Editorial:

Un código vetusto

ES DIFÍCIL encontrar un caso más clamoroso de arbitrariedad que el que recoge el nuevo código deontológico de los farmacéuticos al amparar la posible negativa de estos profesionales a realizar pruebas de embarazo cuando presupongan en quienes las solicitan la intención de abortar. Tan aberrante postura supone ni más ni menos consagrar la mera sospecha como principio de actuación profesional y elevarla a la categoría de norma en virtud de la cual se emite un juicio inapelable, sin dar opción alguna de defensa a la posible víctima.Este nuevo código deontológico, primero que regiría entre los far...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

ES DIFÍCIL encontrar un caso más clamoroso de arbitrariedad que el que recoge el nuevo código deontológico de los farmacéuticos al amparar la posible negativa de estos profesionales a realizar pruebas de embarazo cuando presupongan en quienes las solicitan la intención de abortar. Tan aberrante postura supone ni más ni menos consagrar la mera sospecha como principio de actuación profesional y elevarla a la categoría de norma en virtud de la cual se emite un juicio inapelable, sin dar opción alguna de defensa a la posible víctima.Este nuevo código deontológico, primero que regiría entre los farmacéuticos y llamativamente exhaustivo (consta nada menos que de 126 artículos), es un paso más en una escalada de osadía corporativa, también descubierta en otros sectores, que se traduce en un empeoramiento de la calidad de la vida ciudadana. No sólo se ampara expresamente la conducta del profesional que, por motivos de conciencia, se niegue a facilitar un medicamento o a realizar una prueba de embarazo si tiene indicios de algún tipo de conexión entre diagnóstico prenatal y aborto. Se llega incluso a supeditar las normas legales dictadas por la Administración pública a las deontológicas de la profesión, exonerando del cumplimiento de aquéllas en el supuesto de que contradigan a estas últimas.

El estupor es obligado ante tal cúmulo de despropósitos. Y deberían ser los propios farmacéuticos los primeros en reivindicar un poco de cordura y de sentido común en el desempeño del servicio público que tienen encomendado, haciendo caso omiso de las extravagantes normas que pretenden Imponerles quienes están al frente de sus órganos corporativos. Pero el problema tiene una dimensión legal y pública que no puede pasar inadvertida a las autoridades sanitarias. El servicio de farmacia, enmarcado en un régimen de concesión administrativa, está sometido a unas normas legales cuyo cumplimiento no puede quedar al socaire de interpretaciones más o menos subjetivas de quienes lo ejercen. En este sentido, no sería admisible una actitud inhibitoria de las autoridades sanitarias. Tampoco los ciudadanos pueden quedarse de brazos cruzados ante actitudes que vulneran de forma tan flagrante sus derechos. La situación, de otro lado, entra de lleno en el marco específico de actuación de las asociaciones de consumidores. Éstas no pueden permanecer pasivas ante conductas corporativas que pueden incidir negativamente en un área socialmente tan sensible como la asistencia sanitaria.

El problema suscitado por el código deontológico de los farmacéuticos hace cada vez más urgente la regulación legal de la objeción de conciencia y la reforma de los colegios profesionales. La invocación de este derecho constitucional debe ser compatible con los derechos del ciudadano, y con mayor razón si afecta a la prestación de un servicio de carácter público. Los colegios profesionales, de otro lado, no pueden seguir constituyendo una especie de reinos de talfas con sus normas propias, contradictorias a veces con las del Estado y prevalentes sobre ellas con evidente perjuicio de los intereses ciudadanos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Archivado En