Tribuna:

Nuevos ricos, nuevos libres, nuevos europeos

Durante mi reciente visita a un Buenos Aires sumido en una profunda crisis social y económica, pero con una curiosidad intelectual y afán de saber menos epidérmicos tal vez que los de nuestra presunta capital cultural de Europa, los comentarios de mis interlocutores, ya en público, ya en privado, se centraron frecuentemente en un tema: el de la arrogancia y ostentación de riqueza de un vasto y llamativo sector de la actual sociedad española. Desde la profesora que tras preguntar por el precio de un artículo y no poder adquirirlo con sus devaluados australes recibió en plena cara, como u...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Durante mi reciente visita a un Buenos Aires sumido en una profunda crisis social y económica, pero con una curiosidad intelectual y afán de saber menos epidérmicos tal vez que los de nuestra presunta capital cultural de Europa, los comentarios de mis interlocutores, ya en público, ya en privado, se centraron frecuentemente en un tema: el de la arrogancia y ostentación de riqueza de un vasto y llamativo sector de la actual sociedad española. Desde la profesora que tras preguntar por el precio de un artículo y no poder adquirirlo con sus devaluados australes recibió en plena cara, como un cantazo, el calificativo de sudaca, hasta el escritor que a su llegada a Barajas fue sometido a un interrogatorio humillante y perdonavidas por el funcionario encargado de estampillarle la entrada, la lista de agravios con respecto a nuestra flamante identidad europea, modales desenfadados o agresivos y culto desmedido al dinero, podría formar un variado y melancólico anecdotario. El contraste entre la recepción cordial de los emigrantes españoles hace 50 años por una Argentina entonces boyante, situada en el pelotón de los 10 primeros países con mayor renta per cápita y la dispensada hoy, cuando los papeles se han invertido y de solicitantes hemos pasado a ser solicitados, no puede ser más chocante. La sociedad española de los noventa, advertían con desilusión y tristeza, se ha transformado, al menos para ellos, en algo muy distinto a la que sus padres conocieron: una sociedad de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos.La mutación de nuestro país tocante a la consideración ético-social del dinero no data del establecimiento del régimen democrático: se remonta, como sabemos, a la década de los sesenta. La llegada al Gobierno franquista de los tecnócratas vinculados al Opus De¡ desempeñó en el hecho un papel primordial, a todas luces histórico: disculpabilizó las siempre ambiguas relaciones del catolicismo español de la Contrarreforma con el capital y permitió lo que podríamos denominar acumulación primitiva de éste, fundada en la filosofía de un rápido y desmesurado enriquecimiento; bajo este concepto cabe considerar a aquel escogido grupo de magnates de la banca e industria como nuestros auténticos calvinistas. Dicho proceso era, sin duda, indispensable y fue el motor de la tardía modernización de España. La ruptura de las relaciones sociales tradicionales o arcaicas, la adopción de nuevas normas de conducta, los legítimos deseos de mayor bienestar material minaron las bases del régimen franquista y facilitaron su desmontaje incruento a la muerte del dictador. Hoy, España, tras el necesario aprendizaje del sistema de producción capitalista y su invención incesante de nuevas necesidades destinadas a convertir al ciudadano en consumidor, ha pasado de esa fase de acumulación primitiva de capital a la de una acumulación desarrollada, propia de sus congéneres europeos. Pero, sorprendentemente, la mentalidad anterior, correspondiente a la fase primitiva -la del get rich quick de los sesenta- pervive aún e impregna el conjunto de las relaciones sociales. La madurez y desenvolvimiento de las estructuras económicas no se han traducido en una madurez y desenvolvimiento paralelos de los hábitos mentales: la tendencia a un provecho inmediato y fácil -no compensado con la existencia de una ética social democrático - protestante- obstaculiza el buen funcionamiento de una economía adulta y contamina insidiosamente, a través de los medios de información de masas, la escala de valores de la sociedad. Las fortunas ingentes acumuladas en unos pocos años por especuladores diestros no suscitan recelo, sino envidia y admiración. Ganar dinero como sea y ostentarlo sin complejo -esos rasgos característicos de la acumulación primitiva de los sesenta- siguen siendo los elementos fundamentales del ideal propuesto. De ahí esa impresión de jactancia y prepotencia que el visitante de países económicamente deprimidos o brutalmente explotados saca de nosotros -conducta y mentalidad de nuevos ricos que nos distinguen de los demás países europeos más o menos adaptados a las exigencias de un capitalismo desarrollado y no se compaginan con la dinámica real de nuestra economía ni nuestra evolución social-

Junto a ello, el espíritu de iniciativa individual, inherente a la ascensión de la clase social burguesa, se confundió en la Península, por razones finamente analizadas por Américo Castro, en lo que éste denomina "separatismo de la persona": en lugar de la mesura y respeto de las opiniones ajenas necesarios al ejercicio de la libertad, nuestra falta de experiencia en el tema se manifestó casi siempre, en los cortos períodos de régimen democrático de la historia española, en el abuso generalizado de aquélla. La feliz aclimatación de la democracia en España no ha eliminado, con todo, un hábito sólidamente arraigado: la convicción tozuda de ser titular cada cual de infinidad de derechos, pero de ningún deber. Dicha creencia, que tanto sorprende a los forasteros, se manifiesta de forma lamentable en el contenido y tono de nuestra Prensa. El amarillismo más descarado se ha extendido, en efecto, en los últimos años desde las revistas tradicionalmente especializadas en él a la mayoría de publicaciones de información semanal y, de la magra dieta de partidos de fútbol, corridas de toros y discursos del Caudillo en sus aniversarios e inauguraciones, hemos pasado al menú cuidadosamente aliñado de las vidas y hazañas públicas y privadas de una cincuentena de famosos: lectura de sobrecogedora indigencia y embotamiento de la facultad de pensar que muestran bien claro la manipulación de la libertad de opinar al servicio de una política de ventas oportunista y degradante. El reciente viaje a España del rey de Marruecos fue así, salva honrosas excepciones, una exhibición de irresponsabilidad informativa inconcebible en cualquier país europeo fuera del nuestro. Titular a toda página, como hizo un periódico, El rey moro ataca por Sevilla refleja de modo triste una actitud a la vez inmadura y visceralmente racista más propia de un órgano de la llamada derecha nacional de Le Pen que de un diario de izquierda. Cito este ejemplo, pero podría mencionar muchos más. En una sociedad desmemoriada como la nuestra, en la que en un lapso a veces muy breve se incumplen promesas solemnes, se cambian las chaquetas y se salta del donde dije digo dije Diego en menos de un pestañeo, se puede escribir

Pasa a la página siguiente

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Juan Goytisolo es escritor.

Nuevos ricos, nuevos libres, nuevos europeos

Viene de la página anteriorlo que sale del cuelga cuelga -si se sabe escoger bien el blanco con perfecta impunidad. Nuestra actitud de nuevos libres nos diferencia de inmediato de los demás alumnos de la clase. Cuando mis amigos argentinos apuntaban al fenómeno y sus consecuencias honestas para las víctimas fáciles de esa difusa agresividad, los hechos, desgraciadamente, les daban razón. Si la mirada de los demás forma parte del conocimiento global de nosotros mismos, los españoles no podemos ignorar la manera en que somos vistos desde fuera por quienes comparten, no obstante, con nosotros una misma cultura y lengua.

El ingreso de España en la Comunidad Económica Europea es un acontecimiento positivo en la medida en que permite liquidar un debate que ha polarizado durante más de dos siglos la vida intelectual hispana: el problema de nuestra europeización. Los hombres más lúcidos del siglo XVIII advirtieron el retraso de España con respecto a sus vecinos del Norte y sufrieron como un agravio la frasecilla, en verdad malintencionada, de L'Afrique commence aux Pyreneés. La lucha entre los defensores de un particularismo español que nos diferenciaría para siempre de los demás europeos y quienes querían colmar el vacío existente entre España y Europa y negaban, por tanto, la existencia de aquél, desbordó, como sabemos en el terreno político y enconó, las guerras civiles del siglo XIX y la sangría de 1936-1939. La postura de los primeros se basaba en verdad en unas tesis a la vez reaccionarias y erróneas: hablaban, como Ganivet, de una misteriosa esencia española "a prueba de milenios", negando el hecho de que la España real fuera el resultado de una serie -eso sí, única- de mezclas culturales y vicisitudes, históricas.

Corno consecuencia del descrédito de las doctrinas sostenidas primero por los tradicionalistas y luego por la Falange, los españoles han tendido en las últimas décadas a presentar una imagen de sí mismos que excluía cuidadosamente cuanto no era juzgado puramente europeo: así, en vez de reivindicar nuestra "occidentalidad matizada de elementos semitas" (Américo Castro), consideraban a éstos como un vergonzoso estigma si, saliendo de su casilla de vestigios muertos, probaban su actualidad y vigencia. En un momento en el que nos hemos integrado económica,política y culturalmente en Europa, sería hora de enterrar por fin la controversia y mirar a nuestro pasado sin anteojeras. Una reflexión crítica sobre la historia peculiar de España nos ayudaría, al revés, a percibir los elementos atípicos de nuestra cultura como una originalísima aportación a la riqueza y diversidad cultural de Europa. La mejor forma de ser europeos sería la de serlo con naturalidad, sin mimetismos ni complejos. Pero, una vez más, las mentalidades y hábitos creados por situaciones históricas rebasadas subsisten a su desaparición y, en muchos dominios de la vida social y cultural, seguimos aspirando todavía a parecer más europeos que los europeos, esto es, a americanizarnos con mayor rapidez que ellos, imitando, índiscriminadamente cuanto nos viene, a menudo vía París, desde Nueva York. Este influjo avasallador de la portentosa máquina cultural estadounidense es probablemente inevitable, pero requiere un mínimo de discernimiento si no se quiere caer sucesivamente en todas sus trampas. En cuanto a la dependencia cultural de Francia, resulta en verdad excusable en un período en el que, desaparecidas casi todas las grandes figuras del mundo literario y artístico parisiense, aquélla atraviesa una calma chicha similar a la nuestra y no puede procurarnos, por tanto, aliciente ni estímulo. Los divertidos comentarios de Juan Valera a los seguidores retrasados de la última moda de París no han perdido del todo su actualidad y, como en otras épocas -pero sin una razón objetiva que lo justifique-, el espectáculo que ofrecemos a menudo al observador puede resumirse gráficamente con las palabras de mi admirado Vicente Llorens acerca de "la confusión, el tropel innovador y el persistente anacronismo de la cultura española, que vive en los tiempos modernos no sólo en una posición de inseguridad, sino moviéndose constantemente a contratiempo". Mientras la curiosidad intelectual europea por otros mundos vivifica y renueva sus fuentes de inspiración, dicha actitud receptiva y abierta es percibida todavía entre nosotros como un resabio o extravagancia y suscita de ordinario la reprobación; y así, en vez de seguir el ejemplo de Juan Ruiz, Rojas, Delicado, san Juan de la Cruz o Cervantes -esos creadores geniales del árbol de nuestra literatura-, preferimos correr tras la última moda dirty o light y empeñarnos en considerar a Tom Wolfe como un gran artista.

Nuevos europeos en vez de europeos a secas, somos víctimas sin saberlo de la inercia de unos hábitos mentales forjados en la época de nuestro atraso. La labor de contribuir con nuestra propia especificidad a la culturade la casa común abierta con la caída del telón de acero se ve obstaculizada por la ignorancia, al menos en el ámbito literario, de lo que Espaffla puede aportar a una agrupación continental cimentada en los valores del pluraEsmo, ósmosis e intercambio.

En corto: los comentarios de mis interlocutores de Buenos Aires revelaban, nos guste o no, el modo en que los españoles somos percibidos desde fuera y el hecho de que la prepotencia y afán de lucro que reprochamos con razón a nuestros dirigentes son el becerro de oro de una gran parte de nuestra sociedad. Resulta, pues, comprensible que un número creciente de extranjeros -ya aferrados a unos valores humanos caídos aquí en desuso o de vuelta a ellos tras su desengaño de los trampantojos del capitalismo real- se sientan defraudados y ajenos a la euforia creada por tanta novedad. La sociedad española actual, ¿resulta moralmente incómoda y desapacible, como sostenía con tristeza un colega? A pique de agravar mi sólida reputación antipatriótica forjada ad vitam aeternam por los servicios de propaganda de Franco, concluiré esas breves reflexiones, enhebradas durante mi estancia en Buenos Aires, con la expresión de mi sentimiento de que las circunstancias parecen darle razón.

Archivado En