Tribuna:

Espirales de la historia

Larra se convirtió, casi desde el instante en que una bala de su pistola le cruzó la cabeza de sien a sien, en un mito palpitante para los escritores españoles. El suicidio por amor, uno de los sarampiones más prestigiosos que padecieran las gentes de la era romántica, sirvió, en el caso de Larra, para que cada una de las sucesivas generaciones españolas le buscara cinco pies al gato. El pistoletazo de Larra pasó a representar, casticismos aparte, un acto de protesta, de rebeldía o de autoinmolación frente a las renuncias y los desencantos españoles. Una generalización de la transferencia de l...

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Larra se convirtió, casi desde el instante en que una bala de su pistola le cruzó la cabeza de sien a sien, en un mito palpitante para los escritores españoles. El suicidio por amor, uno de los sarampiones más prestigiosos que padecieran las gentes de la era romántica, sirvió, en el caso de Larra, para que cada una de las sucesivas generaciones españolas le buscara cinco pies al gato. El pistoletazo de Larra pasó a representar, casticismos aparte, un acto de protesta, de rebeldía o de autoinmolación frente a las renuncias y los desencantos españoles. Una generalización de la transferencia de lo mítico a la realidad sangrante con respecto al suicidio de Werther, con el genio de Goethe apretando el gatillo del disparo de salida para la carrera de iluminaciones y quimeras del romanticismo.Larra y Werther. La tremenda realidad de la muerte, con escenificación a la española, de la angustiosa fábula del amor humano por encima de la existencia. Dos vidas paralelas, mejor dos muertes paralelas: la del extraordinario escritor madrileño y la goethiana criatura de ficción, el análisis de cuyas equivalencias abre el libro de José Ortega Spottorno Relatos en espiral.

Ortega imagina la historia como una espiral arrollada alrededor de un cono de dimensiones ilimitadas, representación del universo. Con esta idea, de apariencia tan simple, descabalga determinismos y profecías. La rigurosa brevedad de la proposición hace a un lado la petulante argumentación más o menos académica, para apresar, aunque sea por unos instantes, la azarosa dialéctica del vivir enfrentado a la historia, marco de la actuación humana en la escenificación del tiempo que fluye.

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Una vez provisto de esas coordenadas, José Ortega se entrega a las delicias de contar. El cañamazo es bueno para el realce de los relatos, a la vez que establece y anuda la unidad del libro en sus saltos y vaivenes, hacia atrás y hacia delante, en el río irreversible del devenir.

Después del intermedio evocador de la muerte, ejemplar y adoctrinadora, de Sócrates, el relato siguiente retorna al romanticismo: tanto en sus vivencias como en los prolongados reflejos en la siempre sentimental y propicia tierra lusitana.

Antonio de Silva y Amaral, con baronía en la rama paterna y con el abuelo materno conde de Silva, tras asistir al desmoronamiento de la monarquía portuguesa, se engancha en la tropa voluntaria enviada por Portugal a Flandes en 1917. Herido, como Fabricio del Dongo en Waterloo, no sería recogido por una cantinera, sino atendido por una bella enfermera, que para distraerle de su ofensiva amorosa le presta Vida de Henri Brulard, el inconcluso documento autobiográfico de Stendhal. Amaral y Henri Brulard se acercan, inician un proceso de curiosa simbiosis, y el soñador lusitano acaba por sentirse como reencarnado en el creador Henri Beyle, el enamoradizo y descontento jacobino Stendhal.

La intelectualización de los sentimientos por doquier adquiere en este relato una esplendorosa apoteosis. El autor de La cartuja de Parma, que se pasó la vida intentando descubrir las pasiones con simplicidad y purgando su prosa con lecturas del Código Civil, desnudándola de los delirios y abundancias de Chateaubriand, sin ir más lejos, no llegaría a imaginar que un romántico impenitente de Evora mimetizara su muerte en idénticas circunstancias a las suyas.

El misterio de la conducta del hombre, de sus condicionamientos y de los porqués de las más meditadas razones y decisiones, se mantiene inescrutable. La mayoría de los ensayos para regular el futuro o sistematizar las explicaciones del pasado, suelen quedarse en mejor o peor literatura; de la mala con mayor frecuencia. Por eso, José Ortega, que está de vuelta de tantas cosas, confiesa que la duda del lector acerca de la realidad histórica o la simple verosimilitud de algunos de sus relatos sería la mayor alegría que pudiera proporcionársele. He aquí, formulada en cuatro líneas, con el aval de Goethe, la estética de la novela histórica, Walter Scott incluido.

Está de moda encomiar la ambigüedad de un texto, con preferencia narrativo. Sin comentarios. El autor de Relatos en espiral se adelanta a los malentendidos y las indeterminaciones. La imaginación tiene sus fueros, más allá de tópicos, retóricas y semiologías. ¿Cómo, si no, se hubiese podido alcanzar la vigencia y lozanía de tantos mitos (muletas y muletillas para acreditar el rodaje de determinadas exhibiciones de saberes), así como los juegos y zafarranchos antimíticos y otros tonificantes divertimentos e ingeniosidades?

Ortega Spottorno no rehúye la tentación. Jugar con las veleidades legendarias de la historia es un entretenimiento estimulante. Pero dar un paso más entraña riesgos y evasiones. Adán, paseante por las soledades paradisiacas, bien pudo ser raptado a lomos de un celestinesco delfin y conducido hasta los brazos de Afrodita, que le iniciaría en los éxtasis y bellezas del amor. Un aviso a Jehová, para prevenirle de que si quería librar al primer hombre de las añagazas perniciosas de los traviesos dioses residenciados en el Olimpo, había que darle una provocativa compañera.

La tragedia y la picardía, el destino y la nostalgia, trampas y azares, engaños y desnudeces, compañías y soledades, edenes y olimpos... Por el ojo atento a la espiral de la historia todo desfila vertiginosamente: los conquistadores de América, la sombra de Cajal, los inventores del submarino, el espectro de Napoleón... Un leve parpadeo basta para que desaparezca la visión que se presentaba duradera. Los pintores impresionistas consumieron la paciencia intentando capturar la luz que embelesa a la pupila. Los apóstoles del impresionismo, con el pincel y la mirada a punto para que no se les escapasen los fugitivos reflejos del sol o las luces cambiantes del atardecer, se sentían dominados por las supersticiones románticas de los sentidos.

A Ortega Spottorno no le enajenan, en cambio, arrebatos ni delicuescencias. Prefiere encajar en los marcos, trazar líneas paralelas, triángulos equiláteros, husmear geometrías. Antepone Mantegna o De Chirico a Manet y Degas. Ha aprendido además que "en la historia, la perspectiva es muy importante y está en continuo cambio". Es un clásico a su manera, tocado por brisas irónicas y preferencias insobornables. Jamás olvida que el intelectualismo despojado de sentimientos es un árbol que renegó de la primavera.

es embajador de España.

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