Editorial:

Modelo imposible

LA RECIENTE protesta en la cárcel Modelo de Barcelona, en la que cinco presos enfermos de sida permanecieron durante 52 horas en el tejado de la cárcel aguantando unas temperaturas extremas, ha puesto de nuevo en evidencia las deficiencias del sistema carcelario. Estos presos, drogadictos en su origen y afectados en la actualidad por el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, pedían algo humanamente elemental: una atención sanitaria adecuada a la gravedad de la enfermedad que padecen.El nivel de drogadicción y el número de seropositivos (personas que, a la larga, desarrollarán el sida) son es...

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LA RECIENTE protesta en la cárcel Modelo de Barcelona, en la que cinco presos enfermos de sida permanecieron durante 52 horas en el tejado de la cárcel aguantando unas temperaturas extremas, ha puesto de nuevo en evidencia las deficiencias del sistema carcelario. Estos presos, drogadictos en su origen y afectados en la actualidad por el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, pedían algo humanamente elemental: una atención sanitaria adecuada a la gravedad de la enfermedad que padecen.El nivel de drogadicción y el número de seropositivos (personas que, a la larga, desarrollarán el sida) son espeluznantes: el 50% y el 28% de los más de 33.000 reclusos españoles, respectivamente, según estimaciones oficiales. Tan alarmante que a partir de esta situación resulta un sarcasmo hablar de política penitenciaria mientras las administraciones muestren su incapacidad para facilitar el tratamiento hospitalario de estos dos fenómenos carcelarios, droga y sida, tan estrechamente ligados en cuanto a relación de causa y efecto.

La administración penitenciaria ha recurrido en los últimos tiempos -en mayor medida que en el pasado- a la ayuda del sistema nacional de salud. En teoría los presos, aunque privados de libertad, no dejan de ser ciudadanos como los demás, con los mismos derechos constitucionales que éstos, incluido el de la protección a su salud. Pero en la práctica esta solución puede resultar inoperante si las administraciones sanitarias no asumen plenamente esta tarea y, sobre todo, si persisten los obstáculos legales que dificultan el ingreso de los reclusos necesitados de tratamiento en los hospitales públicos.

En el caso de la cárcel barcelonesa, a los males generales se han unido otros particulares de no menos graves consecuencias, que afectan de hecho a todas las cárceles catalanas. El departamento de Justicia de la Generalitat, administración responsable en este caso, ha actuado en los últimos cuatro años con la obsesión de evitar a toda costa alteraciones de orden público o escándalos que pudieran afectar a la credibilidad del Gobierno autónomo, a la vez que aplazaba decisiones conflictivas -como el del emplazamiento de nuevas cárceles- en función de circunstancias electorales o de oportunidad política.

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Este estilo ha llevado a situaciones extremas en las que el autoritarismo de la superioridad se ha impuesto a las denuncias razonables de funcionarios y médicos sobre el estado de las cárceles y la ausencia de servicios de sanidad dignos. A la postre han llegado el motín, la muerte de una reclusa, la denuncia contundente del fiscal de vigilancia penitenciaria -que considera la actual enfermería y su proyecto de reforma insuficientes incluso para cubrir los mínimos que marca la ley- y el desprestigio de los responsables, empezando por el consejero de Justicia, Agustí Bassols. La preocupación por evitar los problemas y mantener la apariencia de orden ha creado, al fin, un mayor desorden, que sufren los reclusos en su propio cuerpo y, en general, todos los ciudadanos, sorprendidos por esta nueva exhibición de dolor y miseria.

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