, la dependencia encargada de garantizar el comercio equitativo en Gran Bretaña, en la que ellos trabajaban. Que, en efecto, establecer un cartel o convenio entre productores para evitar la competencia, era ilegal y que, a raíz de su denuncia, ambos habían sido encargados de iniciar una investigación sobre lo que ocurría con el vidrio.

El artesano era un hombre meticuloso y pudo mostrar a los investigadores unas libretas donde figuraban todos sus contratos y transacciones, y una especie de diario somero de sus actividades. Estos informes encaminaron la averiguación por la buena ruta. Algunos meses más tarde, luego de interrogar a muchos compradores, fabricantes, distribuidores y comerciantes, la oficina del Fair Traiding estaba en condiciones de revelar que los carteles del vidrio estaban organizados y operando en Manchester y en casi todas las regiones de Gran Bretaña.

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La colaboración decisiva, en la pesquisa, provino de un empresario, Peter Chadwick, director de una pequeña fábrica de vidrios, quien admitió haber sido invitado a formar parte del cartel. Nombró a las 41 empresas comprometidas en la conspiración. Las reuniones tenían lugar en hoteles de aeropuertos y no se llevaban actas de los acuerdos. Reveló, además, que las firmas que lideraban al grupo y promovían las decisiones eran las dos gigantes del ramo: Solaglas Ltd. y Heywood Williams Group (esta última, sobre todo, había crecido espectacularmente desde que empezó a funcionar el cartel).

A diferencia de lo que ocurre en otros países de economía libre, como Estados Unidos y Alemania, donde los organismos gubernamentales encargados de combatir las prácticas monopólicas y las trabas al funcionamiento del mercado pueden multar o llevar a la justicia a las firmas sorprendidas en estas actividades, la oficina del Fair Trading debe actuar de esa manera indirecta, laberíntica, tan simpática a la idiosincracia británica. Las empresas descubiertas son urgidas, de acuerdo a la Ley sobre las Prácticas Restrictivas del Comercio, a registrar en una entidad estatal sus acuerdos. Si éstos tienden a fijar precios únicos, son declarados ¡legales. Las empresas, de otro lado, deben firmar un documento público comprometiéndose a no incurrir en acciones de esta índole, lo que, en caso de incumplimiento, las expone a la acción judicial.

Estos son los trámites que se siguieron para romper los carteles del vidrio en el West Midlands. El corolario ha sido, claro está, la caída de esos precios a los que la desaparición de la competencia mantenía artificialmente elevados (el precio actual promedio es 12% más bajo que en los tres años en que operó el cartel). El oscuro vidriero que comenzó la historia ha vuelto, sin duda -nada más se ha sabido de él- a ganar esos márgenes alimenticios en los precios de los paneles, haciendo competir uno contra el otro a los proveedores que quieren tenerlo de cliente.

Pero, en verdad, la historia está aún lejos de terminar. Las empresas que establecen un cartel no sólo violan los derechos de los clientes particulares a adquirir a precios justos aquello que compran -y la justicia de los precios la determina, no un grupo de caballeros o de damas en un cuarto de hotel, sino ese mecanismo impersonal que es la oferta y la demanda-; tambien, muy a menudo, los del conjunto de los contribuyentes. Es lo que ocurre cuando aquel producto se adquiere con dineros públicos.

Ken Barnes, el barbado director del departamento de obras sociales de la Municipalidad de Manchester, al estallar este escándalo se sentó en su escritorio y, con su calculadora bajo los bizcos ojos, comenzó a sumar y a restar. Rápidamente concluyó que, debido a los precios inflados por el cartel, el Concejo municipal de Manchester había gastado, en los últimos tres años, 123.000 libras esterlinas más por las adquisiciones de vidrio para las viviendas de interés social (entre 1988 y 1991, el metro cuadrado de vidrio le costó 4 libras 67 centavos; desde que se quebró el cartel, le cuesta sólo 3,75). Con el acuerdo unánime de los regidores conservadores y laboristas, la Municipalidad ha decidido demandar a las empresas responsables, pidiéndoles una compensación por los perjuicios causados a los contribuyentes. El señor Barnes ha sido muy convincente detallando los beneficios que hubiera traído a los colegios y a la limpieza del vecindario esa suma que les timó el cartel del vidrio.

No sabemos aún cuál será la sentencia de la Corte, pero, sea cual fuera, la historia del oscuro vidriero de Manchester que desbarató el pacto de un grupo de empresarios para crearse una renta ilegítima a costa de los consumidores del West Midlands, ha tenido ya un Final feliz.

A mí me ha conmovido mucho. La he ido conociendo al mismo tiempo que seguía en los diarios y en la televisión la horrenda saga de corrupciones, lavado de narcodólares, tráfico de influencias, desfalcos, fraudes, que ha puesto en evidencia la caída del BCCI (Bank of Credit and Commerce International). Por lo menos, una docena de países -entre ellos, el mío- aparecen salpicados por la inmundicia que ha salido a la luz, con las primeras revelaciones sobre banqueros tramposos, traficantes de armas y de dro-

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Viene de la página anteriorgas aliados a quienes parecían respetables hombres de negocios, politicastros ladrones, jueces venales, periodistas mercenarios, en fin, todo un vomitivo sociopolítico. Y, en el otro platillo de la balanza, millares de millares de incautos que perdieron sus ahorros por haberlos confiado al "primer banco del tercer mundo".

Cuando un escándalo de esta magnitud estalla en los países democráticos, hay quienes levantan el dedo índice y exclaman: "¿Eso es la democracia?". Y muchos, que no son cínicos, sino gentes empeñadas en defender un sistema que les parecía el mejor, o el menos malo de los sistemas políticos, se llenan de dudas y comienzan a preguntarse si, después de todo, no habrá más remedio que dar razón a quienes dicen que la democracia es otra estafa, una manera un poco más disimulada que otras para que los vivos y pícaros sigan haciendo de las suyas a costa de los ingenuos, débiles y pobres. ¿Rigen, acaso, las leyes de la misma manera para todos? ¿No las burlan alegremente quienes mandan? ¿No castigan ellas, únicamente, a quienes carecen de poder político o económico? ¿No es, la democracia, una mentira más, entre las muchas con que anestesian a sus electores esos políticos que, apenas trepan al poder, cometen todas las tropelías, sin que, a la postre, les suceda nada?

La historia del oscuro vidriero de Manchester muestra que no, que las deficiencias de una sociedad libre pueden ser corregidas y que en ella un desconocido sin nombre y sin fortuna llega a veces a derrotar a gentes encumbradas, en provecho de toda la comunidad.

Una creencia extendida es que a las democracias liberales las está minando la corrupción y que ésta acabará por realizar aquello que el difunto comunismo no logró: desplomarlas. ¿No se descubren a diario, en las más antiguas y en las novísimas, asqueantes casos de gobernantes, funcionarios, amiguísimos, a quienes el poder político sirve para hacerse, a velocidades astronáuticas, con fortunas estupendas? ¿No son incontables los casos de jueces sobornados, de contratos mal habidos, de imperios económicos que tienen en sus planillas a militares, policías, ministros, aduaneros? ¿No llega la putrefacción del sistema a grados tales que sólo queda resignarse, aceptar que la sociedad es y será una selva donde las fieras se comerán siempre a los corderos?

Es esta actitud -el pesimismo y el cinismo-, no la corrupción, la que puede efectivamente acabar con las democracias liberales, convirtiéndolas en un cascarón vacío de sustancia y verdad, eso que los marxistas ridiculizaban con el apelativo de democracia "formal". Es una actitud en muchos casos inconsciente, que se traduce en desinterés, en apatía hacia la vida pública, en escepticismo frente a las instituciones, en reticencia a ponerlas a prueba. Cuando secciones considerables de una sociedad sucumben al catastrofismo y la anomía cívica, el campo queda libre, es cierto, para los lobos y las hienas.

Pero no hay una razón fatidica para que ocurra así. El sistema democrático no garantiza que la deshonestidad y la picardía se evaporen de las relaciones humanas; pero establece unos mecanismos para hacerles frente, minimizar sus estropicios en la vida social, detectar, denunciar y sancionar a quienes se valen de ellas para escalar posiciones o enriquecerse, y, lo más importante de todo, para reformar y perfeccionar el sistema de manera que cada vez aquellas armas entrafien más riesgos para quienes las usan.

La historia del vidriero de Manchester es especialmente instructiva para los países que, como los de Europa del Este y los de América Latina, inician (o reanudan, después de un largo intervalo) la experiencia (le la libertad política y tratan (le reemplazar las economías centralizadas o intervenidas por el mercantilísmo por economías de mercado. Ni la libertad ni la competencia operan como las varitas mágicas de los cuentos de hadas. Hay que hacerlas funcionar, sin bajar la guardia y saliendo al paso con resolución contra aquellos que las desnaturalizan o violentan. Manteniéndose alertas a las trabas, amenazas y conjuras que siempre, y de las maneras más sutiles y variadas, surgirán en su seno.

Las palabras claves son civismo, participación, confianza en el sistema. Es sobre todo esto último lo que llevó a ese anónimo artesano de West Midlands a escribir una carta al jefe del gobierno de su país cuando creyó advertir una práctica malsana en el comercio del que dependía su trabajo. Y aquellos funcionarios de la oficina del Fair Trading, tan oscuros y acaso tan modestamente remunerados como aquel vidriero, flevaron a cabo esa paciente y difícil investigación con una independencia y tenacidad que no se explica solamente por motivos de rutina o salario; también, por un íntimo -acaso no del todo consciente y, por cierto, nada. exhibicionista- sentido de la responsabilidad, por una inequívoca percepción de lo que estaba en juego, a través de lo que hacian, para tanta gente.

Ni el nombre del vidriero de Manchester ni el de esos ínvestigadores son conocidos, ignoro sí por decisión de ellos mismos o porque la ley exige que permanezca.n en el anonimato. La enorme publicidad que merece ahora la historia gira, sobre todo, en torno a los empresarios del cartel, el director general de la oficina del comercio equitativo y los regidores del concejo municipal. Pero, para mí, no hay duda sobre quiénes son los verdaderos protagonistas de esta historia, que, pese a ser edificante y con un final feliz, es digna de admiración.

Como otras democracias, Gran Bretaña no está exenta de escándalos políticos y económicos. Estallan de tanto en tanto y la prensa amarilla los explota con regocijo y obscenidad. Es alentador suponer que, después de lo ocurrido en estos días, otros artesanos -profesionales, obreros, jubilados, amas de casa- cada vez que se sientan atropellados o vejados, se animen a seguir el ejemplo de aquel oscuro vidriero de Manchester.

C 1991.

C Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1991.

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