Italia 90

Una ráfaga de cohetes sacudio Buenos Aires

CARLOS ARESUna sucesión de bombas, de estruendo, y una ráfaga de cohetes sacudió el barrio sur de Buenos Aires, alrededor del estadio del Boca Jun*ors, un minuto después de que el portero de la selección argentina, Sergio Goycoechea, detuviera el penalti decisivo al delantero italiano Aldo Serena. En absoluto secreto, sin confesarlo ni entre amigos, cada habitante de la ciudad había preparado su revancha personal. El odio acumulado contra la selección y el público italianos, que se dedicó a silbar al himno argentino y, en particular, a Diego Armando Maradona desde que comenzó la Copa, se desca...

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CARLOS ARESUna sucesión de bombas, de estruendo, y una ráfaga de cohetes sacudió el barrio sur de Buenos Aires, alrededor del estadio del Boca Jun*ors, un minuto después de que el portero de la selección argentina, Sergio Goycoechea, detuviera el penalti decisivo al delantero italiano Aldo Serena. En absoluto secreto, sin confesarlo ni entre amigos, cada habitante de la ciudad había preparado su revancha personal. El odio acumulado contra la selección y el público italianos, que se dedicó a silbar al himno argentino y, en particular, a Diego Armando Maradona desde que comenzó la Copa, se descargó en un festejo lleno de bronca, rabia y una alegría al borde de la locura.

El ruego, desde el sábado, fue unánime: "Sólo una más, Dios, sólo una: eliminar a Itafla". Las condiciones físicas y técnicas en que llegaba el equipo argentino a disputar este encuentro ponían ¡a bandera de la final a demasiada altura. En términos humanos, todos sabían que no se podía llegar. Ya no bastaba con una dosis más de la suerte que, indudablemente, acompañó a Argentina. Debía producirse el único y verdadero milagro del fútbol, el de jugar bien. Sólo así, con una selección que vendiera su alma al diablo, era posible la victoria.

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Ese sencillo arte, el de tocar el balón entre compañeros con habílidad, regates y engaños, más el de cubrirse unos a otros en avance o retroceso, dio el resultado esperado y tuvo sus consecuencias en los cuerpos felices de la multitud. La gente bailaba sobre los camiones, con medio cuerpo fuera de los automóviles, trepada a los autobuses, y no debía agradecer ya a ningún ajeno al fútbol por este triunfo merecido. Con las caras pintadas de azul y blanco, miles y miles de hombres y mujeres tuvieron quizá la primera y más legítima alegría de los últimos años. El público argentino saborea este campeonato como un plato único en el menú, pero con el hambre de quien lleva demasiado tiempo a pan duro.

El presidente del Gobierno, Carlos Menem, que tampoco acaba de creérselo pese a la fe pública con la que trata de calmar su creciente fama de gafe, reconocía su emoción: "Con este coraje y esta capacidad, los argentinos podemos conseguir éxitos no sólo en el fútbol".

Oraciones

A esa hora, ya nadie recordaba las oraciones que traían las primeras páginas de los periódicos de la mañana. En la portada del popular Crónica, entre las caras de los titulares del equipo, aparecía la de Jesucristo como uno más de la plantilla. El izquierdista Página 12 compaginó también el titular con estampas de santos en su suplemento. Pero por la noche, ya en la madrugada de hoy, entre mujeres que asomaban sus pechos desnudos debajo de la casaca argentina, era el diablo incomparable del fútbol quien de verdad gozaba.

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