Tribuna:

La ceremonia del adiós

En una imaginaria taxonomía de los ceses, la salida del Gobierno de Guerra podría situarse a medio camino entre la dimisión voluntaria y la destitución imperiosa. No parece verosímil que el vicepresidente presentara de manera espontánea una renuncia irrevocable; baste con recordar su alborotada secuencia de inauguraciones y alocuciones durante el pasado mes de diciembre. Pero la hipótesis alternativa de una remoción a la fuerza tendría que explicar antes las razones por las que Felipe González soportó pasivamente durante un año el deterioro político y moral creado por el ex vicepresidente, afe...

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En una imaginaria taxonomía de los ceses, la salida del Gobierno de Guerra podría situarse a medio camino entre la dimisión voluntaria y la destitución imperiosa. No parece verosímil que el vicepresidente presentara de manera espontánea una renuncia irrevocable; baste con recordar su alborotada secuencia de inauguraciones y alocuciones durante el pasado mes de diciembre. Pero la hipótesis alternativa de una remoción a la fuerza tendría que explicar antes las razones por las que Felipe González soportó pasivamente durante un año el deterioro político y moral creado por el ex vicepresidente, aferrado compulsivamente al poder y refugiado bajo los faldones del PSOE para eludir sus responsabilidades en los negocios realizados por su hermano y asistente desde un despacho oficial sevillano.Se diría que nadie aprende de la historia; sin embargo, los sistemas democráticos terminan por limpiar, antes o después, la basura escondida debajo de sus alfombras. Los meses transcurridos desde el estallido del caso Guerra fueron, a la vez, un calvario innecesario para el vicepresidente, abrasado a fuego lento por el escándalo, y un tiempo muerto para el presidente, maniatado en sus proyectos. Esa prolongada agonía abrió graves heridas dentro del PSOE, mermó la credibilidad socialista y alentó las bajas pasiones de sus más descarnados críticos.

Si bien el cese del vicepresidente implicaba el riesgo de un enfrentamiento entre el Gobierno y el PSOE, el precio por no hacerlo (el desprestigio ante la opinión pública y las divisiones dentro del Consejo de Ministros) era más elevado. El cálculo de costes tal vez explique el abandono final por Felipe González de la confortable seguridad proporcionada por los antiguos equilibrios apadrinados por Guerra y su decisión de adoptar una traumática medida de cese no exenta de peligros para la estabilidad interna de los socialistas.

El telón del espectáculo extremeño organizado por Guerra para anunciar su salida se alzó cuatro días antes del estallido de las hostilidades en el Golfo, poniendo al descubierto el estrecho horizonte mental de un político sólo preocupado por su imagen y por el manejo de parcelas de poder locales. La ceremonia del adiós ha servido para dramatizar el privilegiado rango del ex vicepresidente. El periodo de luto entre su cese singular y la crisis de gobierno posterior concede plausibilidad a la metáfora de González y Guerra como los propietarios de una empresa de la que los demás dirigentes sólo serían empleados distinguidos. Para seguir con la broma, quedaría ahora por descubrir la profundidad del incoado conflicto de intereses entre ambos socios, así como averiguar cuál de los dos accionistas tiene el paquete mayoritario.

La decisión de anunciar el cambio ministerial (que no fue notificado a la Oficina del Portavoz del Gobierno) durante el congreso de los socialistas extremeños deja entrever el destacado papel asignado por Guerra al aparato del PSOE para la formación de los Gobiernos; esto es, a la burocracia de una organización cuya dirección controla férreamente desde hace años. La comunicación del cese a la Comisión Ejecutiva del PSOE, antes de su publicación en el BOE, refuerza el simbolismo ritual de la comparecencia de Cáceres.

De añadidura, el discurso de despedida de Guerra ilustra a la perfección sus bandazos desde los ensueños modernizadores de las nuevas tecnologías (la California del Silicon Valley como modelo para Andalucía) hasta el envejecido daguerrotipo de la demagogia populista (la Extremadura de Puerto Hurraco como depositaria del espíritu del auténtico socialismo). El mensaje cacereño no sólo afirmó que los valores de Pablo Iglesias, amenazados por esas derechas de cartón piedra habitualmente dibujadas por el orador, residen ahora en la España rural. La intervención también insinuó que Felipe González ejerce su liderazgo en la sociedad española como simple comisionado del PSOE (al igual que Rodríguez Ibarra en Extremadura); y que la cohesión monolítica de la organización, como las vanguardias leninistas, constituye el secreto del éxito de ese liderazgo colectivo.

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Partido y Gobierno

El cesado vicepresidente pasará a desempeñar a tiempo completo su cargo de vicesecretario del PSOE. Así, Guerra estará en condiciones de aprovechar, en beneficio de un izquierdismo retórico, los tropiezos en las urnas atribuibles a los errores del Ejecutivo. Desde su atrincherada posición, podrá hostigar la acción del Gobierno, a través del Grupo Parlamentario Socialista, y colocar a sus candidatos en las listas electorales para las Cortes, las autonomías y los ayuntamientos. Ahora bien, Felipe González continúa siendo el secretario general del PSOE y su principal activo electoral; si Guerra pretendiera dirigir su considerable potencial de conflicto contra el presidente del Gobierno, seguramente quedaría derrotado. Pronto conoceremos los resultados del primer forcejeo a la vista: la respuesta de Felipe González a los vetos interpuestos por Guerra o sus recaderos para el nuevo Gobierno.

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