Tribuna:

Bolivar o Bísmarck

El debate sobre la autodeterminación vive, en su actual enfoque, los últimos estertores. El conflicto se ha encauzado ya en el País Vasco y pierde virulencia en Cataluña, aunque el nacionalismo pujolista no sólo no ha enderezado el entuerto donde debe hacerlo -en el Parlamento autónomo, de donde surgió-, sino que sigue adhiriéndose a la proclama autodeterminísta en los pueblos. Que los independentistas esgriman el derecho a la autodeterminación es lógico: quieren separarse, y la autodeterminación es un camino para ello.Otra significación tiene que siga sosteniéndolo en parte un partido hegemón...

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El debate sobre la autodeterminación vive, en su actual enfoque, los últimos estertores. El conflicto se ha encauzado ya en el País Vasco y pierde virulencia en Cataluña, aunque el nacionalismo pujolista no sólo no ha enderezado el entuerto donde debe hacerlo -en el Parlamento autónomo, de donde surgió-, sino que sigue adhiriéndose a la proclama autodeterminísta en los pueblos. Que los independentistas esgriman el derecho a la autodeterminación es lógico: quieren separarse, y la autodeterminación es un camino para ello.Otra significación tiene que siga sosteniéndolo en parte un partido hegemónico en el Parlamento de Cataluña: induce a creer que la mayoría de los catalanes estuviese por esa labor. Y no lo está. Nadie con vocación y posibilidad de partido nacional (es decir, de representar a la nación) se ha presentado nunca, en ninguna elección, ante el electorado catalán con propuesta alguna que pueda entenderse, siquiera sea en segunda derivada, como plan de independencia. Y nadie lo hará desde el nacionalismo convergente: les sobra sentido político a Jordi Pujol y a Miquel Roca como para ignorar que un programa de ese tipo fracturaría automáticamente su electorado.

Entonces, ¿por qué persiste el juego? El juego es el salto continuo, el vaivén entre las dos principales variantes conceptuales del concepto de autodeterminación: oficialmente, la cúpula nacionalista afirma que sólo aspira al mayor autogobierno, a profundizar la autonomía y que eso es autodeterminación, en su versión de libre decisión democrática. En la práctica se sigue guiñando el Ojo al independentismo, puesto que es de general conocimiento el concepto de autodeterminación como derecho a separarse y constituir otro Estado.

Todo el lenguaje del nacionalismo está impregnado de esa ambivalencia: se insiste en que Cataluña es una nación sin Estado, cuando en realidad tiene un Estado -la democracia española-, y la Generalitat es Estado y no virreinato; se ali menta así la ensoñación mitad medieval mitad posindustrial de un Estado independiente, hijo de los Condados que sucedieron a la Marca Hispánica carolingia y de una lejana Lituania difícilmente viable. 0 se sigue ignorando en la propaganda diaria el nombre de España valiéndose del mal sucedáneo jurídico-político Estado español (incluso para decir que "Ilueve en todo el Estado"). Por más que muchos de los 500 años de historia común resulten insatisfactorios, resulta irracional intentar borrarles nominalmente la existencia, como sabían los federales catalanes que ya en 1883 hablaban de España como "una gran nación que es un conjunto de nacionalidades".

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En la conciencia general todo esto es sólo un sueño, pero sirve por desgracia como caldo de cultivo del radicalismo de minorías juveniles. Y por esta vía se trata de convertir en argumento de presión para negociar. Mientras fomenta el radicalismo ajeno (como hace por ejemplo Max Cahner con Esquerra), el nacionalismo oficial intenta presentarse como un freno posible para éste a cambio de contrapartidas, cuyo esquema de obtención es moralmente más que discutible. Además, el planteamiento oculta dos falacias Primera, no son los jóvenes radicales quienes tiran del carro sino los maduros quienes les espolean para foguearlos. Segunda, el desarrollo autonómico del Estado no depende del chantaje, sino de la cooperación, la presión, la convicción, el diálogo . Y quien prefiera la existen cia del argumento terrorista ("los vascos sí que han obtenido cosas gracias a las pistolas") que lo diga abiertamente y que explique que es con todas sus consecuencias: ruina económica, impuesto revolucionario, degradación moral, violencia en la calle.

Acostumbrados a este tipo de fintas y guiños, y sincera mente en la creencia de que no encierran peligrosidad alguna un buen número de ciudadanos de Cataluña simplemente se ha tomado la propuesta autodeterminista como una broma. En realidad es de risa, porque tras las declaraciones instituciona les (parlamentaria y municipales) y otros fuegos de artificio menores, no hay más que el va cío: no se someterá Convergéncia a ningún proceso electoral con propuestas filoindependentistas. Y pues, si es broma, a broma se ha tomado al Parlamento autonómico.

Pero no han sido broma la consecuencias en Euskadi. La propuesta autodeterminista catalana actuó como torpedo en la línea de flotación del pacto de gobierno PNV-PSE y como factor de deterioro del bloque democrático. ¡Menudo servicio ha prestado el nacionalismo conservador catalán a la lucha anti- terrorista.' Cierto que no se le debe juzgar solamente por eso y que no debe olvidarse su compromiso constitucional desde hace muchos años, su comportamiento democrático en momentos dificiles (aquel "tranqui- lo, Jordi, tranquilo" del Rey explicado en las radios por el presidente de la Generalitat en la noche del 23-F es todavía un hito) y algunas aportaciones en el ámbito de la recuperación lingüística y cultural catalana y en el del realismo en el desarrollo de la política económica y del comercio exterior.

Cierto, pero debe dar seguridades de que esa traicioncilla a la política de paz en Euskadi no va a repetirse.

Ha sucedido esta vez lo contrario de lo habitual en la historia, en que los exabruptos del nacionalismo radical catalán eran consecuencia de las previas impertinencias del nacionalismo español o de las prácticas centralistas. La desestabilizadora broma provocó una retahíla de respuestas por parte sobre todo del Gobierno, que si iban en la dirección correcta, se formularon en un tono grave, sepulcral y ampuloso (la insistencia en adjetivar la unidad española, que vale por sí sola, de indisoluble; la amenaza de involución autonómica). El resbalón del nacionalismo catalán ha reverdecido los laureles del nacionalismo español a punto de jubilación por su marcha hacia la cesión de soberanía en beneficio europeo.

Y lo que para los patriotas catalanes no fanatizados resulta más triste: se ha hecho el ridículo. Triste espectáculo el del presidente de la Generalitat intentando hace pocos días mendigar sin éxito una mísera fotografía con algún ministro presentable para ofrecer apariencias de que cicatrizó la herida. Nunca desde el legendario retorno del presidente Tarradellas del exilio la representación y la imagen de Cataluña habían caído tan a ras de suelo.

¿Se recrudecerá ahora la tentación de planteamientos del tipo de que "sólo cabezas castellanas" entienden y hacen España como sostuvo Ortega en 1922 borrando así de un plumazo el decisivo papel histórico de gentes como Fernando de Aragón, Juan Prim, Laureano Figuerola o Francese Pi i Margall? ¿Tomarán la parte (cierto nacionalismo) por el todo (Cataluña)?l Resulta más dificil que entonces, pero no imposible.

Hay que reconocer que episodios como el debatido no facilitan las cosas. Para el despliegue completo y eficaz de la nueva España autonómica constituye una desgracia no poder contar con el empuje de una Cataluña abierta, no ensimismada en la introspección de sus esencias, sino jugando un papel de locomotora de la descentralización y el autogobierno.

¿Por qué en Cataluña se cae a veces tan inútilmente en este tipo de batalla semántica? Porque los catalanismos han oscilado en la historia entre dos pulsiones, que a veces se entremezclan. La primera, el síndrome piamontés: la región económica más desarrollada y vertebrada debía participar activamente e incluso modular la modernización de España. La labor de la burguesía barcelonesa del XIX por crear un mercado nacional español; el anhelo de hegemonismo catalán en la política de la segunda mitad de la Restauración orquestado por Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó (bajo la bandera de la Espanya gran) que Unamuno preconizaba en carta a Maragall al afirmar que "el deber de Cataluña para con España es tratar de catalanizarla", o el importante com promiso de las izquierdas en la Primera y la Segunda República (de Pi i Margall y Salmerón a Esquerra Republicana y el PSUC) constituyen otras tantas versiones de esa pulsión creadora e innovadora.

Cada fracaso del Estado español o de las experiencias de reforma ha avivado, por el contrario, una ensoñación irlandesa: el nacionalismo de introspección, el ensimismamiento victimista, el recurso a las esencias históricas como consuelo, refugio, tabla de salvación. Se ha llegado también a una radicalización independentista siempre minoritaria y, de forma más general, a una suerte de autarquía moral e intelectual, el nosaltres sols.

Probablemente algo de esto último es lo que esté sucediendo ahora. Fracasado en su intento de emular a Cambó con su Partido Reformista Democrático, en los oídos de Miquel Roca deben reverberar las palabras que Niceto Alcalá Zamora dedicase al jefe de la Lliga en 1918: "Usted debe escoger entre ser el Bolívar de Cataluña o el Bismarck de España, pero es imposible que quiera ser las dos cosas al mismo tienipo". Años después, Cambó escribiría en sus memorias que con esa frase Alcalá "expresaba una gran verdad". "Conservador y romántico, gubernamental y revolucionario, se producía en mí aquella antinomia" con la que "habría de apostrofarme Alcalá Zamora". La misma cosa que sucede ahora a la cúpula de Convergéncia, sólo que con décadas de por medio y sin disponer de carteras ministeriales. Los actuales líderes del nacionalismo gobernante en Cataluña ni han podido conquistar España ni para mucho cuentan en este instante en la política de Estado. Ni, si optasen por precipitarse rotundamente por la otra vía -por la que a veces balbucean-, convencerían a nadie de su sincera voluntad independentista, por la sencilla razón de que no existe. Así, Bolívares imposibles de una Cataluña solo irónicamente coexistente con ciertos caudillismos, se ven continuamente atrapados en la vieja y penosa contradicción. Repiten torpezas (los hechos del estadio, la propuesta autodeterminista) porque disponen de tan escaso margen de maniobra que cometer errores es muy fácil y además resultan más notorios.

Este callejón apenas tiene otra salida que no sea un replantearniento profundo del nacionalismo convergente, en exceso defensivo y en buena medida excluyente. ¿No hay acaso un buen hueco en la escena política española para los autonomismos firmes y constructivos, impulsores de novedad más que cargados de rémoras de pequeños intereses? ¿No ha llegado la hora quizá para un catalanismo centrista a la vasca, nueva etapa?

No se avizora otra alternativa. Ya en 1954 la cabeza más grande de la historia española y catalana, Jaume Vicens Vives, denunciaba en Notícia de Catalunya la incomprensión del Estado del Renacimiento por las clases dirigentes catalanas, para sentenciar: "Hay que decir que hemos pagado a alto precio este anacronismo político, orientado por un lado a despreciar al Estado y por otro a incordiarlo continuamente con nuestras críticas, sin intentar una tarea de infiltración profunda en sus puestos de mando".

El socialismo catalán sí ha intentado esa vía, pero está demasiado agarrotado para jugar el papel impulsor que le auguró la victoria en las primeras elecciones democráticas, cuando el PSOE era sólo el segundo partido español. Condenado (por desconfiado, pues desaprovechó en 1980 la propuesta de un pacto de gobierno que ya nunca más se le ha repetido) a la oposición en su territorio de origen, ha sumado en el de destino otra flaqueza, la debilidad de su lobby en la política general; a diferencia de sus colegas vascos y andaluces, lo sostiene casi únicamente en el peso y la habilidad de una sola persona, Narcís Serra. De modo que apenas capitaliza los éxitos del Gobierno y pecha sin embargo con todos los sinsabores y desventajas de estar en la oposición. El resultado es que aunque quisiera -y no siempre se sabe si quiere o no-, la gente de Raimon Obiols no dispone por sí sola de la suficiente capacidad para neutralizar los enojosos problemas derivados de las bromas de los esencialismos. Y son otros los que deben salir a resolverlos, aunque sea atropellada y bruscamente, con anticuadas músicas indisolubles, como ha ocurrido en esta ocasión, con lo que se cierra infernalmente el círculo vicioso.

El ensimismamiento del nacionalismo convergente y la Eviana influencia del socialismo catalán en los asuntos españoles crean, al sumarse, un vacío por el que se cuelan episodios como el actual. Un vacío que algún día se llenará. Seguramente cuando todos den más crédito al consejo de un viejo zorro, el presidente Tarradellas: "La idea de que Madrid tiene la culpa de todo lo que nos pasa es un gran error político que sólo nos lleva a desastres. Madrid tiene la culpa de muchas cosas. Es normal, es el poder que está allá. No hemos de vencerlo con una crítica desatada, sino con nuestra razón y con nuestra unidad. Cuando Cataluña ha tenido razón y unidad, hemos triunfado".

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