Tribuna:

Las ilusiones perdidas

Las audaces reformas emprendidas por Gorbachov -ha ironizado John le Carré- sirven para probar que la historia sigue despierta. La percepción de la profundidad de esos cambios se ha hecho especialmente aguda en los 40 días -desde la apertura del muro de Berlín hasta el derrocamiento de Ceaucescu- que han transformado el mundo en una dirección bastante diferente de la prevista hace setenta años por John Reed.Sólo los historiadores, con la ventaja de poder explicar los orígenes de los acontecimientos después de conocer su desenlace, estarán en condiciones de analizar ese asombroso proceso. A nos...

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Las audaces reformas emprendidas por Gorbachov -ha ironizado John le Carré- sirven para probar que la historia sigue despierta. La percepción de la profundidad de esos cambios se ha hecho especialmente aguda en los 40 días -desde la apertura del muro de Berlín hasta el derrocamiento de Ceaucescu- que han transformado el mundo en una dirección bastante diferente de la prevista hace setenta años por John Reed.Sólo los historiadores, con la ventaja de poder explicar los orígenes de los acontecimientos después de conocer su desenlace, estarán en condiciones de analizar ese asombroso proceso. A nosotros nos falta, por lo pronto, la distancia necesaria para examinarlo de forma global y con el suficiente desapasionamiento. Si bien el desmantelamiento del socialismo real marcha a velocidad de vértigo, los malos recuerdos del pasado (Tiananmen en 1989, Praga en 1968, Budapest en 1956, Berlín en 1953) y las amenazas del presente (los nacionalismos, la penuria económica, las resistencias de la nomenklatura) impiden escribir de antemano el final feliz del relato.

Desde las orillas occidentales de ese mar embravecido, parece indispensable, en cualquier caso, mejorar la información sobre sus mareas y corrientes; para ese propósito resultan indispensables trabajos interpretativos como los excelentes reportajes incluidos en el libro de K. S. Karol (Un año de revolución en el país de los soviets, El País/Aguilar, 1989) sobre los más recientes sobresaltos y progresos de la perestroika. No parece, en verdad, que los cotilleos sobre los ricos y famosos, las heridas inferidas al narcisismo colectivo de la prensa o las discusiones bizantinas en torno al sexo de las naciones agoten las pasiones del mundo y el interés de la opinión pública. Al fin y al cabo, la crisis del bloque soviético, aunque geográficamente exterior a la Comunidad Europea, afecta moralmente a su interior.

En efecto, el llamado socialismo real movilizó durante muchos años el apoyo activo de millones de militantes y votantes de los partidos comunistas (especialmente poderosos en Francia e Italia) y de otros sectores de la izquierda radical europea. Aunque rebajado ese entusiasmo tras la invasión de Checoslovaquia, el bloque soviético seguía apareciendo como un punto de referencia inmóvil, sometido quizá a lentos movimientos geológicos, pero inmodificable en sus fronteras y en sus estructuras. La generalización empírica de que las dictaduras de derecha terminaban evolucionando hacia la democracia, mientras que los sistemas comunistas parecían irreversibles, había alcanzado el valor de un axioma.

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Resulta inevitable, así pues, que el derrumbamiento de los regímenes de Europa central opere sobre la memoria de aquellos que apostaron alguna vez por la superioridad del modelo soviético o por su victoria final. Esas invitaciones al recuerdo pueden despertar asociaciones de ideas sorprendentes. Por ejemplo, la caída de Ceaucescu parece como una realización caricaturesca -desplazada en el espacio y en el tiempo- de los llamamientos de los comunistas españoles para derribar el régimen franquista mediante una huelga general política; como efectivamente sucedería después en Rumania, la insurrección popular contra el dictador y su camarilla, aislados de la sociedad y sin más apoyo que la policía política, conseguiría finalmente -según Carrillo- el apoyo de las Fuerzas Armadas, de la Iglesia y de la potencia militar hegemónica.

En cualquier caso, los acontecimientos en la Europa central han desmontado un sistema de expectativas consideradas como realizables por los militantes de izquierda cuya cultura política se había formado en la estela de la derrota del fascismo en la II Guerra Mundial. La fuerte implantación de los comunistas en la Europa del Sur, el proceso descolonizador, el triunfo de la revolución cubana, la derrota francesa en Argelia y la humillación norteamericana en Vietnam, las hazañas soviéticas en la carrera del espacio y las promesas de Jruschov de superar económicamente a Estados Unidos formaban parte del material fáctico sobre el que se articulaban esas expectativas a partir de 1956.

Ahora sabemos el destino final de aquellos gruesos errores de predicción, basados sobre hechos insuficientes, análisis equivocados y marcos teóricos inapropiados. No siempre, sin embargo, los defensores de esos fallidos pronósticos, cargados demasiadas veces de dramáticas consecuencias prácticas, han aceptado las responsabilidades de sus desaciertos. Un procedimiento para eludir esa molesta carga es la transformación de aquellas frías expectativas de la inteligencia, desmentidas por los hechos, en nobles apuestas de la voluntad, frustradas sólo por la incapacidad de los hombres para estar a la altura de los elevados requerimientos éticos animadores de esas decepcionadas previsiones. Convertidos en fiscales de la historia, los titulares de las ilusiones perdidas acusan a los acontecimientos de haber defraudado sus imperativos morales, no sus pronósticos intelectuales. Hay buenos argumentos para distinguir, sin embargo, entre los juicios de hecho erróneos de la vieja izquierda y sus juicios de valor decepcionados; porque muchas veces las desilusiones no provienen tanto de las aspiraciones morales defraudadas como de la falta de concordancia entre sucesos y predicciones.

En otros casos, sin embargo, la buena conciencia prefiere seguir disfrutando de sus relaciones privilegiadas con la historia, en vez de condenarla. Así ocurre cuando los doctrinarlos mudan de piel sólo para hacer rodar sus aplastantes seguridades hacia el futuro. Siempre en busca de una percha donde colgar el abrigo, los dogmáticos terminan encontrando nuevas carboneras para sus necesidades de fe ciega. Por lo demás, ese fanatismo no siempre es inocente; cuando el poder está en juego, los jinetes cambian de cabalgadura, pero no renuncian a seguir clavando las espuelas a los corceles de refresco.

K. S. Karol ofrece en su libro algunos inquietantes ejemplos de esos peligrosos recuperadores de ilusiones. Por ejemplo, una influyente tendencia académica -de la que forman parte el filósofo Kliamkin y el economista Migranian- propugna "un gobierno de mano fuerte" capaz de introducir imperativamente en la Unión Soviética la economía de mercado, dejando para una segunda y lejana etapa la segregación espontánea de una superestructura democrática. Resulta llamativo el parentesco de esa propuesta con las dos fases de la nueva sociedad bosquejada en 1917 por los bolcheviques, partidarios de que la dictadura del proletariado construyera a sangre y fuego la base económica antes de abrir las puertas del paraíso comunista de libertad y abundancia. K. S. Karol se pregunta si ese burdo determinismo no se limita a construir un nuevo embeleco ideológico, disfrazado de gran teoría histórica, con las mismas rígidas pautas intelectuales enseñadas en las universidades soviéticas durante el reinado estaliniano del marxismo-leninismo.

Sería deseable, desde luego, que los responsables en el pasado de graves errores de pronóstico fueran ahora más prudentes en sus análisis y menos propensos a nuevos entusiasmos. Aunque la pedagogía tenga escasa utilidad para la educación cívica y resulte preferible situar los sistemas de alarma fuera de las aulas, siempre es oportuno recordar los dos mandamientos en los que cabría encerrar el espíritu del escepticismo democrático: no juzguemos a los políticos por sus proyectos, sino por sus realizaciones; y no pidamos a la cosa pública buenas intenciones, sino conductas apropiadas.

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