ADIÓS A LA 'DAMA DE HIERRO'

La década del cambio

Thatcher luchó en los ochenta para destruir la tutela del Estado en la economía y la sociedad

La década de los ochenta pasará a la historia como aquella en la que Margaret Thatcher devolvió al Reino Unido parte del brillo de antaño. La primera ministra aplicó un tratamiento de caballo al considerado hombre enfermo de Europa y le puso de nuevo en pie. La voz británica volvió a escucharse con atención en el mundo, al que en economía ofreció el fenómeno de las privatizaciones y del capitalismo popular, y en política exterior, una firmeza de acero contra Moscú.

Thatcher llegó a Downing Street con la promesa de poner fin al control que los sindicatos ejercían sobre la sociedad britán...

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La década de los ochenta pasará a la historia como aquella en la que Margaret Thatcher devolvió al Reino Unido parte del brillo de antaño. La primera ministra aplicó un tratamiento de caballo al considerado hombre enfermo de Europa y le puso de nuevo en pie. La voz británica volvió a escucharse con atención en el mundo, al que en economía ofreció el fenómeno de las privatizaciones y del capitalismo popular, y en política exterior, una firmeza de acero contra Moscú.

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Thatcher llegó a Downing Street con la promesa de poner fin al control que los sindicatos ejercían sobre la sociedad británica, agriamente manifestado en el invierno de descontento que precedió a su triunfo de 1979, cuando hasta los cadáveres quedaron sin enterrar.La fuerza que la impulsaba era el aborrecimiento de todo lo que fuera socialista y la profunda convicción de que ella era la poseedora de la verdad. La reconstrucción del país exigía arrojar por la borda el sistema de consenso político que había venido rigiendo desde la guerra y destruir la tutela del Estado, lo mismo sobre la economía que sobre la sociedad. Su credo era que empresas e individuos se mueven por instinto de supervivencia, y que las muletas del Estado no son sino trabas que impiden el desarrollo de las capacidades naturales.

Thatcher se aplicó a fondo desde el principio a un plan de reconversión de las añejas estructuras económicas e industriales del país que causó estragos en el tejido social de la nación. La inflación superó con mucho los 20 puntos, y el torrencial cierre de empresas arrojó al paro a tres millones de trabajadores, que tomaron las calles en centenares de manifestaciones. En Toxteth (Liverpool) y en Brixton (Londres), las frustraciones de los desfavorecidos provocaron disturbios callejeros que permitieron por primera vez brillar a Michael Heseltine, quien hizo llegar a un complaciente congreso del Partido Conservador la realidad del exterior.

Thatcher no pestañeó ante esa violenta repulsa de su plan económico, condenado en una famosa carta por más de 300 distinguidos economistas, y optó por aceptar una impopularidad que el comienzo de las privatizaciones no pudo contrarrestar. Fue su respuesta a la invasión de las Malvinas en 1982 la que le devolvió a la luz del sol.

La implacable actuación de la dama de hierro demostró al mundo que Thatcher era una fuerza a tomar en serio, que no paraba en barras para conseguir sus objetivos y que estaba dispuesta a sacrificar lo que fuera necesario para que el Reino Unido volviera a ser tratado con el respeto de antaño. La crispada atmósfera de guerra fría era un ambiente ideal para desarrollar su visión dogmática del mundo, de buenos y malos, de capitalismo liberador y socialismo embrutecedor. La estatura de Thatcher se agigantó en esa atmósfera, y su dureza determinación e inflexibilidad proporcionaron al Reino Unido un estatuto de primera potencia, que ella cultivó en sus contactos con el presidente Ronald Reagan, primero, y con el líder soviético, Mijaíl Gorbachov, después Thatcher se convirtió en la imagen del Reino Unido.

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Derrota laborista

Dentro de las fronteras británicas nunca lo había tenido tan fácil. Por si la popularidad derivada de la aventura militar de las Malvinas no fuera suficiente, los laboristas concurrieron en 1983 a las urnas con un programa considerado en su momento como la más larga nota de suicidio de la historia. El aplastante rechazo electoral que sufrieron demostró que los principios del thatcherismo, aun dolorosos, estaban siendo aceptados por el país.

El tratamiento de choque económico empezó a dar frutos, mientras la primera ministra la tomaba con los mineros, los mismos que habían derribado la década anterior el Gobierno conservador de Edward Heath. Para entonces, los sindicatos habían sido convertidos en unos eunucos políticos, y el legendario enfrentamiento con Arthur Seargill, que duró todo un año, marcó el punto de no retorno del nuevo orden socioeconómico.

A la iniciativa privada se le ofreció la oportunidad de reformar de arriba abajo el sistema productivo británico, mientras el Estado se retiraba a un segundo plano. Incrementar la capacidad de elegir era la consigna de Thatcher, quien estaba convencida de que sólo el mercado podía brindar ofertas. En las calles británicas aparecieron los yuppies y el culto al dinero, anverso de la moneda cuyo reverso mostraba recortes en las ayudas sociales, creciente número de vagabundos, degradación de servicios públicos y paro.

La inflación empezó a bajar, y la joya de la corona del thatcherismo -el proceso de crear un capitalismo popular iniciado con la entrega de las viviendas sociales- siguió adelante vigorosamente con las privatizaciones de British Gas y British Telecom, que permitieron a la primera ministra atraer al ámbito conservador a una clase trabajadora que se sentía propietaria y renegaba de los viejos dogmas del laborismo. Los esfuerzos de Nigel Lawson en Hacienda crearon un marco económico de felicidad que brindó una nueva y sin precedentes tercera victoria consecutiva a los tories.

Tercera legislatura

Su tercera legislatura se inició en 1987 con un ominoso crash bursátil que llevó al Gobierno a decretar un profundo corte de los tipos de interés como medida de precaución para evitar un colapso económico. La economía vivió unos meses de vino y rosas y de consumo desaforado que luego habrían de demostarse como letales, mientras la primera ministra, que ya daba por controlados los excesos de la izquierda, se dispuso a reordenar los intereses de las clases medias -jueces, abogados, médicos, docentes-, que reaccionaron con ira.

En 1989, la calle pareció darse repentina cuenta de que Thatcher llevaba 10 años en Downing Street y se levantó contra ella. Al Gobierno empezó a salirle todo mal. Los sondeos de opinión empezaron a mostrar que había desaparecido toda sintonía entre Thatcher y los electores. La economía empezó a dar muestras de fatiga, la inflación comenzó a subir y el dinero a costar más de lo tolerable.

El cambio de clima en las relaciones internacionales, forzado sobre un predispuesto Gorbachov por halcones como Reagan y Thatcher, hizo de la primera ministra una figura archipopular en el Este, mientras en casa su verbo le hacía sonar a personaje del pasado.

La cuestión europea se convirtió en un trauma para una Thatcher con vocación atlántica. Los ministros de Exteriores, Geoffrey Howe, y Hacienda, Nigel Lawson, tuvieron que amenazarle con la dimisión para que aceptara las condiciones para introducir plenamente la libra en el Sístema Monetario Europeo. La situación en el Gabinete, sobre el que Thatcher había adquirido con el paso del tiempo un autoritario control, se tornó crítica por momentos. Los ministros empezaron a salir por las buenas o por las malas, como fue el caso de Lawson y Howe.

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